Con el tiempo uno va adquiriendo la condición de lo inmóvil. Se deja de ser persona para ser cosa. Se te queda la mirada fija, como en un cuadro. Quevedo al hacerse viejo veía que el tiempo se le aceleraba, que los cambios se quedaban fuera y le pasaban los días sin darse cuenta; hasta que ya no hay cambio alguno y te vuelves parte del paisaje o de una foto.
Seguro que todos terminaremos así, por dejar solo una fachada. Como lo que decía Manuel Machado a la muerte de ese poeta fracasado, Alejandro Sawa:
Jamás hombre más nacido
para el placer fue al dolor
más derecho.
Jamás ninguno ha caído,
con facha de vencedor,
tan deshecho.
Las imágenes perduran, pero nosotros no, a veces incluso antes de morir. Por detrás de la fachada el interior está derrumbado, ausente. Solo seremos lo que los demás piensen que fuimos. Un espectáculo grotesco, como en la Balada de los ahorcados de François Villón o, más bien, el pastiche que hizo de ella José María Valverde:
Compañeros, poetas del futuro, / sed buenos con nosotros; intentad / comprender cómo pudo ser tan duro / este inútil vivir en vaguedad, / este fracaso, al fin debilidad.
Ahorcados nos veis, en vuestros días, / hacia el olvido, ya en bibliografías, / sólo borroso haber tradicional, / huesos al viento en las antologías / seco polvo de tesis doctoral.
Hermanos, los poetas del mañana: / si queda entonces imaginación / pensad qué mal negocio es esta vana / conciencia nunca en paz de los que son / poetas de una «edad de transición».
Diréis: «No dieron una, pobre gente: / hechos a lo sublime, de repente / quisieron ser reales, y era tarde.» / Y no sabréis que hoy damos por valiente / al que no es peor cosa que cobarde.
O sea, como hoy. Seremos parte del pasado, no del futuro. Ya lo dijo Vicente Aleixandre en «Como Moisés es el viejo»:
Para morir basta un ocaso. / Una porción de sombra en la raya del horizonte. / Un hormiguear de juventudes, esperanzas, voces.
Y allá la sucesión, la tierra: el límite. / Lo que verán los otros.
Es una tendencia opuesta al narcisismo y la obsesión por la cirugía estética y la juventud de nuestra época; a nada tenemos más cariño que a nuestra careta, hasta el punto de que se confunde con nuestra cara; pero nuestra cara se deshace, víctima del poder centrífugo del tiempo. Me imagino las palabras que escribí; su significado solo existirá cuando alguien, quizá nadie, las lea, porque ya han muerto para mí incluso antes que yo: yo mismo no las recuerdo ahora y a veces ni siquiera las conozco como hijas mías: me parecen venidas de la mente de un extraño, con el que quizá pueda sentirme identificado; por eso ahora se muestran más hermosas, con la impronta de lo recién creado, de lo nuevo: es la única recompensa que dispensa el olvido: la de volver a nacer; que también lo dijo Quevedo:
Un nuevo corazón, un hombre nuevo / ha menester, señor, el alma mía: / ¡desnúdame de mí, que ser podría / que a tu piedad pagase lo que debo!
Porque Quevedo se hallaba tan asqueado de sí mismo que deseaba nacer otra vez, sin memoria, sin culpa, sin hombría: con la inocencia del que viene al mundo por primera vez. Porque, como dice Unamuno, «vivir encadenado a la desgana / ¿es acaso vivir?». Juan Ruiz, arcipreste de Hita, dio en el clavo cuando escribió que «pensando en estar triste, tus ojos no se abrían»: la acidia consiste no en la tristeza misma, sino en la obsesión por la tristeza: la tristeza es algo natural, pero pasa como un momento de lluvia; y el acidioso se obsesiona con ella y la hace durar hasta la muerte.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
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Interesante artículo.
Lo mejor el seguir el proverbio chino que nos indica que «no puedes evitar que el pájaro de la tristeza vuele sobre tu cabeza, pero sí puedes evitar que anide en tu cabellera»…