Recuerdos de Almagro y del teatro (I)

Julián Plaza Sánchez. Etnólogo.– En el capítulo XI de la segunda parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, Cervantes cuenta la memorable aventura que sucedió a Don Quijote con el carro o carreta de las Cortes de la Muerte, que llevaba por los campos de la Mancha la compañía de Angulo el Malo.

Iba la tal carreta cargada de los más diversos y extraños personajes y figuras que pudiera imaginarse. El encuentro tiene lugar durante la semana de las fiestas del Corpus Christi, la llamada Octava del Corpus, cuando las compañías teatrales, tras haber actuado en las procesiones de las capitales, solían llevar sus autos sacramentales a los pueblos de la comarca.

El autor de comedias Andrés de Angulo “el Malo”, existió en la realidad. Su compañía era una de las más afamadas de la época. El auto sacramental de Las Cortes de la Muerte que estaban representando, se puede identificar con una pieza de Lope de Vega. El Siglo de Oro es la época dorada del teatro español que abarca los siglos XVI y XVII. Los dramaturgos de la época como Lope de Vega o Calderón de la Barca, son escritores universales, creando un cuadro costumbrista fuera y dentro del escenario que siglos después sigue siendo tan actual que es fácil identificarse con sus personajes, sus situaciones y la trama de sus historias.

En esta época los cómicos populares iban de pueblo en pueblo y de comarca en comarca en un carromato para representar. Su trabajo lo hacían por unas pocas monedas, por un plato de comida y un lugar donde dormir. Esto cambió cuando empezaron a representar obras de teatro en los corrales de comedias. El origen de los mismos habría que buscarlo en el siglo XVI, cuando a una compañía de cómicos se le ocurrió alquilar una posada donde pusieron un escenario y comenzaron a interpretar obras. También empezaron a cobrar entradas. Aquí es donde encaja el Corral de Comedias de Almagro, construido en 1628, y es actualmente el único que se conserva con representaciones anuales de obras del siglo de oro, en el Festival Internacional de Teatro Clásico.

En 1972 Almagro fue declarado Conjunto Histórico-Artístico por su impresionante patrimonio arquitectónico y cultural. Siempre ha albergado una fuerte tradición teatral, importante actividad en los siglos XVI y XVII. Como ejemplo de esta actividad teatral, se conserva de aquella época el Corral de Comedias que se alza como símbolo del Festival Internacional de Teatro Clásico. Este festival inicia su marcha en 1978 y transforma a Almagro durante veinticinco días en un gran escenario, convirtiéndolo en la cuna del teatro clásico. Como decía Calderón de la Barca en la “Vida es sueño” soñemos otra vez. Este año Almagro, debido a la crisis sanitaria provocada por el covid-19, celebrará del 14 al 26 de julio su Festival de Teatro, pero lo hará atendiendo a las medidas sanitarias, menos espacios escénicos y menos representaciones. La conmemoración de su 43ª edición se llevará a cabo con las garantías sanitarias tanto para trabajadores, compañías y público asistente. Las representaciones tendrán lugar en el Corral de Comedias, en el Teatro Adolfo Marsillach, en la Antigua Universidad Renacentista de Almagro (AUREA) y en el Palacio de los Oviedo, recuperado para tal fin hace dos años.

Pasé una buena temporada en Almagro, concretamente en el internado del colegio de los padres Dominicos. Podemos establecer la fecha de la primera llegada de los padres predicadores a Almagro, el 15 de mayo de 1538, para habitar el convento Ntra. Sra. de Rosario, edificado por don Fernando Fernández de Córdoba y Mendoza, Clavero de la Orden de Calatrava. Después de un paréntesis, con pérdida de su convento por la desamortización de Mendizábal en el siglo XIX, los dominicos volvieron a Almagro en 1903 y permanecieron hasta el 7 de agosto de 2017, fecha en la que el padre dominico Vicente Díaz entrega las llaves del convento de Ntra. Sra. de la Asunción, segunda residencia de los dominicos en la ciudad de Almagro, al obispo de Ciudad Real, su legítimo dueño. Podemos decir que  han transcurrido  479 años de la existencia y labor de los frailes dominicos en esta querida  ciudad.

El tres de mayo de 2019 presenté un trabajo sobre el colegio de los Padres Dominicos en Almagro, publicado por la editorial Serendipia.

En esta publicación quería plasmar la vida estudiantil y de convivencia que un puñado de jóvenes experimentó en primera persona en el colegio-internado de los dominicos de Almagro. Lógicamente centré el estudio en  el tiempo que me tocó vivir, pero supongo puede extrapolarse a otros tiempos y a otros protagonistas.

Solo recordando aquellos años de internado, es suficiente para retornar a los comienzos, que han quedado en nosotros cincelados de por vida. Durante ese tiempo conseguimos  hacer amigos, amistad que en muchos casos perdurará a lo largo de la vida.

