(primera parte) —Bien. Ha llegado el gran momento. La gymkhana de las puertas medievales. —Un murmullo de sorpresa invadió la habitación—. Desde ahora, no podemos hablar nada. Nada de nada. Ni cuchicheos ni secretos ni bromas. Ningún ruido —dijo mirando a Lucas y sus amigos—. Tampoco llantos ni quejas —se dirigió a Sofía, que la miraba embelesada—. La primera clase que llegue hasta la otra torre y baje a la puerta que da a la calle gana.
Lucas levantó la mano.
—Seño, ¿cuál es el premio? —preguntó el niño.
—El premio… —Amelia dudó apenas unos instantes—. Todavía no lo tienen decidido, pero he oído a los organizadores hablar de tablets para todos. —Es lo que siempre andaban pidiendo, aunque fueran aún muy pequeños. Continuó—: Bien, las normas son silencio absoluto. El jurado nos está vigilando a través de cámaras ocultas. —Los niños miraron alrededor buscándolas—. Están muy bien escondidas para que no podamos hacer ninguna trampa. ¿Habéis visto el pasillo de piedra?
Todos asintieron en silencio.
—Bien, pues hay que ir reptando hasta la otra puerta. Primero, irá Fátima —señaló a la guía— y abrirá la otra puerta. Después, de uno en uno, iremos reptando en silencio —repitió— hasta allí. Ella nos ayudará a bajar las escaleras.
Fátima dijo que no con la cabeza.
—Estará la mamá de… —Se volvió hacia Mara. La guía continuó—: La madre de vuestra compañera os ayudará a bajar los escalones. Son muy altos y están un poco viejos. Ella os ayudará para que no os caigáis. —Sin querer, miró los zapatos de tacón y la falda de tubo que tapaba las piernas de Mara. Se encogió de hombros.
—Yo os colocaré en fila aquí, para ir saliendo de uno en uno y en silencio —retomó la palabra Amelia.
Fátima salió por la portezuela deslizándose como un gusano por el suelo. Ajustaba los codos en las junturas para darse impulso y arrastraba las rodillas.
«Se tarda mucho. No lo conseguiremos», pensó Amelia mientras la observaba. Notó que alguien le tiraba de la manga. Lucas, ansioso, se golpeaba el pecho pidiendo con gestos ser el siguiente. «Mierda, tengo que organizarlos para que no se descontrolen». Lucas tenía que ir solo. Eso estaba claro. Además, tenía que separar a sus amigos, que siempre se alborotaban cuando estaban juntos. Decidió que la primera sería Lucía. Era formal, aplicada y, si los demás veían que ella lo hacía bien, el resto, al menos la mayoría, se sentirían más seguros. Se hizo la lista mental de cómo sacarlos.
Cuando Fátima consiguió abrir la puerta del otro lado, sonrió. «Primer paso conseguido». Ahora era el turno de Mara. Dejó con una elegancia improcedente en aquel momento el bolso en el suelo y los zapatos de tacón al lado. Se enrolló la falda de tubo por encima de los muslos. Dejó entrever un poco de encaje negro. Los niños se daban codazos en secreto y alguno se tapó la boca para no sonreír. Amelia vio, sorprendida, cómo se deslizaba rápidamente por el suelo. Mentalmente, le seguía el ritmo. «Uno, dos, uno, dos». Se notaba el pilates de las mañanas. Llegó al otro lado sin apenas despeinarse.
Los fue colocando por el orden que ella creyó oportuno. Les recordaba el silencio poniendo el dedo índice sobre la boca y otras, haciendo el gesto de cremallera cerrada. Los niños estaban nerviosos, pero de momento no decían nada. Empezó Lucía, que lo hizo rápido, siguió Daniel, Lucas, Rut. Cuando estaban muy cerca de la puerta, los brazos de Fátima asomaban por la abertura de la puerta y los metía rápido.
Amelia, mientras tanto, en la otra sala, notó que la pequeña Sofía estaba muy nerviosa. No hacía otra cosa que estirar su vestido y mirar sus zapatos. Sabía lo que estaba pensando la niña. Se acercó a ella por detrás.
—Una vez una princesa medieval lo tuvo que hacer también. La princesa llevaba un vestido de tul y unos zapatos de cristal. Los demás le decían que no lo conseguiría vestida así. —le susurró muy bajito. Recordaba que Cenicienta era el cuento preferido de la niña—. Pero la princesa se arrastró y llegó al otro lado, con su vestido hecho harapos y los zapatos destrozados. No le importó en absoluto el vestido roto ni que no pudiera volver a ponerse los zapatos tan bonitos, porque había conseguido que todos ganaran.
