Manuel Valero.- Del recinto antiguo del colegio público Ramón y Cajal sólo quedan los dos eucaliptos y la gran verja (aunque remozada) que lo circunda por las calles Alejandro Prieto y San Feliciano. En él asistí por primera vez a una clase de verdad y experimenté un olor que se ha quedado impreso en mi memoria.
Siempre que paso por la zona miro los mismos eucaliptos que hacían centinela frente al pabellón de niños y niñas que llevaban con pulso firme y palmeta presta doña Carmen y doña Joaquina. Doña Joaquina fue mi primera maestra y no la recuerdo con miedo, sino con devoción. Tenía para mis inocentes ojos de niño un porte como de aristócrata pobre y esa elegancia innata que destilan las maestras antiguas. Es cierto que de vez en cuando usaba el arma docente para domeñar a los inocentes asilvestrados, pero nunca con ira. De hecho tengo que cerrar los ojos con fuerza para retener la imagen de doña Joaquina descargando toda su ira contra la párvula manita de un mocoso. Y si lo hacía, ya os imagináis, era más un aviso que otra cosa, un pequeño golpe (hoy condenado proscrito y colocado en la estantería de las torturas así como la palmeta, junto al aparataje inquisitorial) para que los demás niños mantuviésemos la disciplina, la boca callada y el orden en la fila para recoger la ración de leche en polvo o Calcio 20, lo cual constituyó un verdadero salto cualitativo. Un niño decía que tomando eso ya no hacía falta untarse las manos con ajos para que se rompiera la palmeta de doña Joaquina sino que ese líquido blanco como la leche que no era leche nos convertía en niños de hierro, indiferentes a todo dolor. Creo que fue con el Calcio 20 que muchos perdimos la inocencia, pues después de aquello la maestra daba sus palmetadas con un gramito de crueldad añadida, lo cual nos hizo sospechar que se había enterado porque entre nosotros había un chivato.
De los himnos patrios del que más me acuerdo es, curiosamente de un cántico religioso, del Venid y vamos todos con flores a María. No sé por qué, pero ése es el cántico que me viene libre al recuerdo cuando evoco el primer colegio de mi vida, y siempre se me aparece la imagen de doña Carmen con un pequeño pañuelo en la cabeza conduciendo a las niñas en fila devota y procesional.
Recuerdo las escaleras que había que subir a las aulas del pabellón, una a la derecha; otra la izquierda , el terror de hacerlo en solitario las escasísimas veces que llegaba tarde, la algarabía de los recreos y la imagen de aquellos dos eucaliptos que se me figuraban imponentes desde mi perspectiva infantil. Mi calle, la calleSan Gregorio, quedaba muy cerca, de modo que iba y venía dando un paseo, una vez superado el terror pánico de la primera vez a pesar de mi experiencia en las escuelas de cagones, que eran escuelas a trasmano de la oficialidad donde íbamos los pobres y que consistían más bien en que una mujer, siempre una mujer, reunía a los cachorros del barrio en su casa. De hecho cuando puse el pie en el colegio Ramón y Cajal, en el interior del aula, quise reconocer a un niño del que me hice amigo trasteando a nuestro antojo en la carbonera de una de esas escuela de cagones y cómo se fue llorando agarrado a la mano de su madre y cómo yo me fui llorando agarrado a la mano de la mía. Creo que esa mirada de pavor compartido nos hizo cómplices de por vida porque ambos intuíamos la que se nos venía encima. A mí mi madre me perdonó, como ha hecho siempre. Así que al verlo en el aula, corrí hacia donde él estaba con mi banquete que me había hecho mi tío Felipe y todo el miedo se esfumó. El miedo. El olor, no. Siempre que paso a una sala, o a un aula, o a algún recinto vacío que poco antes ha estado lleno de gente, se me viene a la pituitaria el olor del aula del colegio Ramón y Cajal. Como la magdalena de Proust pero en mi caso más de pueblo.
