José Antonio Casado.– Fue una sensación incómoda. Cada mañana, al despertar, los quince primeros días del confinamiento me sentía fracasado, derrotado, vencido, deprimido. Que un bicho de proporciones mínimas pusiera patas arriba mi vida y la de todos los que comparten el mundo conmigo, me parecía injusto.
No encontraba la proporción, algo que me permitiera entender lo que estábamos padeciendo. Me parecía tan irracional lo que estaba viviendo que preferí dejar macerar la sensación, a ver si encontraba alguna idea con sentido.
No es que la haya encontrado, pero me he ido armando de un contexto que quizá me permita digerir de algún modo la derrota. Rastreé los filósofos griegos y me acordé de la caverna de Platón, ese lugar en el que vivimos los mortales y en el que solo percibimos las apariencias de las cosas, sus sombras, la “doxa”. La realidad vive en el mundo inteligible, donde la mente podrá ver las ideas cara a cara, sin intermediarios, una vez despojada de la materia que la individualiza. Seguí por San Agustín y su “De civitate Dei”, escrita cuando el santo iba para viejo, que consta de más de veinte libros y se presta a las más peregrinas divagaciones. Trata San Agustín de explicar por qué cayó el imperio romano, que había sido invadido por los visigodos, bárbaros donde los hubiera, llegando a la conclusión de que el mal de Roma venía de dentro, porque llevaba siglos pudriéndose poco a poco. No recuerdo si el santo le encontraba una solución digna al problema, pero, como buen cristiano de inspiración sanjuanista, seguro que lo arreglaba con la parusía o algo parecido.
San Juan, uno de los cuatro evangelistas, hace un retrato de Jesucristo bastante diferente del que hacen Mateo, Lucas y Marcos. Se interesa menos por los detalles biográficos y escribe un evangelio más teológico, en el que la resurrección es más importante que la pasión y que se completa con el libro del Apocalipsis, cuando la humanidad comparecerá ante el juez supremo y se hará una separación definitiva entre buenos y malos.
Llegados a este punto, si es que ha llegado alguien, se preguntarán qué tiene esto que ver con la aparición del coronavirus y la sensación de derrota y fracaso de la humanidad que para mí lleva aparejados. No es tan difícil de entender. Los católicos, los judeocristianos llevamos dentro, en las entretelas del cerebro, una configuración de la historia que va de menos a más y que, indefectiblemente, terminará con la victoria del bien, ya sean las ideas de Platón vistas cara a cara, el juicio universal de San Juan o el despliegue final del método científico inaugurado por Galileo Galilei.
Tan profundo es este modo de leer la historia que no se libraron de él ni los grandes genios de la filosofía. Decía Hegel, cuya dialéctica concibe la realidad como un todo, que la historia el es relato del desarrollo de la libertad humana. El espíritu se va desplegando a lo largo del tiempo y llegará un momento en que la idea tomará conciencia de sí llegando a la completitud. Algo, pero no tan made in German, como lo que dijo el politólogo estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama cuando, a raíz de la caída del muro, señaló que la historia se había terminado. Recordarán que para Marx ese momento llegará cuando la clase obrera sea la propietaria de los medios de producción.
Ese desasosiego profundo que nace de la quiebra de una filosofía de la historia (desarrollar este concepto nos llevaría por los cerros de Ubeda y por más digresiones que las hechas por San Agustín en la “Ciudad de Dios”) que llevamos todos muy metida dentro, no desapareció del todo cuando he ido viendo dos o tres propuestas de salida a la crisis que han ido formulando frentes preclaras. Ni la tecnológica, ni la política, ni la medioambiental.
Empecemos por la última. Todo el mundo está convencido de que la capa de ozono está convirtiendo a este mundo en una estufa que derrite los polos y aumenta el nivel de los océanos en proporciones insostenibles; todos más o menos saben que las emisiones de CO2 y el infecto invernadero dañan la salud del planeta y de la humanidad, pero no se logra llegar a un acuerdo para evitar esta catástrofe. Todo lo más que se ha logrado ha sido establecer un mercadillo entre empresas o entre naciones para comprar o vender derechos de contaminación a conveniencia de cada cual. De ahí no se sale, porque algunos gobiernos están más pendientes de lo que digan las grandes empresas que de la salud de los ciudadanos. Y, además, cada nación o cada continente está en un escalón distinto del desarrollo económico y nadie quiere darle bazas al otro para que le adelante. El pensamiento económico le ha ganado la partida al pensamiento ético en este como en otros muchos apartados de la vida.
