El suicida siente que el mundo ya no va con él. El mundo marcha por carriles que lo dejan de lado. Al suicida lo rodea una serie de cosas y personas que andan a lo suyo y lo dejan al margen. Nadie está más solo que un suicida. Es como la antítesis del amor. Como el poema Alone de Poe. Le resulta imposible encajar en el mundo.
Entre esas cosas están las medicinas. Algunas de ellas las ha abandonado porque ellas lo han abandonado ya a él. No le hacen efecto, o le provocan efectos secundarios indeseables en la piel, en el humor, en el ánimo, descargándole energías, empalideciendo sus emociones, aturdiéndolo, durmiéndolo o negándole visión periférica. Al cabo termina pensando que le disimulan la realidad o pegan sus pedazos para hacer aparecer un fantasma o incluso peor, un fantoche. Y los suicidas no quieren ser nada, ni siquiera un fantasma. Eso lo he observado en muchos astistas suicidas: intentan destruir todas sus obras, sus fotografías, su mismo recuerdo.
Otras cosas que hay a su alrededor son las inútiles, las que no necesita o las que lo agobian: trabajo por hacer, cuentas por pagar, enfermedades por curar, sentencias legales por esperar (y que, sabiamente, el estado, con su potestad sobre la injusticia, demora y demora para que la desesperanza cale hasta en los más profundos huesos del alma)… Las cosas que necesita las ha perdido él mismo o se las perdieron los otros con su indiferencia: incluso las gafas para leer (con las ganas para leer: ¿para qué hacerlo si nada va a cambiar ni nada va a recordar?), las gafas para ver lejos y reconocer las manchas de las caras de los desconocidos que no lo aman, el teléfono móvil, al que ni siquiera carga las pilas porque no tiene a quien llamar y si llama no lo van a escuchar o serán los que tiene cerca en casa y no le quieren oír porque si lo oyen no lo van a entender o van a entender lo que ellos quieren entender. Más soledad, en suma. Y lo que es peor: ha perdido hasta las ganas de encontrar los objetos que necesita, las palabras que quiere oír… cree que le harán pagar un precio por eso, y el suicida está harto de pagar, está harto de esforzarse, porque ha visto que todos sus esfuerzos han sido inútiles, han sido mal comprendidos o no han valido de nada, porque tiene unos deseos de arreglar las cosas superiores a sus propias y menguadas capacidades para hacerlo. Ni siquiera ha podido cambiar su vida, o hacer lo que le gustaba, o ser comprendido por quienes amaba y sigue amando, pero de una manera que ellos ya son absolutamente incapaces de comprender. Nada ya lo puede distraer: en la televisión ponen las mismas películas que ha visto una y mil veces, en el cine nuevas versiones de historias que ya se conoce… El arte ha dejado de existir, porque ya no puede enseñar nada nuevo ni entusiasmar a nadie.
El suicida piensa que la soledad es peor que la muerte. Por eso se suicida: para no estar ni siquiera solo. Así que muchos suicidas en realidad solo intentan suicidarse para que la gente acuda cerca de ellos y se sientan menos solos. Porque la soledad es, sin duda alguna, para un suicida, la principal causa del acto.
El suicida padece lo que Freud llamaba pulsión de muerte. Si tuviera ganas, leería a Lucrecio, a Poe, a Leopardi, a Feuerbach, a Thomas Hardy. Pero no tiene ganas: «Quien sabe de sufrir, todo lo sabe». Desea ir a un lugar donde todo ya no importe; un lugar de simplicidad absoluta, al Jardín de Proserpina que poetizó Swinburne. En ese jardín no hay felicidad, solo paz y tranquilidad; Espronceda ya lo cantó en su poema a la Muerte, incluido en El diablo mundo.
