—Rafael… —Su jefe la había seguido, no había otra explicación. Quizás, Víctor llevaba razón y Rafael ocultaba algún oscuro secreto por el que le habían obligado a espiarlo—. Nada… Yo… Es que… —No se le ocurría ninguna excusa. Había planeado todo con detalle, menos qué decir si la pillaban merodeando por ahí—. Necesitaba desconectar un poco y me he puesto a pasear. Se ve que me he perdido… —Su voz no sonaba nada convincente. Comenzó a sudar. Notó que el corazón le latía más deprisa.
—Llevas rara un par de días, Elvira. Me preocupas. ¿Estás bien? He visto que caminabas un poco desorientada y, por eso, te he seguido. —Rafael se acercaba aún más—. ¿Qué hacías en el archivo? ¿Y cómo has conseguido entrar? —Rafael la observaba detenidamente, perplejo y, a la vez, asustado.
De repente, Elvira vio a Víctor llegar por detrás de Rafael. Caminaba despacio, con un dedo sobre los labios, indicándole que no hiciera ningún gesto ni señal que pudiera descubrirlo. Se acercaba cada vez más a Rafael. Alzó la mano derecha, que sujetaba una barra de hierro. Elvira se asustó. Aunque fuera verdad que Rafael seguía los pasos de Víctor, ella no quería que le hiciera daño. Siempre se había portado bien con ella, se preocupaba por su salud y la había protegido en el trabajo cuando había tenido temporadas malas. No pudo contener el grito. Rebuscó los periódicos que llevaba escondidos en el abrigo y los tiró:
—¡Toma, Víctor! ¡Vete ya! ¡Corre, corre! Pero no le hagas daño… —susurró a duras penas.
Rafael se dio la vuelta, sorprendido, al darse cuenta de que Elvira no se dirigía a él.
«¿Qué pasa? ¿Por qué no coge los papeles? ¿Por qué no huye?». A Elvira se le empezó a nublar la vista. Víctor comenzó a convertirse en una silueta oscura. Poco a poco, su cabello anaranjado se volvía negro. Sus ojos, tan profundos y vivos, se apagaban. Su sonrisa se desdibujaba en la cara, de la que ya no distinguía nada. Era un monigote. Los pasos que debían ser rápidos y atléticos se convirtieron en un arrastrar de unos pies que iban desapareciendo. Notaba el corazón acelerado. «Las palpitaciones», pensó. Las manos, frías y sudorosas, gélidas y apelmazadas. Sabía lo que venía después. La boca, seca, pastosa; los pitidos en los oídos y, por último, la oscuridad total. El silencio. El vacío. Por su cabeza, con extrema celeridad, pasaron extrañas imágenes de los libros que había leído: El crimen de Bellavista, Los tesoros nazis en España, ¿Estamos solos? Avistamientos ovnis… El pitido insoportable hizo que Elvira se tapase los oídos, sin poder gritar ni pedir ayuda porque la boca no emitía ya sonido alguno. Y cayó al suelo, desvanecida.
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—¡Buenos días, mi amor! —La voz de Nico era inconfundible—. Ya pasó todo…
Se despertó tranquila. Abrió los ojos muy despacio. Si veía a Víctor, no sabía cómo iba a reaccionar. La habitación blanca estaba iluminada por el sol de invierno, que no había querido marcharse. Miró las paredes, inmaculadas. En el brazo, un gotero. El pijama, azul claro.
—¿Qué ha pasado? ¿Estoy en el hospital? —preguntó, conmocionada—. ¿Y Rafael? ¿Está bien? Intenté avisarle, gritarle que se quitara de en medio. ¡Ha sido Víctor, joder! Llevaba una barra, iba a atizarle con ella en la cabeza y no pude… —un torrente de lágrimas le hicieron callar.
—Tranquila, ya pasó todo… —Nico le acariciaba la cabeza, le estiraba suavemente el cabello hacia atrás, como hacía su madre cuando estaba enferma—. Nos has dado un pequeño susto… A todos. Rafael ha llamado preguntando por ti. Está muy preocupado. Te desmayaste y caíste al suelo desplomada. —Nervioso, le ahuecó la almohada y, mirándola, le preguntó—: ¿Desde cuándo estaba Víctor?