De los primeros recuerdos que tengo de esa etapa, es el espectacular claustro renacentista del convento. También  quedé impresionado cuando descubrí la Plaza Mayor de Almagro,  lugar de obligado destino cuando salíamos a pasear. Al verla por primera vez lo que más me sorprendió fue su originalidad y sencillez. Pronto comprendí que era el centro de la vida de la localidad. Siempre estaba llena de gente y animada a cualquier hora. Al atardecer los lugareños paseaban por ella sin abandonar sus límites.  Los adultos aprovechaban para charlar y los niños para jugar.

Recorríamos las plazoletas cercanas a las iglesias, conocidas como pradillos, espacios para que los feligreses se pudiesen reunir después de los actos religiosos.  Callejones emblemáticos como el callejón del toril, calles con magníficas casas nobiliarias con escudos ilustres nos daban la bienvenida.  Destacar de entre todas ellas, la plaza o pradillo de Santo Domingo,  bordeada de palacios: el del marqués de Torremejía, el de los condes de Valparaíso. Aquí se levantó el convento de las monjas Bernardas y en sus alrededores se levantan algunas de las mansiones más nobles y blasonadas de Almagro. Iglesias, casas señoriales, conventos impregnaban en nosotros la sensación de transportarnos a otras épocas. Porque al caminar por sus calles nunca sabíamos con certeza si vivíamos la realidad del momento o si estábamos en la realidad de otros tiempos.

Los recuerdos son la base sólida de nuestra existencia. Como dice el neurocientífico argentino Facundo Manes: la vida no es la que vivimos, sino cómo la recordamos para contarla. Porque los tiempos pasados se hacen realidad en el presente. Porque cuando aparecen esos edificios con personalidad definida parece que nos trasladamos a la época en que se construyeron. Contemplamos un paisaje urbano que engancha y que no se olvida, por eso Josita Hernán canta a la niña viajera y nos dice que desea volver a Almagro, que quiere volver a respirar: el aire de su plaza / -cristal de encaje- / y subirme a la escena / pavonearme, / y en el corral, creída / hermosa y grande, / desmayar en el alma / mi personaje.

Como los personajes son protagonistas de todas y cada una de las obras de teatro, estos son los más apropiados para recorrer las calles y plazas de Almagro durante el desarrollo de la obra:

UN LANCE DE HONOR

I

               Al alba se escuchó el galope de un corcel que se acercaba. El  jinete se detuvo en los cañaverales del río, se irguió sobre los estribos para ver si era observado. Siguió un silencio y después un golpe seco, como el zambullido de un remo en el agua. Luego el cabrioleo del caballo y una grotesca silueta desapareciendo entre las sombras.

Dos viajeros que dormitaban entre los herbazales despertaron alarmados, pero tan sólo percibieron el bufido de las bestias que estaban pastando y el croar de las ranas. Habían tenido que eludir no pocas dificultades por trochas y caminos inacabables. El más viejo se incorporó acuciado por una malsana curiosidad, soltó el tabardo y asiendo un cuchillo corvo se dirigió al lugar donde se había detenido la cabalgadura. Caminó medrosamente y a pesar de la escasa luz vio un fardo que poco a poco se sepultaba en el légamo de la ribera.

               -¡Que me lleve el demonio si no parece una criatura! –se sobresaltó.

               Atrajo hacia sí el bulto y deshizo el rústico nudo, apareciendo ante sus ojos el cuerpecillo exánime y ensangrentado de una recién nacida envuelta en una toca de lino blanco que despedía un olor nauseabundo.

               -¡Por Cristo crucificado! Es una criatura extraída de las entrañas de la madre antes de cumplir la luna, –aseveró con irritación-. No obstante la envoltura me es familiar.

               Mientras tanto su compañero se estaba incorporando y después de desperezarse, examinó minuciosamente el atadijo quedando paralizado por la impresión. Advirtió su boca abierta y la lengüecilla negruzca inclinada hacia un lado.

-¡Pardiez! –exclamó el joven. La manta que la envuelve me es familiar.

               El joven la cubrió con ternura sintiendo un aguijonazo de desesperanza.

               -Ya no hay caridad –se lamentó.

               -Algunos nobles se permiten muchas licencias, para ellos la lujuria resulta lícita. La enterraré para librarla de las alimañas –dijo el anciano. Seguro que ni tan siquiera le han administrado el Santo Crisma. Una cría no nacida y difunta acarrea malos augurios. La deshonra se remedia con la muerte y supongo que la madre de la criatura ha sido ingresada a la fuerza en un convento. En la España de estos tiempos es el precio que tiene que pagar la noble doncella, por deshonrar a la familia.

               -La barbarie y la impiedad se han adueñado de estos reinos –comentó su compañero. Prepara las caballerías para seguir nuestro camino.

