Papel en blanco

Todo empezó con una foto olvidada en la mesa del bar al que acudía siempre a desayunar. Unas chicas sonreían. Con un lápiz en una servilleta escribió la primera historia. Fiesta, lo tituló. Dejó la foto junto a la servilleta para el que se sentara después.

Al día siguiente, vio que en la tarima que rodeaba la mesa habían colgado la foto y la servilleta. Sonrió. Descubrió en la mesa una foto, un niño gordinflón sobre un triciclo. Por el color de la foto y la ropa del niño supo que era en los años ochenta. Una pequeña hoja cuadriculada acompañaba la foto. Cogió su lápiz y escribió. Aquellos años, lo tituló. Fue a pagar y el camarero le sonrió con la mirada que minutos antes aparecía en la descolorida foto.

Volvió el lunes.Las dos fotos con los textos colgaban sobre un tablón de corcho. En la mesa, varias cuartillas y tres fotos más. Sacó el lápiz, recién afilado en casa, y se puso a escribir. Una foto en blanco y negro de una boda antigua; unos escolares de excursión y la torre de la catedral de fondo; unas manos que apenas se rozan cuando dos parejas se cruzan por las estrechas calles del casco viejo. Se inventó una boda accidentada con final feliz; una búsqueda de un tesoro y una historia de traición.

El camarero se acercó:

—Esta caja es para que la gente deje fotos y tú les hagas una historia. —Le enseñó el recipiente metálico. En el fondo, varias fotos bocabajo.

Aceptó el reto.

—No más de 500 palabras.

Así pasó los días. El tablón se llenaba de fotos y de textos. Hubo que comprar otro más grande. Con fotos divertidas, de estudio, rescatadas de álbumes familiares, él no paraba de inventar historias.

El ritual era un sorteo. Metía la mano hasta el fondo, revolvía las fotos y sacaba una. Darle la vuelta era el momento crucial. La primera impresión daba base al texto. Quien pensara que era algo sencillo, no sabía lo que pesaba ese movimiento de mano. No observar cuidadosamente suponía un desaire para el que había depositado la foto con la esperanza de que se arreglase una riña fraternal, una historia de amor acabada o la añoranza de los seres queridos que ya no estaban.

Esa mañana el ritual falló. La foto escogida se le escapó de las manos.Tuvo que coger otra. Respiró profundamente y le dio la vuelta.

Entonces supo que ya no podría seguir haciéndolo, que acababa de desvanecerse su don. La foto muda no tenía historia. Mordisqueaba el lápiz que no escribió ni un título. Buscó adjetivos, adverbios, alguna trama emocionante, podría ser un personaje para una futura novela, tal vez una poesía. Solo quinientas palabras y en el papel no aparecía ninguna.

Pasó el tiempo en blanco y decidió marcharse. Mientras se ponía el abrigo, abatido, miró por última vez la foto, la de la derrota, la de su final. Era él escribiendo en la mesa del bar.


Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira

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4 COMENTARIOS

  1. Una historia no se escribe sola. Se necesitan voluntad, imaginación y pasión para superar el miedo a la hoja en blanco. Magnífico relato…..

  2. Un día lo supe: el papel en blanco hay que carbonizarlo a texto limpio. Luego en la corrección la blancura supuerviviente es lo que le dará sentido a la negrura de las palabras

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