Manuel Valero.- Manuscrito encontrado en la Biblioteca del Estado durante uno de los inventarios. Era un paquete de folios empaquetados en papel basto de envolver víveres pero atados con salvaguardas de cartón en los lados para amortiguar la presión de la cuerda. Son cinco cuentos de temática variada pero muy pegados a la simpleza humana que como todo el mundo sabe es lo más complejo de todo.
Los cuentos los firma un tal Martín Velasco, lo cual me sorprendió tanto como el hallazgo literario: ambos, el tal Martin Velasco y un servidor compartimos iniciales. No soy muy dado a las deducciones mágicas pero esa coincidencia me ha animado a publicarlos.
La confesión (1)
M.V.
Leí la carta nada más llegar a la casa. Estaba sobre la mesa del salón. Como era una tarde otoñal limpia y traslúcida como el sudario de una virgen, la luz del sol caía sobre ella como si la encendiera desde el otro lado de la cristalera que se abría al jardín. Había varios gnomos repartidos por el césped, uno de ellos vencido de un lado, y el otro, manco, indiferente a la soledad de los vivos. Me sentí patético. Una vez más. El salón y el insoportable recargamiento me volvieron a aturdir como la primera vez. Ni siquiera el piano junto al ventanal lograba despejar ese absurdo rococó de adornos inservibles. No quería volver a la casa, pero tenía una razón más que suficiente para justificar mi presencia allí. El señor Aliseda me insistió. La última vez que visité a la familia, Enrique estaba vivo, borracho, grosero y grotesco, pero vivo. Bebía porque no soportaba ser rico y porque no llevaba bien el deseo que sentía hacia los hombres. Se puede ser rico y maricón, no hay otro modo de sobrellevarlo. ¿Conoces a algún marica pobre? Me recordaba a uno de esos aristócratas ingleses sobre los que giran grandes historias, pero los Aliseda eran españoles, aunque el abolengo no llegaba más allá del bisabuelo que era un lañador que hizo dinero con el contrabando y luego con la ferretería y la línea de autobús que fundó y la compañía naviera que presidió y que fabricó barcos para la Patria de Franco que le hizo el honor de visitarlo en la casa de campo de Madrid durante la temporada de perdices.
¿Qué hacía yo allí? Me sentía profundamente incómodo. No quería saber nada de aquella familia grotesca que comulgaba por un lado de la boca y maldecía por la otra. Y, sí, también, por aquello.
Conocí a Enrique en la Universidad y ese mismo día en una terraza ante un vermut blanco me dijo que lo acompañara a su casa. Me acababa de conocer, en los pasillos de la Facultad de Medicina. Corría detrás de Ana, una chica espectacular, guapa y refinada. Esas dotes cobraron aún más mi admiración cuando me enteré que era hija de un portero urbano y que estudiaba con becas porque su padre fue condecorado por su valor demostrado en la toma de la Ciudad Universitaria. Enrique corría detrás de Ana y Ana alocadamente se topó contra mí pero logró esquivarme. Enrique me tiró al suelo, literalmente. Oh, lo siento. Ana, eres una estúpida. Perdona. ¿Como te llamas? Ven, te invito a un café o a lo que quieras. Así todo seguido, hablaba sin parar y yo apenas lograba poner orden en mi cabeza. Yo iba pensando en mis cosas, en mis amigos del pueblo, en mi novia de provincias, cuando vi a una chica que me esquivaba y a un tipo rubio de ojos saltones y cara de besugo que me dio un empujón y me tiró al suelo. Luego vino Ana y los tres nos fuimos al bar. Así nació todo. Así conocí a Enrique y a Ana. Eran amantes, no tenían compromiso. Y en más de una ocasión no fueron dos en el lecho sino tres. Otro hombre por supuesto. Inconcebible. Todo afuera era moral y disciplina y adentro todo era transgresión y vicio. Los ricos siempre han sido así, sobre todos los ricos que mandan sin que nadie les tosa. Es la discreta corrupción de la crema social. Solo es necesario aparentar recato, mucha fe en Dios y en los curas, y lo demás viene solo. ¿Te he dicho que me gustas? Qué pena que te gusten las mujeres, Damián, eres una antigualla.
