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Siempre recordaré con especial indignación la época en que un colectivo de actores y directores de cine españoles se manifestaron en la Gala de los Goya y en el Congreso contra la Guerra de Irak. No voy a entrar en si eran unas concentraciones interesadas o no, pero sí que me indignaron especialmente las críticas que recibieron durante esos días, ya que mucha gente los acusaba de manifestarse contra el Gobierno, «pero luego bien que piden subvenciones».
{mosgoogle}Lo peor de todo esto es que los actores españoles no sólo recibieron críticas de los ciudadanos de a pie (que se pueden permitir un mediano desconocimiento), sino, sobre todo, de muchos políticos de este país, lo cual dice mucho de los conocimientos que tienen nuestros dirigentes acerca de procesos democráticos y del legítimo derecho a manifestarse o concentrarse en contra de algo que a un ciudadano le parezca mal, un derecho totalmente legítimo y que no debe dejar de usarse por muchas subvenciones que uno reciba. Sin embargo, muchas veces son los propios políticos los que carecen de estos fundamentos de salud democrática.
Otro ejemplo: el año pasado se celebraron en Ciudad Real las elecciones a alcalde. Francisco Gil-Ortega (PP) dejaba su cargo, al que optarían Rosa Romero (PP) y Ángel Amador (PSOE). En plena precampaña electoral, un empresario de Ciudad Real, de izquierdas hasta la médula, acababa de conseguir unas ayudas del Ayuntamiento de Ciudad Real. Estas ayudas no habían sido fruto de ningún amiguismo ni trato de favor, sino que eran resultado de una convocatoria oficial de ayudas que había convocado el Consistorio y ante la cual este empresario, que presentaba un proyecto más que interesante, recibió una muy buena ayuda dentro de lo estipulado en la propia convocatoria. Una vez hecha pública la resolución de las ayudas, un antiguo concejal (que formaba también parte del equipo que presentaba Rosa Romero) le dijo: «Bueno, ahora entonces votarás a Rosa, ¿no?», a lo que el empresario le contestó con una rotunda negativa, ya que los ideales del Partido Popular distaban mucho de los suyos. El concejal, visiblemente enfadado, le dijo: «Ah, ¿así es como le pagas la ayuda que te hemos dado?», a lo que el empresario le contestó que la ayuda que había recibido era fruto de una convocatoria pública a la que todo el mundo podía acceder. Además, el empresario dijo que la propia Rosa Romero conocía de sobra sus ideales, así que no creía que le hubiesen dado esa ayuda por ser precisamente afín al partido. El concejal, ni corto ni perezoso, le dijo: «Ya, claro, pero hombre, mira la ayuda que te hemos dado, ahora deberías votarla», a lo que el empresario contestó de nuevo con una negativa que ya rozaba lo cómico. El concejal se despidió de él con un solemne: «Si llegamos a saber esto, no te la damos».
Estas cosas dan que pensar. Y es que es tremendamente desolador pensar que los propios políticos siguen aferrados al lema de «o conmigo o en mi contra»: si no te doy dinero, puedo entender que me critiques, pero si te lo doy, es tu obligación estar calladito. Y esto, ¿por qué? Porque los políticos, aferrados, a su cateto partidismo, ni siquiera contemplan la opción de que el hecho de recibir críticas por parte de un ciudadano no tiene por qué significar que ese ciudadano tenga que ser partidario de la oposición. Parece que aquello de las críticas constructivas ya se ha perdido: ya no existen críticas constructivas y argumentadas, sino que solamente hay ataques. Esto quiere decir que si criticas a un Gobierno no es porque quieras que cambie algo, sino porque directamente quieres que ese Gobierno pase a mejor vida. Y los políticos, que se aferran a esta postura tan tremendista como neanderthal, optan por intentar llevarte a su lado y no conciben que, aunque recibas ayudas fruto de un ejercicio obligatorio de subvención, puedas criticar sus actuaciones.
¿Acaso el silencio es el precio que tenemos que pagar para recibir subvenciones? Me parece un precio demasiado caro.