Un relato de Manuel Valero.- El latinajo evidenció que el cura estaba dispuesto a entrar en faena sin más premura pero Luis Housman lo convenció para que descansase del largo viaje y aguardase al día siguiente con el fin de iniciar los sortilegios más fresco y relajado.
La tarde en que llegó Lucio Fernando, alias Lucifer, estaban todos en el despacho de Gillow excepto la señorita Red y Timoti Argo que en esos momentos y en otro lugar pormenorizaba los detalles de un plan que había urdido y que de salir bien repondría la estatua del Caballero de la Invisible Figura en su lugar. El curso de las cosas nos llevará al relato de las estratagemas de Argo pero por ahora quedémonos en el despacho del alcalde Francis Gillow.
El alcalde abrió la persiana hacia arriba, y allí abajo, en el centro, no estaba el refajo de nadie sino el pedestal más solo que la luna rodeado de un mar de cabezas. Invitó a Lucifer a asomarse.
–Felix qui potuit rerum cognoscere causas– musitó.
-Feliz quien pudo conocer las causas de las cosas- tradujo el ayudante.
OH, Dios mío, ahora esto… me temo que no saldrá bien- lloriqueó Gillow sobre el hombro de Housman.
-Tranquilo alcalde, la cosa marcha
-¿Lo dices convencido?
-Completamente.
El sacerdote dio órdenes de que acordonaran la Plaza para trabajar a gusto a primeras horas de la mañana.
El cura y el ayudante abandonaron el despacho y se fueron al hotel de Santa Marta, comm,il faut. Carnationtrataba de reprimir una sonrisa burlona.
Al fin llegó el gran día. La policía local precintó la noche anterior el perímetro de la Plaza. Gillow contó los minutos que faltaban para las siete de la mañana. Iba de un lado a otro del despacho, intranquilo. La mano del alcalde, Luis Housman estaba sentado en el sillón de cuero del gobierno que deseaba para sí, y Nicolás Carnation leía la prensa local que informaba de los acontecimientos con grandes titulares. A las siete menos diez llamaron a la puerta. Era el cura de Betanzos vestido de calle y su ayudante. Lucifer llevaba un maletín.
-A la tarea, señores –exclamó lozanamente el cura vidente-. Y a fe mía que ese Campeón de los Desvaríosvolverá a su sitio para no moverse más.
-Que así sea –suspiró Gillow.
Salieron del consistorio, tomaron la Plaza desierta y enfilaron hacia el pedestal que pintaba sobre el suelo una sombra descabalgada porque no había caballo. Lucio Fernando se detuvo junto al pedestal, miró la posición del sol temprano aviserándose la frente y depositó en el suelo el maletín del que empezó a sacar cachivaches. Había de todo, muñequillos, agujas, cerillas, mascarillas, imágenes de vírgenes morenas, patas de gallo, botellines diminutos de agua bendita, estampas de santos, y el rosario de su madre. Con una escobilla barrio el polvo urbano del pedestal. Gillow sudaba y temblaba, se veía el centro de las chirigotas del Carnaval. Las autoriades se colocaron fuera de un circulo de cintas adhesivas rojas y blancas. De repente el cura saltó y se pingó en el pedestal para seguir limpiando polvo. Carnation movía la cabeza y se reía el solito..
-Como siga haciendo polvo… desaparece el cura y aparece el pollo –dijo Nicolás.
–Cachondus ítem morituri– respondió Housman inventándose el latinajo.
-¿No ha llegado la prensa aun? ¡Qué raro! –preguntó el alcalde.
-No, los hemos convocado en Buenapiedra y les hemos dicho a los plumillas que era allí donde se iba a realizar el exorcismo este o lo que sea…
-Pero cuando se enteren nos van a dar más palos que a una estera…
-Sí, pero cuando vuelvan, hale hop, ya estará la estatua allí arriba, como si no hubiera pasado nada.
Pero los plumillas locales no picaron el anzuelo y como sabían el asunto quedaron en un piso de la Plaza para ver la función desde una vista estratégica y privilegiada y contarla para la posteridad.
Después del barrido, el cura de Betanzos sacó una ristra de velas que fue colocando alrededor del pedestal y las prendió con un fósforo lardo de misa, cuya deflagración provocó una diminuta nube. El lugar adquirió el aspecto de un altar iniciático.