“Muchas anochecidas me sentaba junto a mamá en la puerta de la calle…De vez en cuando un saludo con voz ausente, de quien tiene el pensamiento en otras lindes…Algunas noches se apagaban las luces, pasaban las gentes muy oscuras y se notaba que había luna”. Francisco García Pavón, Ya no es ayer.
Esas notas sueltas de García Pavón componen la mejor captura y el visible miradero de las noches del verano lento y gomoso en el interior provincial.
Interior provincial sofocado y estival, carente de aire acondicionado y falto de entretenimiento en las anochecidas caseras.
Todo el frio de entonces venía del pozo y de la sombra. Y del invierno lejano.
Del maldito ivierno, que ahora se añoraba desde la distancia seca.
Y el entretenimiento casual, si acaso, llegaba de los ecos radiofónicos que trazaban espirales en patios de vecindad y en revoques de paredes blancas.
Como si el asunto de Tomar el fresco, fuera una cuestión más tecnológica que social.
Del frio y del habla continuada. O de su falta.
Noches planas y acordadas de colores, en que las gentes, las buenas gentes, salían ordenadamente a Tomar el fresco.
Salir ordenadamente del sofoco de cómodas y aparadores que, aún en la anochecida refulgente, rezumaban reflejos cálidos y humeros calientes. Como en los interiores abigarrados japoneses que relata Tanizaki en su refrescante Elogio de la sombra.
¡Bendita sombra!, ¡Querida umbría!
Salir ordenadamente, como las tribus de Judá lo hicieron en el no menos caluroso y soleado Egipto estival.
Salir ordenadamente del calor interior al fresco exterior pretendido y perseguido.
Salir ordenadamente a Tomar el fresco.
Tomar el fresco como remedio doméstico al caluroso sopor de los interiores.
Unos interiores impasibles que plasmaban su ineficiencia térmica, que entonces ni se entendía ni se valoraba, con la expulsión de sus moradores al bullicio moderado de calles pueblerinas.
O a la quietud verde y vegetal de la huerta regada.
Incluso al orden húmedo y maceteril de patios y corrales, baldeados al crepúsculo y livianos en la anochecida.
Tomar el fresco, saliendo a la casa-puerta o a la puerta-falsa, a prolongar la mirada estática a la lejanía parpadeante.
Propiciando el intercambio de impresiones en el grupo constituido en un entorno difuso de rostros familiares y gestos vecinales.
En un entorno adormecido de sillas, mecedoras, hamacas, tumbonas y hasta serijos.
Impresiones del día que se va yendo y de la matinada que aclarará los horizontes.
En algunos casos con el son radiofónico zumbando en la lejanía.
Cantables ebrios de verano y tiernos de noches.
No aún Dylan, ni Lennon&McCartney, si Farina o Molina.
Verano castizo, huidizo y amuermado.
También voces apagadas y luces intermitentes del lejano cruce de carreteras secundarias.
Muy secundarias.
No aún semáforos, ni televisiones.
No aún rótulos comerciales luminosos, ni telefonías parpadeantes.
Por eso la desaparición del gesto social y societario de Tomar el fresco.
Multado en grandes ciudades, como Madrid (700 euros) o Barcelona (500 euros).
De aquí, de la prohibición de la salida pacífica, al gesto de mandar a la gente a tomar el fresco.
¡Vete a tomar el fresco! O el viento, o el culo.
Todo por la televisión doméstica y el ventilador. Y el acondicionador de aire.
Adiós a todo eso.
José Rivero
Divagario
Lamentablemente, como casi todos los usos y costumbres, ‘tomar el fresco’ está cada vez más en desuso, en decadencia.
Aunque es bueno para la salud, sobre todo para la mente……..