Manuel Valero.– “A ver cómo le cuento mi historia, señor Expósito”. “Tutéeme”.”De acuerdo Liberto, tienes un nombre muy a cuento, casi premonitorio…”
El marqués cerró los ojos para rescatar el hilo desde el inicio. Demasiadas esquinas desconchadas por el mundo, demasiado vino de tetrabrik…La memoria es la primera víctima de la declinación tóxica de un hombre que un día fue honrado. “Sí, ya lo recuerdo…Una tarde veía en la televisión un programa de variedades en mi casa de Marbella, junto con unos amigos. Era inocuo, hasta divertido. Debo reconocer que me hizo gracia. Fue a mediados de los noventa cuando las televisiones privadas eran adolescentes. No iba más allá de la anécdota. Incluso los presentadores parecían limpios e inocentes. Fue el inicio de casi todo, porque luego de eso, ya sabe usted, perdón, ya sabes, vino todo lo demás, un programa tras otro, parejas buscando amantes, citas en restaurantes, concursos de matrimonios fáciles, cocina, crónicas de sociedad y… el programa de ese bribón malnacido que se enciscó en el famoseo de primera o segunda fila, según iba creciendo la roña de los contenidos para captar a la audiencia y a los anunciantes. Una vez un espectador llamó al boicoteo publicitario, no recuerdo ahora el nombre del programa, y pidió desde las redes sociales que no se consumieran productos anunciados en ese espacio. Milagrosamente la petición logró su objetivo y las firmas comenzaron a retirar los anuncios y nunca más se supo de…. ¿Cómo se llamaba?”. “La escoria”, contestó de un tajo Liberto, un poco incómodo pero mucho más estupefacto. “Eso es. Pue bien, andando el tiempo y dada mi actividad y mi intensa vida social marbellí, recibí una llamada de Tonchu, personalmente. Me dijo que su programa era de los más destacados y que cada día registraba shares históricos pero que convenía tener lecha fresca para que no se apagara la lumbre. Más que leña, carne…”
El marqués se levantó, estiró las piernas caminando por el salón, dio otra chupada al puro, liberó la niebla azul que ocultó su cabeza y permaneció unos minutos en silencio. “Siga por favor”, le rogó Liberto que lo llamó de usted porque creyó que era la manera más educada de dirigirse a un marqués, un marqués arruinado, destrozado en pedazos, alcoholizado, pero un marqués al fin y al cabo. “Había mucho dinero, sabes, y el dinero siempre es apetecible tanto si ya lo tienes como si no. Así que me puse a ello con entusiasmo, yo le administraba fotos y grabaciones de entradas y salidas de algún famoso con alguna famosa o con algún truhan discotequero , y a partir de ahí todo se enredaba. Para que los aludidos no se pusieran como basiliscos simplemente se les pagaba, hasta que de forma casi natural se hizo normal que la gente de la noche, personajes populares, famosos, buscavidas, arribistas, vendieran su vida a cabio de varios miles. Pero no te creas, todo estaba pactado, escrito, contratado…”. “No entiendo, ¿todo estaba…? ”Exacto. Mira te pondré un ejemplo: un famoso acuerda con el programa hablar de su vida privada, pero a la vez se avisa a las personas aludidas para que participen contando a su vez cosas de su acusador. Según se abren los círculos de la intimidad así se cobra, como en una subasta. ¿No te has dado cuenta de que hay hasta hijos que hablan pestes de sus propios padres y al revés y se tiran un mes o dos o tres largando unos de otros hasta que un día hacen las paces y todo queda en felicidad con perdices? Claro que para entonces ya han abierto la espita y eso los conduce a otro plató, a otro programa. La popularidad que ganan vendiendo su vida la rentabilizan luego en un relato sin fin. La audiencia sigue fiel, incluso sube, y todos contentos y ricos. Y todos lobotomizados”.
Ahora el que callaba era Liberto, tan fiel como se consideraba a la televisión y su variada oferta de frikis y caraduras. “Sí, cuando ves que fulanita se levanta y parece que va a agredir a algún invitado, y le acerca la cara hasta una cuarta y se despacha bien, ya está todo hablado y tasado. Todo en la televisión es mentira, hasta los informativos que hacen una información maleable porque son idearios. Solo se salva La 2. “¿Pero queda algún loco en este país que siga viendo esa cosa de La 2?”, se preguntó a si mismo Liberto.
