“…Por la noche, una especie de bruma visionaria se desprende de él, y si algún viajero lo recorre, si mira, si escucha, si medita como Virgilio en las funestas llanuras de Filippi se apodera de él la alucinación de la catástrofe: Revive el terrible 18 de junio, la falsa colina monumento se desvanece…”.
Memorias de un hombre común
Manuel Valero
Capítulo 9
Mi tío Paulino se murió con el libro Los Miserables de Víctor Hugo en sus rodillas abierto por las páginas 330 y 331, no sé si porque lo sorprendió la muerte en ese tramo de lectura o porque con los movimientos de los últimos suspiros el libro se hojeó solo y se detuvo en el pasaje descrito, que se refiere a la batalla de Waterloo. Había unas líneas subrayadas con bolígrafo azul. Permitidme que me adelante un poco, que esto de las memorias no tiene por qué ser como el lento tracatrá de un tren que avanza con su mecánica y humeante linealidad hacia su destino, sino que a través de ella y los recuerdos podemos hacer fosfatina las leyes de la Física y doblar el tiempo como hacemos con una cuartilla al reducirla y comprimirla al tamaño de una uña. Bastante es que un hombre común como yo, Bernabé Palomo de la Higa, hijo de Bernabé Palomo Antoñanzas y de Adolfa de la Higa Balda, se haya decidido por escribir unas memorias que no interesarán a nadie. Uno es ya mayor, y a pesar de mi don insólito de recordador prematuro, a veces cuesta. Pero basta con que cojas el pasado por el hilo de los años que quieras y tirar de él… y te plantas en ese “entonces” en un viaje tan alucinante como repentino.
Hoy también veo al General superlativo por la televisión cuya efigie capitanea la actualidad con una intensidad inimaginable hace tan solo diez o quince años. Veo el Parlamento, que ha aprobado sacar la vaina del viejo General superlativo de aquella “falsa colina”, dividido por la mitad como una maldición. Y me es imposible sustraerme a la caprichosa memoria que me trae sin esfuerzo alguno la evocación de mi tío Paulino, tan culto, tan fino, tan bebedor, tan anarquista, tan educado, tan triste… “Españolito, que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón…” Recitó los versos bajo el olivo. Yo no entendía muy bien, pero algo me decía que mi tío, como el poeta, no se refería a los falangistas vencedores de la guerra, que eran los buenos como me decía mi padre, que era uno de ellos. Ni siquiera al bando perdedor, a los republicanos, con toda su amalgama ideológica, sino a una especie de maldición original y remota que hace florecer el odio entre nosotros con más vigor que la tolerancia y la cooperación. Fue cuando me lo dijo. “Estudia, Bernabé, no te conformes con trabajar en esa fundición, estudia, lee, viaja, vete de este miserable pueblo y lejos de este puñetero país y regresa cuando se pueda respirar. O no regreses, vete a una isla, a un país remoto donde puedas vivir como un indígena que es lo mismo que un buen ácrata”. No le dije nada, pero esa noche no pude dormir, ¿qué tenían que ver los indígenas con los ácratas? Yo trabajaba en la fundición, y me iba bien sobre todo en la forja, oficio que llegué a dominar tanto que me hice ingeniero de la filigrana.
Cuando lo vimos muerto en su sillón con la botella a un lado y el libro abierto por el párrafo descrito sobre las piernas se me aparecieron de golpe todos los dichos, pensamientos, momentos, historias y conversaciones que habíamos tenido mi tío y yo hasta las vísperas mismas de su último día. Una semana más y habría celebrado en la intimidad del corral, bajo el olivo y por supuesto en mi compañía el 32 aniversario de la República. “Hicimos muy mal entrando en el Gobierno, mal, muy mal, Bernabé”, me dijo un dulce atardecer del… sí… del 6 de abril de 1963. Se murió al día siguiente y lo enterramos en el camposanto por los oficios de mi padre y porque cuando se exilió en su tristeza recóndita no era más que un maestro de escuela adscrito al régimen para la autoridad oficial. Él pensaba que la muerte personal no es sino la explosión de nuestra energía psíquica en un solo segundo tan intenso que en eso consistía la inmortalidad. “Ese segundo tan denso dura para siempre hasta que se apague el Universo entero”. Otra vez sin venir a cuento me adelantó su deseo de que al morir fuera dejado en el campo para que su cadáver se lo comieran los animales, como último servicio de gratitud a la Naturaleza, “la diosa terrenal que rige el mundo con sus leyes naturales”. Por eso no quería que lo quemaran. Aunque lo hubiera testamentado en verso tampoco hubiera sido posible en aquella época de cristianas costumbres. Pero me llamó la atención ese extraño deseo de ser expuesto en el campo como festín. “Tito, cuando te mueres te comen los gusanos.” “Sí, Bernabé, pero no es lo mismo que te coman gusanos insignificantes que te despache una manada de lobos”. Mi tío decía esas cosas.
Me estremezco todavía al recordar las letras premonitorias de ese texto de Los Miserables que él tenía subrayado en la página 320. No fue un 18 de junio, sino un 18 de julio que se rebeló el General superlativo y ahora que miro la televisión y veo a medio parlamento aprobar el desentierro de la “falsa colina monumento” y las imágenes perseverantes y actualizadas del Valle de los Caídos, se apodera de mi cansado espíritu la alucinación de la catástrofe… de nuestra guerra fratricida. Como si el dictador regresara de nuevo para trazar la línea divisoria entre mitades malavenidas.
Cuando murió mi tío hacía un lustro que se había inaugurado aquel mausoleo con su gigantesca cruz expeditiva y la radio no hacía más que informar del histórico evento. Mi padre se emocionaba cuando escuchaba el transistor entre clavo y clavo con un ojo cerrado por el humo del cigarro, y mi tío Paulino se iba al corral a tomar su caldo de bebedor pacífico y a mascullar cosas, algunas inteligibles. “Como a un faraón lo van a enterrar cuando se muera ese…”.
A las dos semanas de la muerte de mi tío Paulino le pregunté a mi padre que si tenía inconveniente en que estudiara el bachillerato, nocturno como no podía ser de otra manera, y haciéndome yo mismo cargo del material escolar. “Cuando vengas de la mili haces lo que te salga de los cojones, pero mientras estés bajo este techo, los que mandan son los míos, ¿estamos?”. Lo odié, sí lo odié, y me entraron ganas de coger un martillo y hundírselo en la cabeza. ¿Cómo era posible que a él y a mi tío Paulino los pariera la misma madre? Debió ser mi tío Paulino, mi padre y mi padre mi tío… o nada. Si hubiera tenido la posibilidad de renunciar a su sangre lo hubiera hecho ese aciago día. Así que de momento no abrí un libro para estudiar pero sí para leer. Y después del trabajo me metía en la cama y leía. Cándido de Voltaire fue el primer libro entero que leí. Formaba parte de la modesta biblioteca de mi tío. Me llamó la atención el título porque mi madre llamaba muchas veces a mi padre con esa palabra: cándido. “Pa unas cosas sí, pero pa otras no, Adolfa”, le contestaba mi padre con pícara sorna. Mi tío tenía otros libros en un caja de madera oculta bajo un montón de cachivaches en un trastero. Mi padre hizo una buena lumbre con ellos. Luego vendrían más libros y más lecturas… y el bachillerato. Pero a su debido tiempo. Hoy, como siempre, me asalta el recuerdo de mi tío Paulino cada vez que leo cualquier cosa. Y más viendo la televisión con el sobrecogimiento de un desentierro deseado y una resurrección indeseable.
Verdad, justicia y demolición…..