La niña la miró y le sonrió. Era su turno. Amelia se asomó para ver que, a pesar de que los codos se le raspaban al rozar con las paredes, no se paró ni una sola vez. Avanzaba deprisa, sin mirar atrás. El silencio sepulcral dotaba más emoción a la escena.
Amelia hizo un recuento mental. Quedaban siete. Se acercó un momento a la ventana que daba al casco viejo y vio los cuerpos que seguían en el suelo. Oteó un poco más para ver si vislumbraba a algún encapuchado. «Puede que ya los hayan reducido», pensó esperanzada. Pero, de repente, se volvieron a oír disparos no muy lejanos.
Volvió donde estaban los niños, un poco asustados por los extraños ruidos a los que no ponían nombre. Lucas hizo un gesto de disparar con pistola y Amelia tuvo que sujetarlo de las muñecas para que parase. A cada uno le daba una suave palmada en la espalda y les hacía el signo de la victoria con los dedos. Seis, cinco, cuatro…
Entonces se fijó en Nicolás. Siempre era el último que hacía las cosas en las excursiones porque tenía que ir con ella de la mano. Era la única a la que se la daba. En ese momento, cayó en la cuenta de que no podrían atravesar el adarve los dos a la vez. No cabían en el pasillo. Ni siquiera se había parado a explicárselo con detalle al pequeño. Estaba muy nervioso, porque no paraba de moverse de un pie a otro. No sabía qué hacer ahora. Si Nicolás notaba que algo no iba como siempre, se pondría primero a hablar en voz muy alta y después a gritar. Miró a los que quedaban. Lucas era el siguiente. Cuando este estaba a punto de salir, lo cogió del cuello de la chaqueta y lo echó para atrás. Le pidió disculpas juntando las manos. El niño iba a replicar que era su turno, pero la cara de la maestra le mostró que no era el momento adecuado. Salió el siguiente.
Colocó a Lucas delante de Nicolás. Era una buena estrategia para los dos. Lucas se comportaba de forma muy diferente cuando le tocaba hacer algo con Nicolás. Dejaba de ser el gracioso, el de las bromas, el chulito, para hacer todo lo posible para que Nico siguiera bien.
—Nicolás, esto es como en clase Educación Física cuando nos metemos en el gusano. Tenemos que hacer lo del gusano, ¿vale? —Le miró a los ojos buscando respuesta, pero solo vio el brillo de los ojos negros que la contemplaban en silencio.
Lucas hizo un mohín de enfado señalando las cámaras invisibles. Amelia le respondió, con gestos, que no la habían visto. Lucas salió bien. Tumbado, puso el codo derecho, el codo izquierdo, rodilla derecha, rodilla izquierda.
—Ahora, el gusano, Nicolás —susurró Amelia al pequeño.
Vio que Nicolás hacía lo mismo que Lucas. Ella salió en cuanto tuvo hueco. Cabía a duras penas y eso que ella era delgada. Avanzó un poco, pero de pronto notó que algo raro pasaba. Los pies de Nicolás no se movían. Se asomó en el pequeño hueco que había entre la pared y el niño y vio que Lucas estaba parado.
«Este va hacer alguna tontería». De repente, se oyó un estruendo abajo, seguido de muchos golpes y gritos. «Es la puerta. La han derribado». Y entonces miró hacia arriba. Unos ojos azules la atravesaban desde la torre derecha. El pasamontañas de color negro no dejaba ver más del rostro que la miraba fijamente. A Amelia se le aceleró el corazón. «Nos va a matar». Cerró los ojos de forma instintiva, pero no sintió nada. Los abrió de golpe.
—Seño, el ciempiés. Nicolás está haciendo el ciempiés —oyó la voz suave de Lucas.
El «gusano» era un ejercicio de motricidad en el que iban reptando por el suelo. El de atrás cogía los tobillos del que estuviera delante y se quedaban quietos. Hasta que el siguiente no cogía los tobillos del segundo, este no soltaba los del primero. Y entonces ese podía avanzar una vez. Amelia cogió entonces los tobillos de Nicolás y este soltó los de Lucas, que aprovechó para escapar rápidamente hacia donde le esperaba Fátima, nerviosa porque no entendía la parálisis de Lucas.
Amelia soltó los tobillos de Nicolás, pero este no avanzó. Volvió a mirar hacia arriba y los ojos azules seguían mirándola. Ahora se añadía a la escena un rifle apuntando a las piernas de ella. Nicolás empezó a revolverse. Amelia intentó recordar todos los métodos que le había dicho su madre para tranquilizarlo, pero ninguno le venía a la cabeza. Las voces de abajo se oían más cerca, un idioma que no entendía. Y, de repente, mientras intentaba discernir qué lengua hablaban, vio a la madre de Nicolás en el patio pasándole la mano por la espalda de abajo a arriba. «¿Cuántas veces me dijo, joder? ¿Ocho? ¿Diez? Era un número par». Decidió hacerlas despacio para que al llegar al número exacto el niño se empezase a mover.
