He leído, tras la muerte de Eduardo Arroyo días pasados, el singular trabajo de Francisco Calvo Serraller Diccionario de ideas recibidas del pintor Eduardo Arroyo (1998), en un afán de cerrar los huecos que suele dejar la muerte de algunos ilustres ciudadanos, entre nuestros registros librescos.
Diccionario tan personal como breve, ya que cuenta sólo con 50-entradas-50 en donde Calvo Serraller realiza un viaje de ida y vuelta a algunos lugares conocidos: artistas, como Velázquez, Picabia, Dalí, Miró, Picasso, y Arroyo por supuesto; ciudades como Madrid y Paris, aunque cabrían algunas más como veremos más abajo; y asuntos complejos como el boxeo, los toros o los peluqueros. Por ello puede decirse que Calvo Serraller construye, a la manera de Flaubert y su Diccionario de ideas recibidas, un relato donde se deslizan tanto los típicos como los tópicos, como ya tuvimos ocasión de explorar en estas páginas de Miciudadreal, el 4 de setiembre del pasado año, bajo el paraguas de Estupidiario. Y no quiero decir con ello que el Diccionario de ideas recibidas del pintor Eduardo Arroyo sea un Estupidiario, aunque a veces pueda parecerlo y en ello se recrea Calvo Serraller.
Y entre esos tópicos y voces del Estupidiario no podía faltar una aportación propia de rara extirpe y de invención lingüística calvoserrallesca, como ocurre con la entrada denominada Españalada, que bebe un poco de España y otro poco de la vieja puñalada, que bebe pues, agua y vino. Aunque en el horizonte patrio se otea también la denominación de las películas petardas de los años 60 que conocíamos como Españoladas.
Puñalada originaria que entre nosotros se representa de forma superior como puñalada trapera, que alude tanto al uso de navajas y armas blancas, como al empeño en embozarse para apuñalar al vecino. Igual que ocurre con otra deformación posible, probablemente querida a ambos (Arroyo y Calvo Serraller) de la forma superior de la cornada infligida por el astado, en la lidia, el encierro o en el campo abierto incluso, que elevamos de cornada al monumental cornalón. Por no olvidar las otras cornadas oblicuas, que son las que da el hambre; que ya se sabe que puede cornear tanto como un cornúpeta.
Y así dentro de ese registro hipotético de la Españalada, emerge la deriva de otra ciudad, que resulta ser, propiamente e impropiamente, la nuestra. La ciudad de nuestros pecados y nuestros amores. Sin que sepamos el empeño calvoserrallesco de contar con Ciudad Real como muestra de mérito o de demérito. Algo parecido a ese uso licencioso y vicioso de un nombre ciudadano y urbano, ya lo realizó Félix de Azúa en 1987 con el Diario de hombre humillado, donde venía a proponernos: “A pesar de todos sus inconvenientes -y los hay a patadas- las ciudades grandes, TODAS las ciudades grandes, están bien hechas. Y están bien hechas porque no conocemos otro modo de hacer ciudades, no conocemos el modo de hacer ciudades mal hechas. Las diferencias entre Viena y Ciudad Real no admiten comparación alguna; son dos fatalidades, dos golpes de dado sin jugador, y lo que es más grave sin nadie con quien apostar. Así que todas las ciudades grandes, junto con las sociedades que albergan, son las mejores ciudades y sociedades posibles. Lo cual no es excusa ninguna; pueden ser francamente abyectas”. A lo que yo agregaba en un trabajo de 1995, publicado en la revista regional Añil, en la serie de documentos Perfiles de una ciudad, y denominado singularmente como la voz del croupier del casino dirigido a los jugadores, para que cierren sus apuestas y decidan donde van a jugar: ¿rojas o negras?. Un texto denominado, precisamente, Rien va plus.