Sigamos con la política. Escribía hace unos días López Garrido que “La glaciación que durante tantos años cubrió de hielo la superficie de la Tierra, particularmente el hemisferio norte (como ahora el coronavirus) no fue eterna. Tampoco lo será esta pandemia. Pero para, no solo vencerla, sino también recuperar el vigor de nuestras vidas, será imprescindible la unidad de acción de los pueblos. Los españoles y los demás vecinos en el primer mundo tenemos un instrumento valioso, ya creado. La Unión Europea. Un instrumento estéril si su cuerpo se infecta con el virus de la división y la insolidaridad. Pero sumamente eficaz si se descongela con el calor que le aporta el alma de Europa, el espíritu del proyecto que nació como respuesta a las tragedias del siglo XX y que aún sigue latiendo”. Pues tampoco parece que el alma de Europa funcione a todo vapor. Va tan renqueante como el alma del mundo cuanto tiene que luchar contra el cambio climático.
Y finalicemos con la tecnología en la que muchos, deslumbrados por los resultados del teletrabajo forzado por la pandemia, han puesto todas sus esperanzas. Las grandes plataformas digitales son todo menos democráticas. Están controladas por unos pocos. “El festín de solucionismo desatado con el coronavirus demuestra cómo las democracias realmente existentes hoy dependen en gran medida del ejercicio no democrático del poder de las plataformas tecnológicas”, decía recientemente Evgeni Mozorov. A pesar de esta objeción de fondo, hay que tener en cuenta que muchos siguen apostando por la tecnología como la gran esperanza para reconstruir el mundo después de la pandemia. Vendría a desempeñar el mismo papel que la Enciclopedia de Dalambert y Diderot, desarrolló en su momento. (Wikipedia desempeñaría ahora el mismo papel que la Enciclopedia en la Ilustración).
No obstante, El País ha vendido esta semana una revista “4.0 Transformación digital” en la que apuesta decididamente por la salida tecnológica. Citando a Emilio Ontiveros y a Enrique Dans dice que “las sociedades digitales son, paradójicamente, más ricas y a la vez más empobrecidas. La clave reside en ver cómo se reparte la plusvalía digital. Si se la quedan los empresarios y los dueños de las máquinas, las clases media se rebelarán y saldrán a la calle”. Seguramente que Marx se habrá removido en su tumba. A él y a cuantos piensan, conscientemente o no, que la humanidad salió del Edén y camina hacia el Juicio final, le dan cuerda para rato. (No he recordado las películas y novelas de ciencia ficción distópicas porque es un género que no domino).
Un placer leerte,JA.
Bueno, normalmente, la Filosofía tiende a generar dudas para estimular el pensamiento, y no a dar soluciones. Su labor es crítica, y eso lleva su tiempo…..
El artículo es muy bueno.
Pero por ahora la guerra está entre los que se empeñan en vivir una realidad virtual y los que viven en la realidad material.
Esa guerra también es interna.
Nadie en la Historia de la Filosofía que yo sepa ha abordado la era del Hombre Esquizofrénico.
Hay algo de Hegel (idealismo), de Nietzche (nihilismo), de Marx (amos y siervos)…
Al poder solo le importa recurrir a la construcción del relato autoexculpatorio (Lyotard)…
El ser humano común está a la búsqueda de certezas materiales o virtuales. Reales o ideales.
Es una guerra.
Y ganará el realismo.
La burbuja de la opulencia ha estallado.
Y con ello toda la necedad e iniquidad que arrastraba.
Gana la filosofía de las generaciones que sabían que para prosperar nadie te regalaría nada. Eso sí que el esfuerzo, la sensatez y el talento serían recompensados.
Volvemos a los años 50.
Liquidando paradójicamente esta pandemia a quienes la vivieron en plenitud.
Quiero rendir mi homenaje a su valiosísima filosofía realista.
Es un lujo hasta ver la filmografía de esa época.
Vosotros dejad el mundo en manos de filósofos que vamos apañaos. Filosofía sirve para que un filósofo cuando le ofrecen ser ministro de sanidad aplicar todo ese pensamiento lógico y coger el puesto.