Hace tres décadas las españolas viajaban a Londres para abortar. Ahora viajan a París. Esa es la medida miserable de nuestro avance.
{mosgoogle}Aquí la derechona hace tiempo que bajó de los montes y ha reconquistado la plaza pública con los miedos de siempre, con el rencor de siempre, con la hipocresía de siempre. Habían perdido algunas batallas, pero no la guerra. De hecho, llevan dos mil años sin perder ninguna. El nacional-catolicismo nos parecía un engendro medieval, algo imposible de revivir. Pero sólo 30 años separan la España de los Alcántara de ésta donde pensábamos que ya reinaba la modernidad. Nos creíamos muy europeos, pero aquí están otra vez, los mismos de entonces, o sus hijos, soñando con teocracias refundadas.
La “gente de bien” tomó las calles. Llaman indignados a las emisoras (a la emisora), denuncian infanticidios a plena luz del día, amenazan con el fuego eterno a los currantes de las clínicas. Sus hijas no abortan, y eso les confiere una fuerza moral imbatible. Sus hijas interrumpen el embarazo, rectifican un error de juventud, subsanan las consecuencias de un olvido o de una borrachera. Pero no abortan. Rehacen sus vidas. Son buenas chicas que siempre entran en los supuestos legales. Y si no, se los compran. Nunca se las ve en una sala de espera, ni reciben la inesperada visita de la Guardia Civil citándolas por orden de alguna señoría. Si el aborto fuera otra vez ilegal, ellas seguirían rectificando en el extranjero, o en la clínica de un amiguete. Para esta gente el aborto no es un problema. El problema es la reconquista de la Patria, de los privilegios, y para ello necesitan a los curas. Sin ese ejército nunca podrían ganar la guerra. ¿Que los ensotanados piden a cambio acabar con el aborto? Pues se les concede. Qué más da. La ley siempre ha sido la losa de los pobres. Y pobres sólo son las tontas, o las que quieren. ¡Que otra vez tengan más cuidado estas tontas!