El marqués señor Duque le resumió en poco más de media hora cómo se originó la telebasura nacional, cómo evolucionó, como se enriquecieron los personajes de una farándula sin crédito creativo, cómo se rescató a algún cantante o artista de otras épocas que ya estaba amortizado para que contara sus secretos, hasta de las grandes estrellas de la comunicación de la época ya fallecidas, hacían dineros los guionistas de los trapos sucios. Ni un respeto a la memoria de los muertos. Hubo algunos que se rebelaron… pero eso era lo peor”. “¿Qué quiere decir?, preguntó Liberto ya con la pesadumbre de su errática vida de televidente a flor de piel. “Que entonces es la máquina la que va a por ti, sin consideración, sin pudor, implacable como la caída de la hoja de la guillotina. Y de alguna manera, eso fue lo que me pasó a mí, querido Liberto. Aunque te admito el que me digas que de algún modo me lo tenía merecido, porque me lo tenía merecido”. “Yo nunca le diré eso, señor Duque, porque esos programas me han alegrado la vida y el negocio y ha evitado que mucha gente se muriera de aburrimiento”. “¿Me estás diciendo que la gente gozaba pegada al televisor cuando me detuvieron acusado de abusar de menores, bribón? ¡Mentira ! ¡La chica cumplió 18 años al mes de conocerla!” “Pero aún no los tenía cuando se encamó usted con ella”, Liberto sacó pecho animado por el pedazo de filón de oro macizo que tenía bajo su techo. “No, no los tenía, es verdad. Fue una trampa, una trampa urdida por ese malnacido de Tonchu y su equipo con la complicidad de esa chica. Por Dios, yo creo que la engañaron a ella también. ¡Maldita sea todo y todos. Maldito sea yo también! Ah, pero ya he pagado Tonchutito, ya he pagado. Y ahora estoy aquí, vivo, limpio y resucitado…”
Silencio, un espeso silencio, y luego un hedor a recuerdos agrios como de leche mala. Liberto perdió el contacto de la realidad, se quedó quieto como un mármol con la mirada hundida en las profundidades abisales de la nada. Ante sí tenía al marqués de La Atalaya, sollozando sordamente, mordiéndose los nudillos de dolor, hecho una piltrafa humana renacida. Era de algún modo, el producto puro del que su anfitrión se había alimentado a lo largo de su vida de televidente compulsivo.
Después de un pormenorizado colofón, el señor Duque le detalló las consecuencias de su renuncia a seguir siendo el principal proveedor de El bisturí de Tonchu, las acusaciones de acoso y abusos de las que fue objeto por parte la muchacha que cumplió los 18 años al mes de llevársela por primera vez a la cama, la denuncia, su detención, el juicio que lo absolvió por falta de pruebas y su desaparición voluntaria por las calles del mundo como un castigo autoimpuesto por la iniquidad con que participó en la trituradora humana. Los amigos lo abandonaron, los bancos le cerraron las puertas, la casa la malvendió por no poder mantenerla y el dinero se lo gastó en juegos y tabernas de mala muerte… Un día recaló en Pueblo y anduvo callejeando por una temporada hasta la mañana en que pasó al mercado a despacharse lo que le quedaba de vino. No tenía nada, ni un mal euro que llevarse a la boca, vivía de la caridad y los servicios sociales. Con el tiempo su rostro envejeció y lo ocultó tras una maraña de pelo mugriento. Como ha ocurrido con otras personas que un día fueron honradas, famosas, ricas, admiradas y solicitadas, su recuerdo se fue esfumando y al poco tiempo dejó de aparecer en las chácharas vespertinas de las letrinas mediáticas y se fue disolviendo en el olvido. De algún modo era un muerto porque era un vivo a quien nadie echaba de menos. Pero esa fabulosa coincidencia entre el consumidor de mugre y el que la propiciaba fue el inicio de la revolución de los no televidentes, una revolución corta e inútil, que acabaría con Liberto en una celda con la cabeza dentro del monstruo, pero intensa, alrededor de la sociedad Los hombres que no veían la televisión. Pero seguiremos otro día que en Radio Clásica emiten la Cuarta Sinfonía de Johan Brahms y no me quiero perder el primer movimiento.
Lo cierto es que mientras se ve la televisión, el cerebro tiene menos actividad que cuando se está durmiendo. No hay que imaginar, no hay que reflexionar, tampoco hay apenas nada que leer. El electrodoméstico lo da todo hecho…..