Fernando Mora Rodríguez. Politólogo. Viceportavoz del Grupo Socialista en las Cortes de Castilla–La Mancha. “Admiro a quien defiende la verdad y se sacrifica por sus ideas, pero no a quienes sacrifican a otros por sus ideas.” Gaspar Melchor de Jovellanos. Cuando el 20 de noviembre de 1975 murió el Dictador Franco la incertidumbre sobre el futuro de los españoles quedaba viva, y aunque todos éramos conscientes que se acercaba un tiempo nuevo, nadie sabía como trazar el camino de un nuevo futuro.
La llamada Transición supo pasar, sin graves sobresaltos, de un modelo político autoritario a otro democrático. Y este modelo político se impuso a través de la aprobación de una nueva Constitución, pactada, que trazó la senda por la que había de caminar España. La voluntad fue que nadie quedase fuera de ese marco, o al menos, que en el cupiese la inmensa mayoría de los españoles, incluso los que votaron en su contra o se abstuvieron. Esta Constitución, plenamente democrática, no veta a nadie, salvo a los violentos.
Los partidos políticos de la derecha, del centro y de la izquierda produjeron ese hecho histórico significativo que vino a llamarse consenso. El Consenso tuvo elementos previos a la Constitución como fueron los Pactos de la Moncloa, (25 de octubre de 1977) entre el Gobierno, los partidos políticos, las organizaciones empresariales y los principales sindicatos. Pactos que implicaban un acuerdo de estabilidad, social, política y económica, cuando la crisis del petróleo atenazaba el futuro que deseábamos.
Hay que recordar que el partido en el Gobierno, la Unión de Centro Democrático carecía de la mayoría suficiente para Gobernar, pero todos dieron ejemplo de sensatez y cordura. España, y su futuro, era más importante que los intereses de partido. Eran cuestiones de Estado.
Un año después, el 31 de octubre de 1978, el Congreso de los Diputados aprobaba la nueva Constitución, fruto de acuerdos, de cesiones e incluso de deliberadas imprecisiones. 325 diputados, de 350, votaron a favor, 14 se abstuvieron, 6 votaron en contra y cinco estuvieron ausentes.
El 6 de diciembre de ese mismo año, la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles ratificaron el texto. Un 87,78% de los votantes dijeron SI, siendo el primer texto constitucional español que había sido sometido al refrendo y ratificación del pueblo, lo que añade un valor que nunca tuvo ningún otro. Es una Constitución que nos ha permitido vivir y crecer en una sociedad distinta, cambiar y poner a España al día.
Nunca, ninguna Constitución española había obtenido tanto apoyo y consenso, y nunca se había hecho en nuestro país un texto que no supusiese una imposición. Con ello, se terminaba con la eterna división social y política que había caracterizado a la sociedad española desde 1808.
Once constituciones de unos contra otros – tres más, fallidas- golpes de Estado, asonadas, procesos revolucionarios, tres guerras carlistas, dos guerras coloniales, y lo más triste y lamentable, una trágica y desgarradora Guerra Civil que precedió a una larga e indeseable Dictadura que se prolongó a lo largo de cuarenta años, y que afectó profundamente a toda una generación.
La Constitución de 1978 nace con la aceptación ciudadana, fruto del más amplio acuerdo entre el centro y la periferia, entre el presente y el futuro, plataforma abierta de la nueva España para adentrarse en la modernidad, abundar en la convivencia y desterrar los fantasmas y conflictos que habían arruinado nuestro pasado
Ha permitido progreso, desarrollo, estabilidad, consensos y disensos y alternancia en el poder. Consagra decididamente la unidad de España – pese a quienes ahora inconscientemente quieren desgarrarla – haciéndola plenamente compatible con nuestra incorporación plena a la Unión Europea, y al desarrollo de las Comunidades Autónomas. Y en ese marco nos ha venido bien a los castellano-manchegos, donde nuestra exigencia es que todos vivamos con plena igualdad de derechos y deberes, independientemente del lugar de España en donde residamos.
Pero, además, desde la solidaridad, ha permitido la universalización y gratuidad de la educación obligatoria y una sanidad pública, universal y gratuita para todos los españoles, y la conquista de nuevos derechos sociales. Es una Constitución que ha posibilitado un régimen de libertades como nunca tuvo España: Elecciones libres y democráticas, derecho de la ciudadanía a la participación política. Igualdad de todos ante la Ley, Libertad de expresión e información, libertad ideológica, religiosa y de culto, de sindicación, de circulación, de manifestación, de asociación, de reunión, de inviolabilidad del domicilio … Una Constitución que abole la pena de muerte…
Son derechos, y deberes, hoy consideramos como normales, pero que desgraciadamente no siempre han existido, y puede, que algún día podrían no existir, por lo que es importante que nos comprometamos con los valores que representa.
Es cierto que la Gran Recesión de 2008 y la incorporación de nuevas tecnologías a la vida cotidiana hacen necesaria una reacomodación de la Constitución a la sociedad que vivimos. Es obvio que no hay que tener miedo a su reforma, pero para que esta sea útil es preciso el máximo consenso en la sociedad y entre las fuerzas políticas. Una reforma hecha en contra de alguien, o que deje al margen a una parte importante de la población, solo generaría un futuro incierto de problemas y conflictos. Por tanto, cualquier reforma siempre debe tener presente diálogo, negociación y consenso.
Pero hoy, desgraciadamente, no se dan estas circunstancias, tal vez porque los intereses partidistas priman más que los intereses de Estado.
Hace cuarenta años demostramos al mundo que era posible entendernos en cosas fundamentales, que era posible dejar al margen las discordias de los siglos precedentes. Hay motivos más que suficientes para trasladar entendimiento, al menos en cuestiones de Estado, ya sean estos la posible reforma de la Constitución, la incuestionable Unidad Nacional y la cuestión catalana, o la plena garantía del sistema de pensiones.
Hoy, la mejor manera de celebrar la Constitución es asumirla y respetarla en su integridad, reformándola incluso. Pero es un error de concepción y de estrategia política el querer reinterpretar la Constitución de forma partidista y excluyente. Con ello se cuestiona el consenso necesario con que fue concebida, genera una innecesaria polémica y una inútil división social. El valor constitucional del idioma, los símbolos y las instituciones del Estado no lo son en contraposición a idiomas, símbolos e instituciones que también son del Estado, sino en su reconocimiento, convivencia y complementariedad.
Creo que debemos seguir pensando que una Constitución abierta lo ha de ser acompasada al permanente cambio social. Una Constitución solidaria y avanzada, protectora de los más débiles, y útil al conjunto de la sociedad, a la generación de los milenials y a la naciente de los xenial, a una generación cada vez más comprometida con la igualdad real entre hombres y mujeres, inmersa en las nuevas tecnologías y que utiliza las redes sociales, una sociedad que requiere de en un sistema educativo, consensuado, fortalecido y consistente. Una Carta Magna que potencie la fortaleza cultural de la sociedad española en su diversidad y su conjunto.
Una Constitución abierta es un texto libre y capaz, un texto que no supone ni afrenta ni imposición, en la que cabemos todos. No es ni pertenece a una sola generación, ni a un solo partido, ni a un grupo, sino que se hizo con la idea y el sentido de ir más allá. Se hizo con consenso y moderación, y tendrá que ser el consenso el que propicie los cambios que podamos necesitar. Por eso estamos obligados a aborrecer los disensos que solo contribuyen a destruir, o que señalan con el dedo a quienes pueden estar dentro o fuera, porque si eso sucede España no irá bien.