Años después del lamento alonsiano, otras visiones diferentes no dejaron lugar a dudas del proceso abierto y ya desvelado en ciernes, a lo largo de una década –no prodigiosa, sino plomiza–. Década sesgada por la aprobación en 1963 del Plan General de Ordenación Urbana (PGOU),
por la limitación en 1966 de la actividad edificatoria dentro de Rondas, y en 1968, por la puesta en marcha del Plan Parcial del Casco dentro de Rondas (PPCR), que venían a sancionar un modelo de crecimiento y de renovación unilateral sobre la vieja ciudad: trastornando alineaciones viales, zurciendo solares, descubriendo plusvalías dormidas en un huerto, alterando las tipologías edificatorias y macizando manzanas residenciales tradicionales con altivos bloquecitos de renta limitada.
Década en la que, por consiguiente, se producen y se sientan las bases normativas de la renovación edificatoria tan pomposa como rancia. Renovación edificatoria orientada, básicamente, a la puesta en valor del suelo como soporte edificado y no tanto a la resolución de los problemas pendientes: ya de vivienda, ya de equipamientos, ya de infraestructuras. Para lo cual, para cifrar esa puesta en valor del suelo, debía de contarse con la desaparición de los repertorios edificados precedentes, fueran los que fuesen sus valores, al considerarlos inhábiles para el rendimiento económico.
En esa confrontación del suelo como valor de renovación edificatoria y de las edificaciones existentes como límite físico de dicha renovación, se plantearía el conflicto y la batalla entre una lógica transformadora jaleada por la legislación urbanística y una lógica conservadora, carente aún de respaldo normativo y de prestigio social. En esa lógica transformadora, prevalecerán más los aspectos positivos de una hipotética modernidad demanda por los nuevos tiempos productivos, que la visión de un pasado edificado que lastra y limita negativamente el impulso de transformación de una sociedad ávida de cambios. La demanda de reconversión de la vieja ciudad salida del túnel de sueño de la posguerra, requería por ello una renovación audaz y pronta del tejido edificado, sobre el que aparecerían nuevas valencias económicas y señuelos de un prestigio social. Estableciéndose en esta condición de la renovación, previa supresión del tejido edilicio, el marco conceptual de la nueva ciudad que se erige en los sesenta. Dicha percepción se sitúa, por consiguiente, en la certeza de que lo nuevo edificado, mejora siempre y de forma absoluta, a lo viejo. Para lo cual el discurso dominante, repetidamente aireado en la prensa y en los medios oficiales, se articula en una apuesta intensa de renovación sobre el baldío de solares obtenidos previa demolición de un patrimonio monumental encanijado y conscientemente devaluado y que sólo remite al pasado.
Es esta la afirmación, ya no encubierta sino visible y triunfal, de la prensa en 1969: Ciudad Real se transforma a costa de perder ciertos edificios singulares[1]. Es esta la valencia de la mutación y de la pérdida, aún no sentida como tal. Digo –lo que decían los exegetas del nuevo orden edilicio y los apologetas del sentimentalismo urbano– Patrimonio Monumental y no Patrimonio Histórico o Patrimonio Documental; como años más tarde quedaría desvelado, aunque ya tardíamente. Es esta la posición explícita del trabajo de Carlos Mª San Martín[2], cuando advierte del “discutido valor artístico e histórico” de la casa de la Torrecilla.
En esa misma regla de valor, y por obvia aplicación de sus principios, únicamente serían intocables algunos templos significados y los restos de la Puerta de Toledo. Por esa misma regla de valor de lo histórico y artístico, se produjeron las demoliciones del Torreón del Alcázar, del Convento de las Dominicas de Altagracia, de la vieja Cárcel, de los restos –aludidos por San Martín en su artículo anterior– de la Sinagoga de la calle del Lirio, de los restos maltrechos de la muralla –con Puertas, Poternas y Portillos–, de la Real Chancillería, de la Iglesia de San Juan, del convento de San Francisco o del Hospital convento del Espíritu Santo. Elementos todos ellos preclaros y distinguidos dentro del Patrimonio Edificado –se mire por donde se mire y pese al relativismo cultural pretendido– que pasaron a verificar esa ley de hierro de la renovación presurosa y de los solares calmos, para abrir un vacío que debía de colmatarse de mediocridad alarmante. Pero muy lucrativa.
[1] Lanza, 19 agosto 1969.
[2] C. Mª. San Martín, El último estertor de la Casa de la Torrecilla, Lanza, 6 febrero 1960.
Periferia sentimental
José Rivero
Crónica criminal de atentados urbanísticos. Me ha dolido especialmente la gasolinera del Garaje Ford, donde iba con mi padre a poner gasolina y me embelesaba con los surtidores de cristal que se llenaban y vaciaban alternativamente. Ahora tenemos un precioso hotel……………
Las fotos del Cafetín de San Pedro dan fe de las atrocidades cometidas en este pueblo catetísimo desde el punto de vista urbanístico…