Una, dos, tres… Nicolás seguía revolviéndose. Las voces se oían cada vez más cerca. Cuatro, cinco, seis… Ahora la respiración de Nicolás no era tan acelerada como la de Amelia, que sentía las voces ya en la sala. Siete, ocho… Las voces extranjeras salían ya de la portezuela. «Están aquí, están aquí». Nueve, diez… Y Nicolás movió los codos y las rodillas. Ella iba tan pegada a él, que ni siquiera se dio cuenta de que a veces las zapatillas blancas del niño le daban en la cara. Miraba arriba y los ojos azules seguían detrás de la mira. Ahora ya eran gritos, estaban detrás. De repente, las zapatillas blancas desaparecieron de su vista y los alaridos de Nicolás le retumbaron en los oídos. Fátima lo había cogido de los brazos y aupado para meterlo más deprisa.
Una voz seca y grave le paralizó la espalda. No sabía qué le estaba diciendo, no entendía nada. Amelia sentía que lo tenía encima. Miró a los ojos azules, implorando que acabase ya. Los niños estaban a salvo. Ya no importaba. Intentó avanzar, pero en ese momento ya no coordinaba los movimientos de codo y rodilla. Las piedrecillas que fueron levantando los niños con el arrastre se le clavaban a través de la tela fina de los pantalones. La voz volvió a gritar. De repente, llegó el silencio y un golpe seco en el suelo. No supo qué había pasado. Y, aunque se repitió que no debía mirar atrás, lo hizo, como la mujer de Lot. Pero no había ciudad destruida, solo un cuerpo vestido de negro que yacía sin vida justo en la puerta. Miró los ojos azules de nuevo. El rifle seguía apuntando a la puerta. Consiguió llegar, pese a las voces que salían detrás del cuerpo inerte. En la puerta, cuatro brazos la arrastraron y la auparon para después dejarla en el suelo. Fátima no estaba. Amelia miraba alrededor en la sala. Uno de los policías la empujó con suavidad hacia la escalera. Le indicó que bajase con cuidado y volvió con su compañero hacia la puerta.
Amelia bajó como pudo, porque las gelatinosas piernas le temblaban. Llegó abajo y solo vio a más policías.
—Los niños, los niños… ¿Dónde están los niños? —preguntaba desorientada.
Una policía le puso una manta sobre los hombros y la acercó a una ambulancia. Allí estaban Mara, con su hija Sofía en brazos, y Fátima. Sofía, con las rodillas ensangrentadas, como su madre, que aún no se había bajado la falda, le sonrió.
—Mamá y yo ya no estamos tan divinas.
—Ay, hija, estamos vivas, que es mejor —le contestó su madre apretujándola aún más.
Al lado, salía una algarabía de voces infantiles de la parte trasera de una furgoneta. Se asomó con cuidado. Estaban todos… ¿Todos? No, no veía a Nicolás.
—¿Nico? ¿Dónde está Nico? —preguntó alarmada.
Fátima le señaló la ambulancia donde estaban apoyadas.
—Está descansando un poco. —Se retiró el pelo que le tapaba la cara—. Lo siento, no sabía nada y le agarré muy fuerte… Se puso a chillar y no podía pararlo. He tenido que bajarlo en brazos y no paraba de darme patadas y pegarme.
—Tranquila. ¿Está bien?
—Sí, sí. Sus padres estaban detrás del cordón. Bueno, están los de todos. —Señaló hacia las furgonetas que hacían de parapeto.
Lucas asomó la cabeza.
—Seño, ¿hemos ganado?
Amelia sonrió. Miró de nuevo a la torre, ahora quedaba la izquierda, pero no vio los ojos azules ya más.
*************************TRES MESES DESPUÉS*****************
Amelia se acercó al homenaje a las víctimas y al reconocimiento de los héroes locales de aquellos aciagos días. Ella había conseguido que no se hablara de su acto. «Bastante rapapolvo me echó el comisario». Que había sido una insensata, que había puesto en peligro a todos los niños y a ella misma, que de héroes está lleno el cementerio y blablablá. Ella estaba contenta por haber salvado a los niños, era lo único que importaba. Esa noche habían podido abrazar a sus padres y dormir sin darse cuenta apenas de lo que acababan de sufrir. Porque para ellos fue todo un juego, uno que ganaron y que aún estaba por decidir qué premio dar, porque lo de las tablets no coló. Ya se encargaba Lucas de recordárselo todos los días. Él estaba empeñado en que habían pillado a la seño hablando.