El buen tiempo se había mostrado al fin convocando los aromas perfumados de la primavera, aunque el día había apuntado gris. Los dos viajeros, mudos y con el ánimo un tanto alterado, tomaron la dirección de Almagro. Atrás quedaba el rio Guadiana con otro secreto en sus entrañas. El anciano, acomodado en el pescante, gobernaba una desvencijada tartana en la que colgaban bolsas de dientes, huesos, lancetas para sangrar y vasijas de brebajes, ungüentos y emplastos, mientras el otro lo seguía en una mula gruñona.

Después de toda una jornada de camino ante ellos se levantaba la espléndida villa de  Almagro. Comenzó a resplandecer cuando los maestres de la Orden de Calatrava la eligieron para centralizar su administración. Ahora los banqueros del emperador Carlos V se han instalado en ella, consiguiendo culminar su desarrollo socio-económico. El Emperador concedió a Jacobo Fugger y a Bartolomé Wessel la explotación de los maestrazgos de las órdenes militares, para pagar la deuda que contrajo con estos banqueros de Hamburgo.

El primer arrendamiento, por tres años, se concertó a primeros de enero de 1525 a razón de 135.000 ducados anuales. Los Függer comenzaron a explotar las minas de azogue de Almadén. Es entonces cuando se vinculan estrechamente a Almagro. Mandan construir un palacio renacentista como vivienda, un almacén y una ermita.

               De esta forma, la extinta Corte de los Maestres acapara de nuevo el interés del viajero, del mercader, de la farándula. La atracción que polariza ahora la villa de Almagro es comercial, al instalarse allí el centro de contratación minera de Almadén. Los almagreños de la España imperial, muy imbuidos todavía del espíritu medieval, se acostumbraron a ver discurrir por sus calles encaladas, anchas y tranquilas a gentes exóticas. Se trataba de personal especializado traído por los Függer desde Alemania.

               Los dos viajeros dejaron atrás un mes de rutas inseguras y privaciones sin término, por fin, ante sus ojos emergían los primeros edificios de Almagro. La mirada del más joven, un doncel de aspecto galán aunque sobrepasaba con creces la veintena, se iluminó con la apacible imagen que había surgido ante ellos.  Se quitó el bonete de fieltro verde y dejó al descubierto una nariz aguileña sobre un poblado bigote, perilla pulcramente recortada y una corta melena castaña que enmarcaba un semblante aceitunado y varonil. Aunque era un sanador, sabía conducirse como un caballero.

               -Me lo dice mi instinto, Facundo, aquí olvidaremos nuestras penas y cimentaremos un futuro halagüeño. Y si el Creador nos ayuda, la vida nos mostrará su cara más grata.

               Su compañero, por el contrario, era un anciano achaparrado, de edad indefinida, piel marchita y cabellera salpicada de hebras blancas, que lo miró enarcando sus cejas enmarañadas.

               -Nuestra vida consiste en trajinar con este carro de aquí para allá, curar pústulas y flujos y comer pan leudado con cecina, así que tanto me da sentar mis posaderas aquí, en Zaragoza o en Toledo –fue la lapidaria respuesta.

               -La existencia es un bien mezquino, lo sé, pero indispensable y tanto las risas como las lágrimas merecen por igual nuestra consideración –le sonrió el joven arreando la mula.

               Al pasar junto a un artístico edificio, antes de llegar a la puerta de entrada, se fijaron en el soberbio escudo situado en lo más alto de una de sus paredes. El más joven adivinó que era el escudo del emperador Carlos V, las armas de España y Austria, además de las dos águilas a los costados dejaban claro a quien representaba ese escudo. Ahora lo que había que  averiguar era por qué estaba en ese edificio.

               Casualmente pasaba junto a los viajeros un monje que por su hábito blanco, no podía negar que pertenecía a la Orden de los Padres Dominicos. Teodosio, el más joven, le preguntó:

               -Hermano, ¿ante qué edificio nos encontramos?

               -Están ustedes –contestó- ante la universidad y convento de Ntra Sra del Rosario que ha ordenado construir Gonzalo de Córdoba, con autorización del emperador  Carlos V.

               -Ahora me explico –contestó el joven- el escudo imperial que se alza en esa fachada.

               Los viajeros traspasaron la puerta de Villa Real y enfilaron la calle del mismo nombre. Al llegar a una iglesia se detuvieron justo enfrente de una posada, y al fijarse en el cartel de madera que colgaba en la encalada fachada pudieron leer “POSADA DE SAN BARTOLOME”.

               El viejo Facundo desvió su mirada hacia una bandada de cornejas que atravesaban en vuelo alocado.

               -¡Mal fario! ¡Pájaros agoreros por la siniestra!

               En un costado de la posada se abría una plazoleta llena de geranios y rosales.  El posadero, un cojitranco picado de viruelas los miró de arriba abajo y ojeó sus exiguas pertenencias, el deslucido carromato y los jubones recosidos, aunque no dejó pasar desapercibido la gallardía del más mozo. Con gesto servil los acompañó a la cuadra y después a un cuartucho de mezquino mobiliario y catre con copiosa dotación de chinches, exigiéndoles con la mano extendida unos maravedíes de adelanto.

