Bajas despacio el sendero y la luz del sol desaparece. Unos y otros se unen en el suelo a través de troncos enterrados, que atraen la mirada por el miedo a tropezar, a caer, a enredarse entre las ramas que asoman de la rojiza tierra.
Y, mientras los ojos bajan, la oscuridad inunda el bosque. Aparecen allí majestuosas las secuoyas, cuyos troncos llaman a que los abraces. Por un momento, contagiada por los que te rodean, cedes al susurro. Te acercas y contemplas de abajo arriba el infinito lazo de vida. Quieres atraparlo, que no escape, que te absorba y te haga sentir la comunión extrema entre el cielo y el suelo.
Lo palpas. Está blando. Si dejas las yemas de los dedos, lo notas respirar vacilante. El tronco late con un corazón rebosante de vida.
Entonces aparece el miedo. Vislumbras rayos de sol que se cuelan entre las frondosas copas. No sabes si son los lamentos de los que ya lo abrazaron. La humedad del tronco arruga los dedos tal vez para saciar la sed de los que vagan dentro del inmenso tronco. Ya no distingues si las palpitaciones que percibes son de tu corazón desbocado o de las almas errantes que las secuoyas tragaron.
Cuando descubres una pequeña grieta que se abre cerca de las manos, las retiras inmediatamente. Te entran ganas de chillar a los demás que se alejen que es una trampa de la naturaleza para que siempre permanezcamos a ellao para que no la dañemos más. Las hojas de los árboles comienzan un baile lento, tal vez mecidas por una brisa suave, tal vez son los gritos amenazantes de los que viven allí, dentro del tronco, ya para siempre. Pero alrededor la gente sigue abrazada a los troncos hilosos en perfecta armonía. Y, cuando se separan, caminan en paz. La incertidumbre es más poderosa, así que intentas comprobar que siguen siendo los mismos, si mantienen el mismo brillo en la mirada que tenían antes de abrazar los gigantescos árboles, pero no lo consigues, porque avanzas despacio pendiente de los pequeños troncos que asoman desde la tierra, que con imperceptibles movimientos intentan trastabillar tus pasos.
Al final, ves de nuevo el sol. Aceleras y adelantas a los que han abrazado las secuoyas. Ni miras a los ojos ni buscas sonrisas extrañas en la pareja, que, rostro con rostro, se han besado con el blanduzco tronco.
Sales de allí. Por fin. Enamorado y aterrorizado de la naturaleza. Has querido ser tronco y copa, ser cielo y suelo, ser poderoso; y has huido de esa divinidad, de la perfección, de la sabiduría plena, porque has sentido un miedo atroz cuando has imaginado por un momento que ya no ibas a equivocarte, a emocionarte, que ya no ibas a ser egoísta o a traicionar a los que confían en ti, a no volver a cometer errores, a dejar de ser lo que eres. Imperfecto. Pero tú.
#Microrrelatos
Sin abrazo, sin simbiosis con la naturaleza, vuelves a la playa a escribir. Con una mariscada, que a las cigalas no hay que abrazarlas.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Bien
¡Gracias, Manuel!
Extraordinario microrrelato. Estos árboles nos demuestran que la grandeza no reside en las altas copas, sino en haber permanecido aquí siendo quien uno es y no queriendo ser otro.
Y es que, a veces, los humanos somos tan pobres de espíritu que olvidamos la grandeza del alma. Enhorabuena…..
¡Muchas gracias, Charles!