Se puso en la parte de atrás del auditorio apoyada en la pared. El aforo estaba completo. Hubo setenta y ocho muertos, cientos de heridos. Los asaltantes, que reivindicaban una toma de la ciudad ocurrida siglos atrás por sus ancestros, se suicidaron en la torre del alcaide después de un asedio policial de dos días. La ciudad poco a poco retomaba su actividad diaria, aunque se notaba el miedo permanente en los habitantes. El turismo iba subiendo lentamente; la alcaldesa pronosticaba que a partir del verano iría mejor.
En el colegio, después de hablar con los psicólogos que atendieron a los niños, habían decidido, a petición de Amelia y los padres de los niños, no decirles la verdad todavía. Siguieron manteniendo la historia del juego, que en pocas semanas desapareció como tema estrella para dar paso a las discusiones por el balón, a los llantos por las rodillas peladas en el patio, a las quejas por tirones de pelo y a dolores de tripa ficticios que buscaban un consuelo de las maestras durante el recreo. Lo normal, lo de antes. Aunque ahora Lucas se quedaba rezagado en los partidos, vigilaba a Nicolás, que se sentaba en las gradas, para aplaudirle y le dedicaba los goles, que celebraba saltando y haciendo una pirueta que ensayaba en los recreos. Otras veces, se quedaba con él jugando a unas cartas de animales en vez de ir con sus amigos.
La pequeña Sofía estuvo un tiempo yendo al cole con los zapatos brillantes en vez de los escolares. Cuando algunas compañeras le recriminaban que tenían las puntas muy gastadas y estaban arañados, ella sonreía y decía que daba igual, que esos zapatos le daban suerte.
Y Amelia disimulaba como podía las ojeras porque las pesadillas no le dejaban dormir. Cada noche revivía ese día con pelos y señales, se despertaba oyendo la voz encima de ella y luego el silencio, el cuerpo taponando la puerta, los cadáveres esparcidos por la calle y los ojos azules que no la mataron. Y, con los ojos azules, se despertaba. Tardó en entender que estaba allí para salvarla. Indagó para darle las gracias, pero nunca le supieron decir quién era.
Ahora, mientras a oscuras ve las fotos de las víctimas, se estremece al pensar que ella y sus niños podían estar en ese vídeo. «El comisario lleva razón. Fui una inconsciente y los puse en peligro». Pero estaban todos en casa. A salvo. Mara propuso hacer un grupo de WhatsApp con las tres, pero Amelia declinó la invitación. Estaban unidas ya por la hazaña, para siempre, de por vida. Sabía que Fátima se había ido de la ciudad: un trabajo nuevo, le dijeron cuando llamó una vez para preguntar por ella. Mara y ella no habían vuelto a hablar de la situación vivida. Volvió a ser la elegante madre, que hacía pilates por la mañana, con los zapatos y bolso de marca a juego. Solo el que fuese más observador se daría cuenta de que las medias de cristal dejaban ver dos pequeñas marcas en las rodillas, de las que solo ellas sabían el origen.
De repente, una voz a su lado interrumpió sus pensamientos.
—¡Fuisteis muy valientes!
Ella se incomodó. En teoría, nadie sabía lo que habían hecho, aunque hubo filtraciones a la prensa que el comisario consiguió acallar.
—No sé de qué me habla. —Si era un periodista buscando carnaza, ella no se la iba a dar. Se dio la vuelta y retiró la cortina para salir. Abrió la puerta del auditorio y salió muy rápido al hall. Oyó que alguien venía detrás.
—Temí que no pudieras conseguirlo. Solo un instante dudé. Y ese instante hizo que casi fallase —la voz grave tembló levemente al acabar la frase.
Amelia se dio la vuelta para contemplar al hombre que le hablaba. Era más alto que ella, moreno, con la sonrisa de medio lado. Se mordió los labios al ver la cara y descubrir los ojos azules que la miraban. Sonrió. «Este puede ser el final de la pesadilla».
—¿Tomamos un café?
—Sí, claro.
Salieron juntos del auditorio sin hablar.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Una segunda parte de un relato atrapante con un manejo magistral.
Por cierto, la figura de la situación imaginaria del ‘juego’ me ha recordado la película «La vida es bella» de Benigni de 1997…..
Sí, Charles, no solo en la ficción. Muchas noticias que pasan desapercibidas para nosotros nos cuentan lo mismo: que, con niños, lo mejor es jugar. 😉