               Los nuevos inquilinos se acomodaron en unos bancos de la hospedería, donde un zagal les sirvió vino aromatizado, queso de cabra y dos escudillas de un buen guiso de buey. Después de degustar la sabrosa comida, los viajeros se dispusieron a dormir una plácida siesta. Se dirigieron a su alcoba y los dos se entregaron a un sueño reparador. Entre el zumbido de las abejas y la oscuridad del aposento quedaron vencidos por el cansancio. Sin embargo, un progresivo rumor de voces, alarmadas carreras, portazos precipitados los despertó. Descorrieron los malolientes visillos y saltaron de los jergones. No podían creerlo: siendo media tarde, parecía de noche.

               Salieron a la calle y al volver la esquina del antiguo palacio maestral, se encontraron con un gentío silencioso que abandonaba sus casas atemorizados por la oscuridad que se cernía sobre ellos. Otras personas asomaban la cabeza por los ventanucos, cerraban celosías y murmuraban ensalmos con el espanto dibujado en el rostro, tratando de encontrar la explicación a aquellas inexplicables tinieblas.

               La negrura fue venciendo a la claridad y un negro abismo se apoderaba de los cielos. Un espanto supersticioso cundió entre los moradores y a Facundo, con las pupilas clavadas en el prodigio, le corrió un sudor frío por la nuca.

               -Señor, el aire se hace cada vez más frío y nauseabundo. Este portento nos acarreará infortunios.

               -Serénate  -le respondió el joven amo. El fenómeno cesará pronto. Los astrónomos lo llaman eclipse.

               Pero la ocultación pareció eternizarse. Los vecinos, presos del pánico, abandonaban sus puntos de observación y huían a las iglesias. Los rapaces se escondían entre las faldas de sus madres, como si temieran el poder de lo que estaba aconteciendo.

               -¿No oléis a azufre? La segunda venida se acerca –gritó un fraile acongojado.

               -Dicen que manadas de lobos hambrientos han llegado ante el sepulcro del Apóstol Santiago –aseguró un arriero.

               -Signos inequívocos de que la Bestia va a llegar –sentenció un capellán atemorizado.

               Todos permanecieron paralizados hasta que gradualmente el sol volvió a su forma natural, con una tonalidad encarnada para luego desparramarse en una cascada de luz.

               -¡Santa María dei Genitrix, ora pro nobis! –rezó un capellán de rodillas.

               Las personas se agruparon en las esquinas comentando sobre lo sucedido. Las campanas de las iglesias iniciaron tímidamente sus tañidos.

               Pronto se organizó una procesión a cargo de los frailes dominicos, que arrastró tras de sí a una turba de devotos angustiados y que recorrieron las calles entre rezos y fumaradas de incienso. Los guiaba un monje de pupilas enfebrecidas y sayal polvoriento, recitando versículos del Apocalipsis.

               -¡Señor Todopoderoso, el que era y es y ha de venir! –rezaban.

               -Estas gentes se hallan espantadas por el comportamiento del cielo –comentaba Teodosio camino de la posada-, y dominadas por la ignorancia y la visión penitencial del mundo que tienen estos clérigos. El universo está lleno de rarezas. Mis maestros de Salamanca utilizando las esferas de Nicolas de Oresme y las tablas de Roger Bacon pronostican de antemano estas maravillas.

               Un cálido soplo de azahar refrescó las cercanías de la posada. Se apresuraron y decidieron acallar el apetito con unas hogazas, un vinillo de Valdepeñas y un trozo de cecina.

               En la soledad de la habitación, el joven, antes de apagar el candil, hurgó en la bolsa extrayendo una escarcela donde guardaba sus pertenencias más preciadas. La desató cuidadosamente y sacó de ella un cilindro de cobre que encerraba sus títulos de licenciado por la Universidad de Salamanca. Atrás quedaban los años de estudios en sus aulas, el agotador peregrinar junto al fiel Facundo por los villorrios de Castilla y Aragón, sanando bubas y soldando huesos.

               Comenzó a recordar sus largas noches de estudio rebuscando como un hurón en bibliotecas antiguas, en los anaqueles de los monasterios donde curaba, hurgando polvorientos pergaminos arábigos de medicina o códices de los cirujanos de Córdoba

               Teodosio pensó que había hecho bien rechazando la oferta en Zaragoza ya que la peste no daba respiro. Entonces cogió un cálamo, un cuernecillo de tinta y un pliego para escribir:

               TEODOSIO DE GUZMAN

               FÍSICO DE LLAGAS Y HUMORES

               UNIVERSIDAD DE SALAMANCA

               -Ajústalo a unas cañas y colócalo en la puerta. Así nos conocerán –dijo Teodosio a Facundo.

               Estando en esta conversación se empezó a oír en la calle un alboroto y un repiqueteo de tambor. Seguidamente una voz ronca pregonaba que había comedia en el corral a las cuatro de la tarde, con entremés y sainete.

