Entre los pasados, días 14 y 16 me he debatido y ocupado en organizar los papeles y libros que conservaba de Eduardo Arroyo (Madrid 1937-2018). Conocida la muerte del pintor y escritor, que ya anunciaban algunas imágenes del deterioro visible que inflige la gran enfermedad, todo se amoldaba a una espera no querida y aplazada. De aquí que con cierta prontitud diera salida en Hypérbole al texto Eduardo Arroyo: artista doble http://hyperbole.es/2018/10/eduardo-arroyo-artista-doble/. Redactado, con los primeros datos disponibles, el domingo 15 y publicado el lunes 16.
Texto que partía de algún recuerdo reciente a propósito de su relación indirecta con Marcel Duchamp. “Hace escasos días y a propósito de la conmemoración de Marcel Duchamp (Marcel Duchamp ¿bautizo o entierro?), salía lateralmente a relucir el trabajo irónico-crítico y desmitificador, que sobre el artista francés, realizara Eduardo Arroyo, junto Gilles Aillaud y Antonio Recalcati en 1965: El fin trágico de Marcel Duchamp. Y ahora, días más tarde de aquello, lo que entonamos es el final, no sé si trágico, de Eduardo Arroyo”.
Ese mismo lunes 16 se publicaba la esquela escueta, publicada en El País por la familia, en la que sobresalía la cita de un Quevedo mortuorio y fúnebre:
Fue sueño ayer
Mañana será tierra:
Poco antes nada
Y poco después humo
Mientras que revisaba los libros disponibles en mi biblioteca, de Eduardo Arroyo, y casi por casualidad, en la misma mañana del lunes, llegaba a librerías la edición revisada del primer tomo de sus memorias Minuta de un testamento, que había aparecido en 2009 y que en 2018 se había revisado con un nuevo prólogo de Arroyo, y en un gesto más premonitorio que otra cosa. Piénsese que se reeditaba la Minuta de un testamento, cuando aún el ciclo de memorias, cerrado con Diez negritos, no ha salido a la luz pública. Donde sólo, y anteriormente, había aparecido Bambalinas (2016). Y donde yo subrayaba, como otro fogonazo suelto de recuerdos anotados, su último texto publicado Autorretrato del artista contradictorio (Babelia, 17 de febrero de 2018). Donde deja ver algunas pistas ya esbozadas en sus anteriores trabajos memorialísticos: “Me han gustado mucho El retrato de Dorian Gray y Robinson Crusoe. La primera de estas novelas comienza en el taller de un pintor; la segunda se desarrolla en una isla desierta. Es innegable: me he pasado media vida dentro de unos espacios donde pinto o escribo, en teatros para combatir la soledad y trabajar con los demás, en imprentas de arte, en talleres de cerámica. Esta ha sido mi vida. En el fondo todo esto me parece trivial. He conservado mis talleres, pero no mis casas. No quería rozarme con nadie en aquellos lugares de trabajo cuyo acceso no permitía ni a los colegas ni a los críticos de arte. Vanidad y orgullo. Tal vez. Pero también rabia frente a los elogios falos. Ya he dicho que hoy el mundo del arte no me interesa, que no tiene nada que ver con el que conocí cuando tenía 20 años
Prólogo breve el referido de la edición de 2018 de la Minuta y, tal vez acelerado, que da cuenta de algunas referencias familiares sobre su mujer Isabel Azcárate, sobrina nieta de Gumersindo Azcárate, quien en 1876, publicaba, de forma anónima, su autobiografía, llamada igualmente Minuta de un testamento. Y en el prólogo, más allá de la dedicatoria a Isabel Azcárate, aparece la aludida cita de Quevedo en torno a la muerte, que tanto le ocupaba como le preocupaba a Eduardo Arroyo. Como queda claro al atravesar las primeras líneas del texto, donde nos hacemos cargo del velo mortuorio que le otorgamos a los testamentos. Más aún afirma Arroyo: “No redactamos nuestro testamento porque tenemos miedo”. Pero ello no limita la idea insistente del testamento. Y es que “No queremos morirnos sin decir algo, sin dejar instrucciones”. Decir algo, todavía, pero las instrucciones dejadas a los herederos y supervivientes, suena como un mandato fallido o que puede fallar en esa rara posteridad.
Ya sé que ciertas obras de Arroyo tendrán continuidad sin él o con él muerto. Como ocurrirá, finalmente y fatalmente, con el tercer tomo de sus memorias Diez negritos, en velado homenaje a Agatha Christie. Como también ocurrirá con su versión postrera del Ulises, como leíamos ayer de la boca de su seguidor, Jesús Ruíz Mantilla, sobre la publicación, finalmente, del libro de Joyce ilustrado con 320 dibujos de su mano.
El mismo Ruíz Mantilla que ha escrito el Obituario de Eduardo Arroyo, publicado en El País, y que actualizaba su trabajo del pasado 26 de febrero de 2017, al cumplir Arroyo los 80 años, fijaba una obsesión de Arroyo casi mortuoria y tanatológica. “Desde hacía algunos años [Eduardo Arroyo] vivió con una doliente obsesión: ‘¿Cuál será mi último cuadro?’. Eduardo Arroyo lo repetía en algunas conversaciones a dos, mientras pintaba, esculpía, escribía compulsivamente y exponía por todas partes en una angustiosa —y terapéutica— huida hacia adelante. Él, que amaba el boxeo y acudía a las plazas de toros como un feligrés, se resistía al KO y escurría la parca a capotazos”.
Parte de ese mundo oscurecido de la muerte presentida, emerge en sus pinturas, tan diversas y vibrantes, como en sus escritos. Cabe la posibilidad de hacer un recorrido por sus obras pintadas bajo la estela de la presencia continua/discontinua de la muerte y sus accidentes vitales, pero es ahora el caso. No en balde, en marzo de 2003 y con motivo de la publicación de El trío Calaveras, Arroyo había manifestado con la solemnidad de los finales: “A veces aspiras a detenerte y mirar sin pintar. Y eso sólo se conquista con la escritura”. Aspirar a detenerte, es casi tanto como fingir o anticipar la muerte. Como había ejecutado de forma reiterado, su vecino de ideas Qodría haber dicho, con una pequeña modificación: “A veces aspiras a detenerte y mirar sin pintar. Y eso sólo se conquista con la muerte”. Mirar sin pintar.
El gran Quevedo, de quien Eduardo Arroyo realizó un prólogo conciso, a su selección de aforismos, publicado por Círculo de lectores, bajo el marchamo de Migajas sentenciosas. Libro suelto, realizado en 2004 con fragmentos procedentes de obras diversas y compendiado por María Ángeles Cabré. Que se hermana con otra pieza de Quevedo antologizado dos años antes, como la realizada por Antonio Martínez Sarrión en 2002, denominada Bilis negra que cuenta con grabados de Julio Zachrisson. Y donde Martínez Sarrión llega a hablar del ‘bronco nihilismo’ de Quevedo, cuando afirma “Es cosa averiguada que no se sabe nada y que todos son ignorantes”. Frente al bronco nihilismo de Martínez Sarrión el ‘bronco tenebrismo’ del Quevedo de Arroyo-Cabré. Ya que dedica en su antología un capítulo que se rubrica con el doliente Hacia la sepultura, donde la sección De El sueño de la muerte, acontece con el aforismo 541, para reconocer. “La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte. Tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos. La calavera es el muerto, y la cara es la muerte. Y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo. Y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura”. Puro Memento mori. Puro Arroyo. Puro adiós de humo y nada.
Periferia sentimental
José Rivero
El gran francotirador del arte español del último medio siglo…….