Estos días he leído que se ha inaugurado un gimnasio en el colegio y como en esto del periodismo digital la gente tiene una participación libre de impuestos y de identidad, ya hay quien dice que después de un siglo… ya era hora. Pero yo no voy a detenerme en la disensión refleja, en este caso. Si no que al leer la noticia fui automáticamente a la recherche du temps perdu y me acordé de todo cuanto he anotado en este artículo aperiodístico de puro sentimental: del pabellón, de doña Carmen y Doña Joaquina, del mes mayesco y mariano ,de la palmeta de la maestra, del Calcio 20 y su capacidad para convertirnos en héroes marvelianos… y sobre todo de los dos eucaliptos, que todavía hoy otean la calle desde el interior del recinto escolar.
Ah, Ramón y Cajal. Nombre apropiadísimo para un colegio. Apellidos más bien de don Santiago. Nombre y apellidos de un hombre de ciencia, de todo un Premio Nobel. Nombre y apellidos de un hombre de esos que resisten la revisión ideológica y doctrinaria del callejero. Santiago Ramón y Cajal. Un solo hombre. Y no una pandilla de tres como creíamos en nuestro imaginario infantil.
Dejas claro que la verdadera patria de uno, es la infancia. Con eucaliptos o con acacias. Sombras recuperadas de los parvularios con olores de goma y papel secante. Salud.
A doña Joaquina no la conocí, pero creo que a doña Carmen sí. Yo, cuando párvulo, estaba doña Emiliana. La mujer, ya mayor, se echaba un coscorrón de vez en cuando. Todas las mañanas rezábamos un padre nuestro y un ave maría al entrar a clase. Algún palmetazo recibí, y quizás merecí. Pero ni los rezos ni los palmetazos han dañado mi autiestima ni producido trauma alguno. Cuarenta y un muchachos eramos en clase (yo era de masculino), esto causaría la deserción de más de un docente de hoy en día.
Acláreme don Valero, ¿era doña Carmen alta, de espalda encorvada y andar tambaleante, como asegurando cada paso que daba? Si así fuera, guardo buena memoria de ella. Recuerdo su empeño en hacerme escribir bien el número cinco, pues yo lo escribía al revés. Era una buena mujer.
Recuerdo las clases de altos techos de los que pendían las lámparas con forma de chupachups, globos que una vez fueron blancos eran ya amarillos; las larguísimas pizarras negras que ocupaban una pared entera y que, bien por la humedad o por evitar nuestra ortografía, se negaban a recoger nuestros primeros palotes; los enormes ventanales; las escalinatas para subir a las aulas, a cuyos pies jugábamos a las canicas. Y también recuerdo, claro que sí, los eucaliptos, en cuyas ramas se refugiaban los balones que huían de nuestras patadas.
Lleva razón don Rivero cuando dice que la infancia es la patria de uno. Yo no creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, pero a veces somos felices y no nos damos cuenta.
Lo era
José Rivero cita al poeta Rainer Maria Rilke: «La verdadera patria del hombre es la infancia».
Lo es. Luego se vuelve apátrida pero lo es
Doña Joaquina y Doña Carmen, mis primeras maestras.Dñª Joaquina que nos decía zopencos antes de arrearte el palmetazo,siempre de oscuro y con poco pelo.Y Dñª Carmen alta y cargadilla de espalda, jajaja. En el recreo buscábamos pan y quesitos y algarrobas, ante la imposibilidad de comprarle una torta de alcazar al sr. que las vendia en la puerta.
Mi marido, por casualidad alumno también del colegio, tuvo de maestros a D. Esteban y D.Benjamín. Inolvidables recuerdos de los que han pasado demasiados años para mi gusto!!Yo también miro siempre a esos Eucaliptos que me siguen pareciendo gigantes, y mudos testigos de aquellos mis días de infancia.
Pillo colleja