               Salieron a la calle y al doblar la esquina observaron como los parroquianos desocupados se arremolinaban alrededor del pregonero. En esos momentos cruzaba la plaza una bella doncella con su dueña. Teodosio no podía apartar la vista de la joven que,  a su vez, le regalaba una pícara mirada.

               -Facundo, ¿tú has visto lo que yo?

               -¿Qué ha sido eso?

               -Aquella doncella a la que acompaña su dueña, es lo más bello que he contemplado en toda mi existencia ¿Quién será?

               Un mozalbete que cerca se encontraba y que estaba atento a la conversación contestó a la pregunta.

               -Es la hija del conde de Wessel, mi señor.

               -¿Y quién es ese conde?

               -Es un extranjero que vino de Alemania, según tengo oído.

               Como era mediodía, Teodosio y Facundo buscan reponer fuerzas en el Mesón de la Plaza. Al pasar al zaguán una olla de cordero que colgaba de unos ganchos, exhalaba un apetitoso efluvio. Cuando llegaron a la bodega vieron como corrían los naipes amañados. Pululaban alrededor de las mesas truhanes, pedigüeños y algunas rameras pintarrajeadas. Junto a las tinajas, un grupo de estudiantes charlaban amigablemente.

               Una mujer se encaramó a una mesa, apartando mendrugos y jarrillos comenzó a contornearse al compás de una pegadiza musiquilla de vihuelas. Los saltimbanquis y los cómicos que la acompañaban la secundaron saltando junto a ella, llenando el aire del tintineo de los panderos y campañillas.

               Uno de los parroquianos, inflamado por la hermosura de la mujer, enjugándose el vino que le caía por la barba,  la asió por el talle. Esta sorprendida, ahogó un grito de rechazo, forzando por separarse del abrazo del hombre. En el acto enmudecieron los músicos y cesó la danza de los volatineros. Solamente el zumbido de las moscas se oía en la taberna.

               -¡Quieto! ¡Deja a la mujer tranquila! –lo detuvo Gonzalo el mesonero, cogiéndolo por uno de sus brazos.

               El hombre soltó violentamente a la mujer y lleno de ira desenvainó la espada que llevaba colgada del cinturón, dedicando una gélida mirada al posadero, quien rápidamente buscó en los clientes alguna ayuda. Repentinamente, surgió de la oscuridad un hombre maduro que, arreglándose su jubón remendado, se encaró con el pendenciero.

               -El posadero tiene razón, déjala en paz.

               -A mí no me da órdenes un renegado como tú –estalló colérico.

               Y antes de que pudiera ni contestar siquiera, blandió en el aire la espada dispuesto a descabezarlo de un tajo. Pero cuando todos pensaban que le machacaría los sesos, descargó el golpe en los mugrientos maderámenes de la mesa, que saltó deshecha en pedazos. Aunque con tan mala fortuna que una astilla de respetables dimensiones traspasó de parte a parte el brazo izquierdo del hombre, quien cayó con estrépito entre las barricas, con espasmos de dolor. Un reguero de sangre corrió por la almilla, pringando su mano crispada y un largo grito se le escapó entrecortado. El responsable de este desatino, empujando a diestro y siniestro, emprendió la huida.

               -Corre, bastardo, que pronto te cogerá la justicia –se lamentó el posadero aprestándose a auxiliarlo ¡favor este hombre se desangra!

               Discretamente, Teodosio se acercó y apartando a los entremetidos dijo:

               -Soy físico, preparad una mesa. Facundo, trae mi faltriquera.

               Teodosio extrajo la esquirla, ante el sobresalto del herido y la curiosidad de los contertulios. Aseó primero el brazo con agua del pozo y extracto de beleño, después cauterizó la herida con piedra xantrach. A continuación la cosió y vertió sobre ella una untura de agradable olor.  Cuando terminó preguntó al posadero de quien se trataba.

               -Es  don Miguel, –contestó- gran autor de comedias y dueño de la compañía de teatro Maese Miguel, que por cierto es la que representa en el corral que regento. Pero dígame ¿curará pronto el maestro?

               -La magulladura es limpia y curará en tres semanas –explicó el físico. La herida no se ulcerará y aunque la calentura le sobrevendrá en la atardecida, volverá a dirigir sus comedias.

               -Nunca me doblego, soy hombre de letras pero también de armas -señalando la tizona que llevaba colgada en la cintura- ¡vino para todos! Así nos repondremos del susto.

               Teodosio y Facundo ayudaron a don Miguel a incorporarse comprobando que su estado iba mejorando.

               -¿Cuánto he de pagarle por la cura? –preguntó agradecido.

               -Es la primera persona a la que atiendo. Me doy por satisfecho si nos invitase a  la representación.

               -Reciba vuestra merced mi gratitud, y eso que me pide delo por hecho. Pero dígame ¿a quién debo agradecer este acto?

               -Llegamos ayer a esta villa de Almagro con intención de abrir dispensario y botica. Mi nombre es Teodosio y el de mi asistente es Facundo, que tiene mucha habilidad en macerar hierbas y fabricar ungüentos para bubas.