Y así proponía para el reto de Azúa: “Pretender comparar a Viena con Ciudad Real, ¿es una boutade?, o es que al fin y a la postre todo da igual: ciudades grandes, ciudades pequeñas, ciudades admirables, ciudades terribles. Es posible, pese a todo aceptar que Viena y Ciudad Real sean dos fatalidades: esto es dos desdichas, dos desgracias y dos infelicidades”. Incluso admitida la similitud de la desdicha, aventuraba: “Pero la similitud termina aquí la experiencia de un niño vienés asumirá otros postulados visuales y arquitectónicos: Leo von Klinze, Loos, la Sezession de Wagner y Hoffmann, la Karl Marx Hoffe, Gustav Klimt. Un niño, parecido fatalmente al vienés, crecerá en Ciudad Real hacia el desamparo de la adolescencia bajo un escenario visual bien distinto: las moles de edificaciones religiosas como únicos vestigios construidos del pasado, la negación de una edilicia civil moderna, las viviendas de la Obra Sindical del Hogar, el casticismo moruno del cuartel de la Guardia Civil, los cinco cuerpos -como cinco flechas de mi haz- del edificio que fue sede de la CNS, los aires nórdicos del Consistorio de Higueras y la modernidad acongojantemente imposible de decoradores neo catalanes y de emperadores del ladrillo. El adolescente crecido, acabará aceptando fatalmente, que el medio en el que habita es así porque así ha sido y así se ha querido. Y se entregará ya adulto a una condescendiente melancolía patriótica. De ello, se encargarán los rapsodas y apologetas del orden local, que con sus visiones enaltecedoras del solar patrio, perpetuaran la fatalidad fundacional del Rey Sabio en 1255… Entre tanta adulación interesada y tanto discurso de compromiso, se olvida fatalmente que una ciudad es una superposición de muchas ciudades, que apenas tienen en común más que el nombre. Hay -pocas, pero algunas- visiones menos complacientes, más críticas, más intencionadas y por ello más silenciadas. Desde Richard Ford y su sapo, hasta la excomunión de Chueca Goitia, pasando por Antonio Ponz y terminando en Nino Velasco (‘Ciudad Real mi amor’) o José Luis Loarce (‘Te quiero fea’). Y uno vuelve a pensar en a fatalidad, con Azúa. Pero esta fatalidad es de otro cuño: el fatalismo como doctrina que nos permite entender que aquello que sucede, lo es por ineludible determinación del destino del hado, sin que exista en ningún ser libre albedrío. La mano fundacional del Rey Alfonso, había trazado de antemano en un solo gesto al clavar la espada sobre el piso terroso del Pozuelo de Don Gil, toda nuestra historia”.
Y de aquí, de la puñalada a la Españalada sólo hay un corte y un navajazo, como los comentados por Calvo Serraller: “Según y cómo, la españolada puede muy bien terminar en españalada trapera. Aunque el hipotético lector local me habrá entendido de inmediato, si logro que el transcriptor de texto no me lo haya corregido, explicaré que este término de españalada es de mi invención. Y, aún más, para evitar la siempre engorrosa nota a pie de página al traductor que inevitablemente traduce al inglés cualquier texto de catálogo de un artista español, aunque el susodicho sea de Ciudad Real y exponga su pobra en la bella ciudad manchega, añadiré que se trata de un juego de palabras a partir de ‘puñalada trapera’, una expresión de lo más castizo. Como, por lo demás, tengo considerables dudas de que este escrito sea leído, no digo ya por alguien de los ciento de millones de angloparlantes, sino ni siquiera por algún hispanoparlante de Ciudad Real, me permitiré ser algo prolijo en este punto de la puñalada trapera, porque estoy casi por completo convencido de que al único lector que tengo, Eduardo Arroyo, quizá no le disguste la digresión”.
Periferia sentimental
José Rivero
Y es que, como suele decir el Sr. Calvo Serraller, ‘para apreciar los cambios profundos del arte se precisan muchas vidas sucesivas y, por tanto, muchas o muchísimas generaciones’…..