Ella volteó la cara hacia la ventana. Sabía lo que venía ahora. «Mierda, mierda». Le costaba reconocerlo. Le irritaba no haber parado todo aquella mañana cuando lo vio salir del ascensor. Porque ella supo desde ese momento que ver a Víctor desembocaba en una cama de hospital, siempre. Desde los quince años, desde aquel verano que acabó también en un hospital del norte, donde sus padres escucharon por primera vez lo que su hija sufría.
—El médico ha dicho que, en un par de días, te dan el alta. Ya he llamado a mi madre. Pasaremos las fiestas los dos solos, tranquilos. Te manda un beso. —Nico fue hacia la ventana para tener contacto visual con ella, pero Elvira cerró los ojos. Una mezcla de vergüenza y de rabia la invadía, aunque sabía que Nico no la juzgaba. La quería tal como era—. Por el trabajo, no te preocupes. Rafael cree conveniente que te pidas una excedencia y ya vamos viendo qué hacemos… —Nico se acercó a la cama para estirar, una vez más, las sábanas con el logotipo del hospital—. Lo superaremos. Siempre lo hemos hecho, Elvira. Ha sido una crisis y te van a cambiar la medicación. Piensan que era demasiado baja y por eso te habrá surgido el brote. Lo irán viendo y probando hasta dar con la adecuada.
«Ya. Siempre es lo mismo. Volverán a atontarme, a seguir las rutinas, a cuidarme, a vigilarme, a estar siempre acompañada. Quitar cualquier pequeña emoción por «mi bien», claro». A través de la ventana se divisaba una pequeña montaña. Recordó a Víctor, su sonrisa, su pelo anaranjado, su forma de retirarle el pelo de la cara, sus dedos rozando la mano… Víctor era su mente enferma, fraccionada, el clic que a veces saltaba cuando dejaba de tomar las pastillas verdes o las rosas, o las dos a la vez. Víctor era su canturreo matutino, las ganas de reír, de bailar, el sexo salvaje, las cenas opíparas, los viajes sin destino y todo lo que las pastillas no le permitían hacer. Víctor siempre aparecía cuando leía, daba igual lo que fuera: novela negra, histórica, ciencia ficción. Víctor había sido detective en los años cuarenta en Estados Unidos, investigador del CERN, senador en la época romana y ministro con un Borbón. Víctor había sido marinero luchando contra una ballena blanca y había huido de las sirenas en una epopeya. Víctor había sido un Rolando medieval; Romeo en busca de su Julieta, el señor Darcy en un Netherfield muy particular. Su secreto, su castigo. Nadie sabía que Víctor aparecía en los libros. Solo ella. Aunque irremediablemente acabase siempre en una cama de hospital durante unos días, merecía la pena por la aventura, la emoción, el misterio, el riesgo, el amor, la pasión… «Sentir, joder, sentir, aunque sea unos momentos nada más».
Nico se volvió hacia la mesita colocada al lado de la cama.
—Te he traído cosas de casa: desodorante, un peine, cepillo de dientes, ropa interior… —La miró en silencio un largo rato—. Y, bueno, he bajado a la librería. El médico ha recomendado que nada de aventuras, misterios, acción ni intriga, así que te he comprado una romántica. Pasión en las montañas. —Dejó el libro, cuya portada era de color rosa chicle, sobre la cama, a la altura de sus manos—. Voy a decirle a las enfermeras que ya has despertado.
Cuando cerró la puerta, Elvira cogió el libro. En la portada aparecían dos figuras que se abrazaban y, al fondo, una montaña nevada. Parecía que el hombre, más alto que la chica, era pelirrojo. Eso le pareció a Elvira. Le dio la vuelta para ver de qué trataba. «Un millonario alemán, harto de su vida en la ciudad, se refugia en las montañas bávaras para escapar de un pasado tormentoso. Allí, conoce a una encantadora maestra de pueblo…».
Comenzó a leer las primeras páginas. No era difícil pensar en Víctor susurrándole al oído un dulce «meine lieben» en las montañas alpinas. Y se sumergió en el placer de leer, una vez más.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Un relato fluido acerca del ojo del alma: la imaginación.
Enhorabuena…….
¡Muchísimas gracias, Charles, por tus palabras!