Enrique era así, joven, alocado, rico, muy rico, irresponsable y muy supersticioso. Los ateos somos la gente más supersticiosa del mundo, decía.
No les voy a entretener con la historia que precede a mi visita a la casa de los Aliseda. Ya lo he dicho. El señor Aliseda el hermano mayor de Enrique, abogado de prestigio y el único que gestionaba el patrimonio de la familia con mano sabia, me lo había pedido. Tenían otras dos hermanas, Alba la mayor que se fue al mundo pobre a cuidar a los depauperados tras conocer a la madre Teresa de Calcuta y Carmencita, casada con un diplomático norteamericano con quien se marchó para siempre con evidentes deseos de abandonar la familia. ¿Y Enrique? Bueno, esa era mi misión. Hacía ocho años que no tenía contacto alguno con los Aliseda. Yo vivía en una ciudad manchega, llana y soleada, y ejercía de médico. También tenía mi propia consulta. La última vez que nos vimos fue muy desagradable. Fue en una boda. Enrique bebió desde por la mañana y en plena ceremonia, en una pequeña capilla dentro de la finca, apareció desnudo como un Adán. Los fotógrafos contratados por la familia fueron conminados a velar los carretes en ese mismo momento bajo amenazas terribles si lo sucedido llegaba a la opinión pública. Luego Enrique se metió en un cuarto en una de las alas de aquella casona inmensa y no salió en una semana. Yo me despedí de él por teléfono. Suerte. Cuídate.
Pero el otro día me llamó Álvaro Aliseda y me lo dijo. Enrique se había suicidado. No parecía estar muy extrañado. A mí tampoco me descolocó pero reconozco que sentí un profundo dolor al conocer el trágico final de mi amigo. Había una carta para mí escrita por Enrique. Antes de colgarse de uno de los balcones de la casa, escribió unas líneas.
Adiós, no volveré vivo. En el salón hay una carta para Damián.
Así que su hermano me rogó que fuera y cumpliera con la última voluntad de Enrique y sobre todo conociera la verdadera razón por la que se suicidó.
Leí la carta nada más llegar a la casa. No era muy extensa, tan solo un párrafo.
Te estarás preguntando por qué y seguro que tú tampoco te habrás sorprendido. Al fin y al cabo yo era un pobre loco rico. Pues bien te lo voy a decir: Me he matado por no matarte a ti, despreciable ser, tonto. Te he amado como un niño, con el temor y el fervor de los chiquillos a las imágenes santas. Te espero en las tinieblas. No te retrases. Os vi. Miserables…
No sé cómo lo descubrió. Mi aventura con su hermano Alvaro fue una travesura en vísperas de aquella boda. Llegamos la tarde anterior y celebramos una cena íntima. Hablamos mucho y bebimos más. Alvaro me miraba con deseo… Supuse que Enrique al que creía ausente de la casa debió vernos oculto entre las cortinas o entre la sobrecargada amalgama de objetos absurdos. Esa fue la razón por la que pisó desnudo y borracho suelo santo y por la que estuvo una semana sin salir.
Leí la carta nada más llegar a la casa. Y su confesión. Pese a su forma de ser jamás lo sospeché. Todos éramos jóvenes, ricos, amorales… Y los Aliseda eran un apellido ilustre, recto, virtuoso.
La vida es muy extraña y está llena de recovecos. Al fin y al cabo aquello fue una sola vez. Y debo confesarlo: no me gustó.
Rompí la carta en mil pedazos que me guardé en el bolsillo. Álvaro me llamó a la semana siguiente interesándose por el contenido. Se aburría, le dije, tu hermano se aburría. No fue demasiado original. Cuando los ricos se aburren se suicidan, cuando los pobres se aburren, se juntan y se revolucionan. Y colgó
Alvaro Aliseda es un rico diletante, xenófobo, tóxico y medieval. Lo odio por eso.
Regresé a mi consulta. Nunca más volví a verlo. Soy feliz con María, me ha dado paz y tres hijos. Y cada vez que entra el primer paciente del día a que lo ausculte me parece una bendición.
Y es que todos somos un cuento que soñamos ser leídos al calor de una sonrisa, o con la caricia de una lágrima. Interesante hallazgo…..