               Un momento antes de comenzar la función el mesonero nos pasó, a través del zaguán, al corral de las comedias. Llegamos a un cuadrado rodeado de pilastras de madera en tres de sus lados. En la zona del escenario se encontraban las caballerizas. A la derecha e izquierda del tablado vimos unos aposentos enrejados. Enfrente del escenario había un espacio conocido como la cazuela en donde, según el mesonero, se tenían que aposentar las mujeres para ver la función. Los hombres se amontonaban en el patio, a cielo abierto.

               Pasamos hasta la primera fila, no sin dificultades. Los hombres se agrupaban con los sombreros en la mano, para no molestar a los de atrás.  Según la tradición don Miguel, como director de la compañía, se colocó en el centro del escenario y comenzó a recitar la loa:

               Aquí nos tienen, señores,

               y al ser cosa acostumbrada,

               debo decir las comedias

               que tenemos estudiadas.

               Variaremos cada tarde

               y escucharán, si lo pagan,

               Don Gil de la Mancha

               El Asalto de Corintio,

               El desdén de la abundancia,

               y otras muchas celebradas

               que escribieron los ingenios

               más estimados de España.

               Representaron Don Gil de la Mancha en tres jornadas. En la primera jornada el Duque de Alba invita a don Gil a acompañarle a la guerra con las tropas del emperador, a lo que accede con entusiasmo. En la segunda jornada don Gil se ofrece al emperador como aguerrido soldado para la empresa que le encomiende, pero queda desairado al no concederle ningún puesto. Don Gil coincide con el duque y el emperador pero los confunde con escuderos, ellos le siguen la corriente. Realiza una gran hazaña penetrando en el ejército enemigo sembrando la confusión de forma que los cañones se volvieron contra el mismo. En la tercera jornada don Gil es burlado y su tío va a buscarlo para que vuelva al pueblo.

               A la salida, mandé a Facundo que llevara una misiva a la dama que había visto por la mañana cruzando la plaza. Con cierto disimulo se acercó a donde estaba y consiguió entregar la nota que le había dado, en donde expresaba mi deseo de conocerla.

               Yo esperaba impaciente las noticias. Mi fiel servidor me comunicó que al día siguiente María iría con su dueña a la primera misa que se iba a celebrar en la iglesia de San Bartolomé. Ella era muy hermosa. Cuando la vi por primera vez, uno de sus rizos caía sobre sus hombros deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes y en el cerco de sus pestañas rubias, brillaban sus pupilas como dos esmeraldas.

               La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo y tomando el libro de oraciones de manos de sus dueñas se dispusieron para oír la misa.

               Al finalizar la misa me acerqué a su lado y entonces salió de mi boca una frase que no pude controlar.

               -Yo quiero saber si puedo amaros.

               -No lo sé, no lo conozco, aunque le diré que me agrada –comentó la dama.

               Una tarde, paseando por las calles de la villa, me detuve delante de un convento y lo contemplé durante un tiempo. De pronto, el sonido de una campana que tocaba pesadamente, me sobresaltó. Un edificio extraño, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo. Llegué a las puertas del templo y pregunté a uno de los harapientos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

               -¿Qué hay aquí?

               -Una toma de hábito –me contestó el mendigo interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después.

               Jamás había presenciado esta ceremonia, esto me impulsó a penetrar en su recinto. La iglesia era alta y oscura, sus naves estaban formadas por dos filas de columnas. De sus capiteles partían las arrugas de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula renacentista. De las lámparas de plata y cobre pendientes de las bóvedas y de las velas de los altares partían rayos de luz de colores diversos.

               No había muchos fieles reunidos. La ceremonia parecía que había comenzado hacia bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor bajaban en aquel momento los escalones, cubiertos de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a los religiosos entonar un salmo.

               Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objetivo de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. A través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Solamente pude distinguir las confusas formas de las religiosas.

               Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales con bordados de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales llegaron, al fin, a la reja del coro.

               Hasta aquel momento no pude distinguir cual era la virgen que iba a consagrarse al Señor. Una figura ligera, iba andando hacia la reja moviendo su traje blanco al andar y agitando el velo que llevaba prendido en el pelo. Pero, aunque se colocó delante de las velas que alumbraban el crucifijo, no se podía distinguir su rostro. Reinó un profundo silencio, todos los ojos se fijaron en ella y comenzó la última parte de la ceremonia.

               La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes, le arrancó de la cabeza la corona de flores y la arrojó lejos. Después la despojó del velo, entonces  su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y hombros.

               Me quedé paralizado. No podía ser. Era María la protagonista de la ceremonia; y si no lo era, ¿quién podía ser? Mientras pensaba, unas tijeras despojaban la bella cabellera a la novicia, cayendo al suelo los magníficos rizos que hasta esos momentos tenía.

