Manuel Valero.- Desconozco el tiempo que sobrevivirá el libro de papel a la colonización integral del universo digital pero gratifica escuchar a las personas que leen que sin dar la espalda al resplandor de fría luz de una tablet reconocen que leer no sólo es un acto intelectual sino una liturgia que lleva aparejados el tacto, el olor de un libro impreso que se deja subrayar, anotar en márgenes y dejarlo a nuestro lado en la mesita de noche aguardando paciente, a desplegar de nuevo las velas para seguir derrota de la historia que nos ocupa.
El libro tiene, además, un llamado sentimental y es como un jalón en el mapa de nuestra vida. Yo aún recuerdo cuando compraba en los tenderetes de Madrid los libros de Herman Hesse, de Kafka, de Neruda y una nómina interminable de autores, ellos y ellas, cuyos lomos hoy veo envejecer en las baldas de la biblioteca doméstica. En ocasiones les echas un vistazo y relees las notas y los subrayados y regresas a los tiempos en los que leer era una obligación moral, contestataria, más que un recomendable y saludable hábito de consumo. Esa ligazón que nos ata a los libros de papel, esa conexión casi íntima, ese emparejamiento casi erótico es imposible con un libro electrónico o cualquier soporte digital por idéntica que sea la acción lectora y la comprensión de lo que se lee. Uno por ejemplo sería incapaz de leer Cien años de soledad en soporte digital. Del título cimero de Gabriel García Márquez y de la Literatura Universal aún conservo el ejemplar que adquirí en el Círculo de Lectores en cuya portada aparecía una anciana centenaria, triste y arrumbada en un rincón.
Volver a cogerlo es toda una experiencia. En cambio hay otros libros como el celebrado universalmente Código da Vinci que más pareciera estar concebido para leerlo viendo las páginas deslizarse por la pantalla que hojeándolo plácidamente sentado en el salón de casa. Pero cuando tuve la certeza de que el cosmos binario ya había llegado para quedarse fue cuando en un viaje que hice a Madrid por motivos profesionales observé que los pasajeros miraban todos una pantalla de móvil, tablet, o del portátil. Me bastó con cerrar los ojos y transportarme en la máquina del tiempo que son los recuerdos a los años 70 cuando el papel de los periódicos y de los libros de papel ocultaban las caras de los lectores, sin más destellos en sus rostros que los del asombro de lo que estaban leyendo.
Si en el mundo de la prensa hace tiempo que comenzó la cuenta atrás, el libro aún se resiste a la frialdad del pantallazo y defiende en feroz resistencia la realidad de sus páginas calientes, cuyo tacto forma parte del cortejo, como forma parte la página doblada en el lugar donde dejamos la lectura. Hoy, la edición y la autoedición se disparan a medida que desciende el número global de lectores aunque mi editor, Javier Flores, mantiene, datos en la mano, que la decadencia lectora es una leyenda urbana. Sin embargo, mantengo que con la lectura pasa como con el tabaco, cada vez quedan menos fumadores pero fuman mucho y el hecho de que la legión de escritores que se autoeditan vean satisfecho su sueño únicamente cuando tienen su libro de papel y de cartón entre las manos es una señal inequívoca de que el libro orgánico, físico, tridimensional, es aún depositario de una larga vida.
Los libros tienen su mercado y su destino. Alguien me dijo una vez que hay libros de playa y libros de parque o de salón de casa. Se refería a que determinados títulos, generalmente de moda, bestsellers profusamente lanzados con una invasiva estrategia comercial se dejan leer tranquilamente en la holganza playera y no así otros. ¿Tú te imaginas a alguien leyendo El superhombre de Nietzsche o El proceso de Kafka tumbado en una toalla en el litoral levantino? En parte llevaba razón y además comprobé un detalle: los libros playeros siempre llevaban en la cubierta el mismo título, el del bestseller de moda. Porque esta es otra. Hace tiempo mantengo, tal vez equivocado, que hoy se escriben muchos libros, lo cual es maravilloso, pero poca Literatura con mayúsculas, de tal suerte (mala) que la Literatura tal y como la concebimos hasta hace muy poco, la de libros insólitos, innovadores, creadores de géneros y de universos literarios complejos, la que te lleva al disfrute plástico por el estilo del narrador o a la reflexión por la profundidad de su pensamiento, la que genera arquetipos o personajes de ficción tan corpóreos como cualquier mortal… esa Literatura forma parte del pasado.
Menos mal que aún tenemos la suerte de contar con una gigantesca biblioteca sedimento de cuanto escribieron grandes hombres y grandes mujeres y a la cual podemos recurrir para leer libros pendientes o releer los que nos impactaron. Los premios Nobel de Literatura aglutinan en su historial un listado de nombres gigantes, perpetuos y universales de tal modo que cuando se da a conocer al ganador en estos tiempos digitales, los agraciados aparecen como verdaderos desconocidos, aunque el último llevara la firma de un icono de la música como Bob Dylan, señal de que los tiempos y la Literatura grande vive de un gran legado más que de un prometedor presente. Pero junto a París, y otros legados sugerentes, siempre nos quedarán los libros, en digital o en carne mortal. De otro modo significaría que todo se ha acabado o que vivimos en una sociedad distópica como ya se encargó de avisarnos el gran Truffaut. Buen lo que queda del Día del Libro.
Afirmar que los libros digitales van a matar al papel es como decir que la televisión se cargó a la radio.
Creo que los libros digitales y los físicos van a reajustar sus mercados en los próximos años potenciando sus virtudes y perdiendo algunos defectos en los que se fija la competencia.
Al fin y al cabo, como decía el escritor francés Paul Valèry, «los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido»….
A alguien envidiosillo no le gustaría escribir y vender miles y miles de libros de un bestseller?