En 2009, en la introducción del trabajo de García Pavón, ‘Ciudad Real. Notas de un viaje apresurado’ aparecido en la colección Recortes de prensa Castilla-La Mancha, editado desde el Centro de Estudios de Castilla-La Mancha, denomine mi texto como ‘García Pavón. El viaje apresurado o la quieta velocidad’.
Expresando con ello, con ese postítulo una paradoja sentida como fuera la de la quieta velocidad.
Paradoja porque toda velocidad es cualquier cosa menos quieta o estática.
Ese mismo año, aparecieron las comunicaciones del congreso de arquitectura de Almagro de 2007, organizado por la Fundación Fisac, bajo el título La materia de la arquitectura.
Mi contribución de entonces contó con el también paradójico titulo, La materia de los sueños o el movimiento del sedentario.
En ambos casos, la quietud de la velocidad y el movimiento del sedentario, no dejaban de expresar tanto la citada paradoja, como cierta imposibilidad física del enunciado, pero no imposibilidad poética.
Una imposibilidad que aproximaría la expresión a un oxímoron, pero que no dejaba de producir ese eco poético agudo en esas limitaciones e imposibilidades.
Algo de esto he recordado, al visionar la reciente película de Terence Davis, ‘Historia de una pasión’, que es un imperfecta traducción de la versión inglesa ‘A quiet passion’.
Y que da cuenta de la vida difícil de la poetisa norteamericana del siglo XIX Emily Dickinson.
Esa pasión callada o esa pasión tranquila, expresa un conflicto parecido al enunciado antes.
Toda vez que una pasión es un sentimiento o una emoción de carácter violento y enérgico que se suele manifestar con intensidad y fuerza.
Todo menos esa adjetivación de pasión tranquila, derivada del título inglés.
Salvo la propia vida de la poetisa, ajena a los chirridos y pompas del mundo y por ello colmada de quietud, apartamiento, abandono o soledad.
Como relata la antología de sus poesías, editadas por Pretextos, bajo el título La soledad sonora.
Si no hay velocidades quietas, ni sedentarios movedizos, podríamos decir de igual forma que no hay pasiones tranquilas, por muy apacible que fuera la vida de Dickinson en Nueva Inglaterra, casi encerrada tras los cristales de la casa familiar.
Prolongado esa denominación de ‘A quiet passion’ otros contrasentidos, como el que fuera el eslogan de la campaña presidencial de François Miterrand en 1981, como ‘La fuerza tranquila’.
Incluso tensando la voz del capataz de costaleros en la Semana Santa sevillana, cuando pide a los esforzados portadores ‘Quietos parados’.
Que es tanto como significar que hay quietudes en movimiento y por eso se exige la absoluta paralización de la quietud.
José Rivero
Divagario