               La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras. Los sacerdotes las repitieron y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos quejidos largos y tenebrosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en lo alto del campanario. Ella estaba inmóvil como si fuese de piedra.

               Siguieron despojándola de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta. Por último le quitaron su traje nupcial. Ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaban flores sobre su cuerpo, entonando una salmodia tristísima.

               -¡De profundis clamavi ad te! –decían las religiosas.

               -¡Dies irae, dies illa! –les contestaban los sacerdotes.

               Mientras tanto, las campanas tañían lentamente tocando a muerto. Yo estaba conmovido, pensaba que acababa de perder algo y sentía un inmenso desconsuelo.

               La nueva religiosa se incorporó del suelo y la abadesa le impuso el hábito, las monjas cogieron velas encendidas y formando dos largas hileras la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.

               Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz. En los primeros bancos descubrí a una dama que era igual a la novicia, tanto se parecían que eran como dos gotas de agua. Era María pero, entonces ¿quién era la novicia?

               La puerta del claustro se cerró, los sacerdotes cantaron un “Hosanna”, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía y las campanas de la torre comenzaron a repicar.

               Una vieja que estaba a mi lado, sollozaba y gemía agarrada a la reja.

               -¿Acaso la conocéis? –pregunté.

               -¡Pobrecita! Si, la conozco. La he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

               -¿Y por qué profesa?

               -Por “mal de amores”. Un galán altanero y pendenciero la cortejó. Después de dejarla en cinta desapareció. El padre decidió que profesara encerrada en un claustro, para lavar su honor.

               -¿Quién es ella?

               -Se llama Luisa y es la hija del conde Wessel, al que sirvo desde hace mucho tiempo.

               -¿Tiene más hermanos?

               -Tiene una hermana gemela que precisamente se encuentra aquí con su familia, en las primeras filas, junto a sus padres y hermano, don Jorge. Este ha jurado lavar el honor de la familia y ha prometido dar muerte al pretendiente.

               Salí de la iglesia como alma que lleva el diablo y recorrí en un santiamén la distancia que había con la posada. Allí me encontré a mi fiel Facundo y, después de relatarle todo lo que presencié, le pedí que me hiciera un favor.

               -Facundo, tienes que hacer llegar a María esta carta y esperar hasta conseguir una respuesta.

               -Bien señor, así lo haré.

               Otra vez Facundo consiguió llegar a la dueña y esta, después de entregar la carta a su señora, le comunicó que al día siguiente irían a misa vespertina al convento de la Asunción. Allí las monjas calatravas con sus hábitos blancos y cruz roja calatraveña, encubrirían el encuentro.

               El día se había levantado tormentoso, el sol ya en horas muy tempranas apareció con un color rojizo y el calor era insoportable. Facundo pronosticó que, lo más probable es que hubiera una tormenta al final del día. El trabajo se sobrellevaba bien, ya me había hecho una buena clientela y además me llamaban muy a menudo del hospital de San Juan para ver a los enfermos que allí atendían.

               Al final de la jornada, cuando nos disponíamos a ir a la cita concertada, una tormenta de truenos y rayos nos dejó el ánimo cortado. El día se había tornado parduzco y parecía que otra vez se iba a dar el eclipse, pero no fue así. Facundo dispuso un pequeño carruaje y nos desplazamos hasta la gran explanada que había delante del convento.

               Me llamó la atención, al entrar en la iglesia, el escudo de piedra que coronaba la puerta. Sobre un campo de alegre oro, un corazón de gules sangra en las garras de un águila y una inscripción: “Los colores alegres y el corazón cual vedes”.Después me enteré que representaba al linaje de los Padillas, maestres de la Orden de Calatrava. Según el sacristán que atendía la iglesia tenía un significado singular. Los maestres de Calatrava podían sufrir, pero lo que no podían hacer era llorar.

               La iglesia se encontraba en penumbra, era de una sola nave y estaba coronada por arcos góticos. Una lápida sepulcral de alabastro con una inscripción que dice: “Aquí iace el muy noble caballero frey García de Padilla Maestre de la Orden de Caballería de Calatrava cuya anima Dios aya. Finó a XXVIII días del mes de septiembre año del Señor de Mill  e CCCCL XXXVII”.

               La abadesa nos proporcionó una salita que se encontraba saliendo de la iglesia al claustro, la primera a mano izquierda. Allí María se interesó por mis intenciones ya que insistía en verla. Tenía miedo de ser deshonrada.

               -¿Iba yo a ser tan cobarde para deshonraros? Eso no, tengo demasiada conciencia para eso. Os amo, María, con todo honor y para demostrarlo quiero que sepas que mi deseo es casarme con vos.

               -No sé si decís la verdad o no –me contestó ella- pero lográis que os crea.

               -¿Dudáis todavía de mi sinceridad? ¿Queréis que os haga un juramento?

               -¡No juréis, Dios mío! Os creo.

               -Pues entonces, dadme un beso.

               -No. Esperad a que estemos casados.

               -Al fin voy a ser el más feliz de los hombres cuando seáis mi mujer.

