Manuel Cabezas Velasco.- Aciaga suerte le había sobrevenido al ya anciano converso hasta la llegada de aquel funesto día. Lejos quedaba la azarosa huida hacia el Levante. Apenas quedaban unas horas para su triste final. Nadie volvería a solicitar su consejo. Nadie le acompañaría ni sería con él partícipe en las reuniones de su torre, allá donde las estrellas mejor se contemplaban y donde la oración y recogimiento parecían más dignos del Altísimo.
A lo lejos se escucharía el tintinear de las llaves del carcelero, sonido estridente que a Sancho lo puso en alerta. Cuando el susodicho se aproximó a la puerta donde se hallaba su celda, una sonrisa gozosa ocupaba todo su rostro.
– Ya te van a dar matarile, perro judío – exclamó el celador ante el maniatado reo.
Apenas se vislumbró una mueca en el inexpresivo rostro del enclaustrado. Aquel ya parecía una sombra del heresiarca que la comunidad de Ciudad Real erigió como uno de sus líderes.
– ¡Buenos días, señor De Ciudad! – refirió con insistente sorna el custodio de persona tan ilustre.
– Que Adonay te proteja, Francisco, pues hoy es el día en que podré estirar las piernas fuera de estas inmundas paredes para no volver – replicó el hebreo, provocando la sorpresa en el portador de las peores noticias al mencionar su nombre.
La puerta se abrió para encarar los primeros rayos de sol. El final se hallaba a un paso. La sentencia le aguardaba en el patio de la casa de la inquisición toledana, sin más público. No sería recordado por sus calles.
El crimen real que se les achacaba a los conversos consistía simplemente en su cristianismo. Dicen que era la expansión de la fe……
…y de paso se les esquilmaba el jugoso patrimonio que algunos atesoraban y que tantas envidias suscitaba.