Manuel Valero.– He salido hoy al balcón a ver niños. A ver la calle con niños. Y he visto unos cuantos de la mano de un adulto. He deducido que se trataba de la madre o del padre porque quienes los acompañaban no tenían el aspecto del abuelo heroico y sufridor, y sí la lozanía de la juventud paterna o materna.
Iban contentos, no demasiado alejados y caminaban de ese modo saltarín con que demuestran su despreocupada inocencia. Posiblemente a los más peques el adulto le habrá contado una mentirijilla, que el virus se ha ido al campo o que se ha escondido porque se había enterado que era la hora de los niños.
Lo que es la vida, crecemos con mentirijillas: Si los llevan al médico a ponerles una inyección les dicen que van ver a un señor que les va a dar un caramelo o que el pinchacito es un juego para ver lo fuertes que son. La mentirijilla mayor de la infancia era la de los Reyes Magos. Al menos antes. Era comprobar que lo de los Monarcas era un cuento chino, perdón, oriental de más para acá, y ya estaban echadas las raíces de un republicanismo incipiente. Y eso que los camelleros o caballeros, eran la viva imagen de la integración racial, aunque en honor a la verdad, o la mentira, el moreno, siempre era el último.
Es la constatación de que la vida está hecha de verdades y mentiras y que son con las piadosas con las que primero nos embaucan. Da igual. Ha sido reconfortante. No he visto muchos pero sí los suficientes niños como para que la calle se sacudiera su mustia soledad.
Supongo que con el andar del día, tras el parón del ecuador de la sopa, saldrán, quienes aún no lo hayan hecho a caminar a saltitos o a trastear con un juguete con cuidado de no arrimarse a otro chiquillo, por si acaso lleva el virus pelotero entre el dodoti. Otra mentirijilla. O no. De vuelta a casa me he imaginado que quienes vivan con los abuelos le habrán contado la aventura alucinante de pisar la calle luego de cuarenta y pico días sin destrozar pantalones. ¿Y el abuelo? Pues que tras las consabidas carantoñas habrá gruñido por la tardanza de su turno. Y con razón. Porque ya pesa esta reclusión que te obliga deshojar las horas con tiempo para todo. Incluso para pensar, recordar, volver a pensar, volver a recordar.
No es que la cosa sea tan trascendental como para que examines el recorrido de tu peripecia en un juicio sumarísimo, pero algo de ello habrá. Demasiadas horas, por más que leas, escribas, cocines, oigas música o la destroces si eres aficionado a un instrumento, como es mi caso, hagas estiramientos o salgas al balcón a aplaudir. Porque esta es otra. ¿Cómo no se va a merecer el personal sanitario el ruidoso reconocimiento y gratitud de quienes estamos en sus manos, ahora o mañana? ¡Y un monolito que rasque las nubes como señal de una memoria agradecida si hiciera falta! Como el de las personas que no lo superaron. Sus familias caminarán por mucho tiempo con la herida abierta.
Pero pasada ya la cuarentena , stricto sensu, a uno le parece que algunos vecinos se toman lo del balcón como una fiesta. Es bueno no sucumbir a la tristeza pero el Resistiré se aproxima ya al tedio del desgaste reiterativo. Reconocimiento, sí; flolclorización balconera, tengo dudas. Demasiada pena carcelaria ya aunque sea en la comodidad del hogar, no todos, claro. Por mucho que haya sido voluntario a la fuerza, colaborativo y solidario, seguimos casi en las mismas. Cada día viene a ser así como un tobogán, unos días arriba; otros abajo… del humor. Malpensados. O el mismo día dale que te pego de subir y bajar tanto que terminas la jornada hablando ruso.
Dicen los psicólogos, que junto a los filósofos es el otro gremio que ayuda a abordar la situación desde otra perspectiva, que no conviene pensar en el futuro. Hoy, ahora. Carpe diem, y tal. Pero no. No se le ve color a este túnel súbito que nos hace añorar el mes de febrero como el último mes socialmente feliz de nuestras vidas. Nuestro gobierno y el equipo de expertos que lo asesora no parece que tengan clara la hoja de ruta a partir del 2 de Mayo, buena fecha, porque aunque con detallitos, los ciudadanos no tenemos ni idea de cómo será finalmente la vuelta al suelo desde la calamitosa cumbre, si irá por barrios, esto es, si por regiones, provincias, ciudades, gremios profesionales, si habrá abiertos establecimientos hosteleros y cuando y cuántos, si habrá actividades culturales, si se abrirán los museos o las librerías. Si habrá fútbol y toros.
¡Como será la cosa que ni los hemos echado de menos! Si retomaremos por la brida el caballo de la recuperación económica, consumiendo productos de aquí, abarrotando el pequeño comercio, dinamizando la industria, creando una industria de productos sanitarios, que es que nos ha pillado el torito con entrada y salida por ambas ingles… Cuándo volveremos a la feliz monotonía de ayer, y si el día en que todo vuelva a ser casi como antes, habrán aparecido nuevas pautas de conducta que nos hagan más respetuosos con el medio ambiente (las hojas de mis plantas están más limpias que la patena), y en el trato mutuo. Esto es lo peor. Imaginarse que en el meridión profundo de la Europa de clases, porque las hay, en la España bullanguera vamos tener que saludarnos a lo nipón mientras creemos escuchar un gong ceremonial es muy fuerte. Ir a un bareto a dos metros unos de otros, o a comer a un restaurante enclaustrados en mamparas… es para ir con apetito ¿eh?
Adiós a la conversación a voces, los golpes en la espalda, despotricando contra todo lo que se menea porque cada cual es experto en cualquier materia. Enmascarados, tal vez enguantados, hasta que el cuerpo (social) aguante y sane, o la ciencia haya dado con el antídoto… Demasiado cuesta arriba se le hace a uno que supura ardor mediterráneo por los cuatro costados. Como cualquiera de vosotros, supongo.
De momento, voy a seguir viendo niños, que los toros se ven muy bien desde la barrera, (lo que habrán pasado las parejas con niños chicos), como el bicho que nos rodea, muy bonito todo desde la barrera.
Por lo menos los niños en estas horas son un aviso de vida, de que la vida resiste sin necesidad de entonaciones malayas, y de que al final del desfiladero hay un futuro que… Benditos.
Salud y saludos.
Parece que cada día está más claro que la empatía y la solidaridad en este caso (en todos los casos en España) son inversamente proporcionales a la incidencia del virus.
Al final solo se va a salvar la gente inteligente. No será malo, pero sí muy duro.
Es cruel decirlo, pero así es. Entre los cuñaos que todo lo saben y que harán lo que les salga de las pelotas, la gente mayor (todo el cariño del mundo hacia ellos) que ya no entienden la maldad que arrastra el bicho y no van a poder-saber cumplir todas las normas de higiene, y los niños a los que es imposible controlar para que no toquen nada, estamos bien jodidos.
Solo nos quedan dos medicinas: solidaridad y empatía, pero están como las FFP2, agotadas…
Los niños en la calle. Un pequeño rayo de esperanza…..