               Cuando estábamos en estas pláticas entró Facundo muy sofocado, diciendo:

               -Señor, vengo a advertiros que no os conviene estar aquí.

               -¿Cómo?

               -Unos hombres a caballo han llegado y os buscan. Tenéis que salir de aquí, cuanto antes.

               -Me tengo que ir. Pero dime ¿tu hermana ingresó en el convento por voluntad propia?

               -Sí, su decisión fue irrevocable para expiar el pecado que cometió.

               Salimos a toda prisa atravesando el claustro renacentista con sus columnas de mármol de Carrara. El tiempo apremiaba y la puerta que daba al claustro estaba ya vigilada. Entonces pensamos subir por una magnífica escalera de piedra que conducía a la parte alta del claustro y a donde desembocaban las celdas.

               De repente se abrió una de las puertas  y un fraile asomando la cabeza nos indicó que pasáramos. Aunque al principio dudamos que hacer, pensamos que la mejor opción era entrar en la celda. Fray Baldomero, que así se llamaba el fraile, nos invitaba a permanecer hasta que los hombres armados abandonasen el convento. Era un hombre de pequeña estatura, calvo y su poco pelo que todavía permanecía en la cabeza era de color blanco.

               Algo extrañado por encontrar a un fraile en un convento de monjas, comencé a interrogarle.

               -¿Cómo es que habita en este convento?

               -Aunque no es normal, tengo autorización para estar aquí. Cuando se abrió el convento necesitaban una persona que supiese preparar ungüentos y brebajes para sanar a las personas enfermas que acoge el hospital.

               -¿Por qué no buscaron entre las monjas?

               Sí que lo hicieron y como no encontraron, ante el apremio que tenían por abrir el hospital decidieron buscar entre los frailes y aquí estoy.

               -No comprendo por qué os arriesgáis a encubrirnos.

               -Cuando oí a la abadesa que iba a venir un físico para una cita con una doncella, indagué y fui enterado de la fama que le precede como sanador. Quería hablar con vos sobre un problema que ocurre en el hospital y este es el mejor momento.

               -¿Cuál es el problema?

               Entonces nos indicó que le siguiéramos. Por una escalera interior en forma de caracol llegamos a la parte baja del hospital. En una habitación aislada en la que había un catre, en dónde parecía que había una mujer muy deteriorada y atada a la cama.

               -Es una vecina del pueblo –dijo Baldomero. Llegó con una dolencia que, en vez de curar, se agravó más y más parece como si estuviera poseída. Empezó a darse golpes y por eso tuvimos que atarla.

               Comencé a estudiar el caso, los síntomas si que me eran familiares. La mujer había llegado con grandes dolores de estómago y las pestañas legañosas, apelotonadas. Pasados unos días comenzó a caérsele el pelo. Lo que no cuadraba entre los síntomas era la locura que le había entrado.

               Facundo recordó que, en una ocasión, le contaron cómo una mujer del pueblo, la señora Segunda, estaba poseída con la gracia.

               -¿Qué es esa gracia? –preguntó Teodosio.

               -Es un don que sirve para curar ciertas manifestaciones del cuerpo que los físicos no pueden sanar.

               Sin perder tiempo nos pusimos en contacto con esa mujer, para solicitar su ayuda. Llamamos a su puerta. Vivía en una pequeña casa extramuros que parecía de juguete.  La puerta se abrió y pasamos a una pequeña estancia en donde, en un rincón, se hallaba el hogar. A la  espalda se situaba otro habitáculo en el que se podía ver un jergón.

               Tenía un aspecto agradable, aunque su cuerpo presentaba un cierto encorvamiento y en la parte superior de la espalda aparecía  una chepa que la obligaba a andar encogida.  Su pelo estaba recogido en un moño pegado a la nuca. Sus ojos brillantes, de un azulado intenso, ayudaban a armonizar los rasgos de la cara.

               -Buenos días señora Segunda. Quisiéramos pedirle un favor.

               -Ustedes dirán.

               -Conocemos a una persona enferma que se encuentra en el hospital de las monjas Calatravas y somos incapaces de curarla. Su mal presenta algunas características del mal de ojo pero con una variante diferente, ya que manifiesta cierta locura.

               -No me importa ir a visitarla para ver qué puedo hacer por ella, pero ¿van a permitir las monjas que lo haga?

               -No se preocupe por eso, lo hemos arreglado con el fraile que se ocupa de la enfermería.

               Cuando llegamos a la puerta del convento, fray Baldomero ya nos estaba esperando. Indicó un camino que llevaba directo al hospital, sin tener que atravesar el claustro. Después de pasar por algunas galerías dimos con la habitación en donde se encontraba la mujer con esa extraña enfermedad. La señora Segunda se acercó a la enferma cogiéndole la mano. Era la primera intervención para, de esta forma, intentar hacer salir el mal. El tiempo pasaba y la mujer no daba indicios de mejorar.

CONTINUARÁ…

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