Cuando ese alguno ya ha intentado suicidarse bastante, encuentra al fin la manera de hacerlo con disimulo para que la gente no sufra por él y lo hará pasar como un accidente o simple muerte común; nadie sabrá cómo lo hizo, no le verán motivos para hacerlo, será su pequeño secreto. El pequeño secreto de quien perdió toda esperanza de amor, de quien negó el mismo amor, la mera posibilidad de amor. Se dio cuenta incluso de que no hay Dios y, si lo hubiera, no se interesaría de ningún modo por nadie y ni siquiera nos odiaría, ya que, tras habernos dado cuerda, nos deja desmenuzarnos con perfecta indiferencia. Y será enterrado en una sima con cruz y todo, como si hubiera creído realmente en algo.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
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El suicidio en occidente es una tragedia silenciada. Una de las primeras causas de muertes accidentales en España. Un tema TABÚ porque remueve las tripas de nuestra cultura, el sentido de la vida.
Conozco de un chico que se suicidó, siempre me pregunté si su mayor tragedia fue que nadie se lo impidiera. El llevaba una cruz que no debió nunca llevar sólo.
Dios se aloja en la conciencia, y ayuda a llevar la cruz con la dignidad de quien busca y lucha hasta encontrar el sentido de su vida, amar y ser amado, ser útil hasta desfallecer en el gran proyecto de regenerar otras vidas rotas.
NO SOMOS ISLAS.
Uff
Es triste. Los fármacos han sacado de centros psiquíatricos a muchos enfermos para devolverlos al hogar, normalizando ficticiamente la enfermedad. Pero los efectos secundarios de esas medicinas son devastadores. Conozco a algunos de estos enfermos que han pasado de ser personas llenas de energía a parecer muertos vivientes.No se pueden describir mejor que usted los efectos (perniciosos) secundarios . Me ha gustado mucho el artículo.Muchas gracias.
A mí me encanta cómo, últimamente, y sin renunciar a su valor literario (yo diría que al contrario, realzándolo), nos va contando un montón de cosas peliagudas con una serenidad y una franqueza que, por otro lado, dejan muchas líneas de sesgo, como miguitas de pan, a la lectura de calado y «simas» complejas. Estos «contornos de la muerte», quizá expresión del me-rodeo por la vida, de nuestro rodar más clásico que eterno, me han recordado (no sé por qué) a la mente privilegiada de Ángel Ganivet momentos antes de arrojarse a un oscuro río escandinavo, de cuyo nombre no tengo ganas de buscarlo en la Wikipedia.
Ni contigo ni sin ti deberían llamarse estos fármacos psiquiátricos. Hace cosa de un año leí la entrevista que le hacían en El Pais a un psiquiatra, danés creo que era, que cuestionaba la älegría con que se prescribían estos medicamentos. Los llamaba lobotomía química. Consideraba que muchas enfermedades mentales, como la depresión, podrían mejorar con una adecuada terapia psicológica y sin medicamentos. Ni que decir tiene que llovieron fuertes insultos, a él y al peridodista entrevistador, de los lectores comentaristas. Que era una grave irresponsabilidad , decían, que hay algunos enfermos que pueden llegar al asesinato cuando se empecinan en no ingerirlos, etc.
No hay que llevar nada a extremos absurdos, pero probablemente haya mucha más gente hipermedicada de lo deseable. Es lo más cómodo para todos, médicos, sociedad y familias… menos , tal vez, para el enfermo.
De los suicidios no hablan los ciudadanos, las instituciones, los profesionales, ocultando una realidad que va más allá de las cifras.
La cifra real no solo tiene un lado negro por los suicidios infradeclarados oficialmente, sino también por la manera que la sociedad en su conjunto se enfrenta a este problema de salud pública.
Tenemos que desterrar de una vez la indiferencia, el miedo y la incomprensión y hablar más y mejor de todo lo que está alrededor del suicidio, una epidemia cuyas causas se encuentran en el impacto de la fragmentación social, en la soledad, en la desintegración de vínculos familiares, en el deterioro de la calidad de vida, en la desorientación en un mundo relativista y en la desigualdad social.
Ante el tabú, la palabra…..