Manuel Cabezas Velasco.- En las aguas del Mediterráneo se atisbaban los primeros rayos del sol del día que estaba a punto de comenzar. Los embarcados en la travesía estaban rodeados de una gran superficie de agua, mas no había tierra firme a la vista. La fusta estaba en calma, el oleaje no daba quebraderos de cabeza a la embarcación. El pasaje aún trataba de descansar. Nadie, salvo los que gobernaban la nave, estaba aún despierto.
De pronto, Isabel abrió los ojos, algo alterada, pero en el instante en que miró a su diestra y encontró a Juan, su esposo, contemplándola con una dulce sonrisa, todo volvió a la calma.
– ¡Tranquila, mujer, todo parece calmado! – el joven consolaba a su dama. Aún la gente no tenía mucha prisa en comenzar el día. ¡Mirad hacia allá, veis a vuestros padres, un poco más allá están los míos!. El mar está tranquilo. Sigue descansando, mi niña.
Recordaba Juan en ese momento de tranquilidad lo importantes que habían sido sus padres en su vida. El agradecimiento no alcanzaba sólo a este momento de huida – que quizá necesitasen aún más el vigor de su juventud -, sino todas las aventuras y desventuras que les había deparado la vida.
De su madre, María, qué podía decir, lo representaba todo para él. La había dado la vida, y ese principio era inviolable. De su padre, Sancho, a pesar de que siempre fue muy riguroso con él – pues sus veleidades habían sido muy frecuentes y su falta de rigor con los principios mosaicos aún más – no podía tener nada más que elogios. Era su ejemplo a seguir y el de muchos de sus correligionarios. Además, su confianza plena se la había otorgado al hacerle partícipe como socio en ciertos arriendos de propiedades que compartían con Diego de Villa Real y con Rodrigo de Oviedo.
La importancia de su padre había sido siempre capital en el transcurrir de su vida. No había un recuerdo en el que a su progenitor no le encontrase asociado a cualquier responsabilidad, ya fuese religiosa o económica, ya fuese con la comunidad conversa o con su familia y allegados. Por eso, en esta huida nunca se le pasaría por la cabeza abandonar a su suerte a su gran valedor, aquel que a pesar de las reticencias de su suegro, logró encauzar una boda que los dos jóvenes no tenían ninguna duda en llevar a cabo. Sin embargo, el progenitor de Isabel, Pedro González, no estaba tan de acuerdo con arrancar de su seno a su preciado tesoro y ponerlo en manos de un joven díscolo y a veces bastante alejado de la fe judaica.
La intervención de Sancho en los trámites previos a la ceremonia, fueron cruciales para que Pedro, futuro suegro de Juan, cambiase de parecer. A esto, por supuesto, siempre habría que unirle el papel protector de su madre, pues su propio padre a veces no estaba de acuerdo con todas las travesuras del entonces joven Juan.
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La permanencia de Sancho de Ciudad por las tierras de Toledo aún ocuparía varias jornadas. Los recelos de muchas personas en Ciudad Real de su presencia obligaban a ser cautelosos, aunque tanto en la ciudad toledana como en la de su origen, los ánimos estaban muy lejos de llegar a ser calmados.