Salvador Carlos Dueñas Serrano.- Cuando vas caminando, notas la altura por la que deambulas. Físicamente sientes que te desplazas sobre una tierra elevada. Desde sus infinitos caminos que de norte a sur asoman la vista a los confines de La Meseta, oteando el horizonte como un vigía en lo alto de las almenas de la fortaleza natural del Campo de Montiel, amurallado por la cordillera de los Sistemas Béticos y al norte por la sierra de Alhambra, percibes el cobijo y a la vez la protección de un paisaje delimitado por la arquitectura geológica.
Torres y más torres que han vuelto a la tierra que las irguió, pulverizadas por batallas y desuso convertían más altiva todavía la gallardía de una comarca poblada y repoblada por caballeros bereberes, almohades, vizcainos, castellanos y además por el más famoso caballero andante que jamás la pisó en realidad, perdurando en ella y sobre todos los tiempos como el invisible espíritu de lo caballeresco.
Don Quijote de la Mancha, siempre comenzó a caminar por el legendario Campo de Montiel, como aquí siempre comenzaron a escribirse los primeros romances de la literatura castellana, surgidos a borbotones de talento e inspiración como el manar de las aguas mágicas que a un río desborda en lagunas en una tierra que otra vez las torna río para beberlas de un trago y no volver a verlas hasta el parque Nacional.
Aquí también se desterró la crítica barroca, que en el silencio de estos desiertos redimía la pluma bocazas que ni el rey pudo contener. Por estos caminos polvorientos arremolinados como almas en pena que las corrientes térmicas del verano solitario enredan trenzando las rodadas de la vereda por los aires, transitó el consentido Quevedo y el angustiado Cervantes. Por aquí pasó el oro de las Indias Occidentales y pisó la austeridad militar de Santa Teresa y de regreso, muerto en andas, como cuenta el Quijote, desde Úbeda a Segovia, San Juan de la Cruz.
Media, cuando no toda, de la rica historia de España, en su etapa más floreciente del Siglo de Oro, surcó estás vastas planicies, pasando pensando, posando en las letras más selectas de la literatura universal el alma de unos espacios que como antes, como hoy y como siempre, fueron, son y deben seguir siento, Patrimonio de la Humanidad.
Aquí con veinticuatro años, la poesía renacentista de Jorge Manrique conquistó la montaña encastillada de Montizón. Lope de Vega aseguró que lo escrito por Manrique debiera estar en letras de oro. Su influjo llegó a Quevedo, como si el destino quisiera y lo quiso, que aquí en este pedazo de tierra donde a primera vista lo que más se aprecia es que parece no haber nada, se difumina en la densa atmósfera de su rica historia, la concentración de talentos literarios más destacados de las letras castellanas.
El Barrio de las Letras de la acogedora Madrid atesora las vivencias cortesanas. Las intrigas, las luchas por el éxito. El remoto y desconocido Campo de Montiel, la libertad creadora de un Quevedo agotado, un Cervantes desengañado, un Lope, como siempre suficiente y acomodado. Y por si fuera poco un Manrique enamorado y apesadumbrado.
Cualquiera de los muchos parajes de estos campos con más tierra que bosques, con más sol que sombra, con más contrastes que monotonía, muestran la impronta de un espacio viejo y antiguo donde es fácil observar, sobre todo a los que lo encuentran por primera vez, la genuína autenticidad de sus valores.
Todo es tan de verdad que parece hecho aposta.
En este microcosmos natural, histórico y cultural, pasas de la llanura cerealista a la media montaña. De las estepas castellanas a los bosques mediterráneos. De las cárcavas desérticas a las lagunas. De la canícula a la helada. Del cielo abierto al desfiladero.
Vas oyendo el rachear de tus pasos lijando con las chinas del camino la compactada arcilla pisada por legiones romanas después de iberos, fenicios y cartagineses. Caminos herrados con las cabalgaduras de guerreros, labriegos y arrieros. Jamás con la huella material de Rocinante pero con la certeza literaria de haberlo puesto a trotar por estos quijotescos campos un feliz amanecer de julio, en busca de libertad.
Hace más de mil años, el mundo venía del sur. Nos dejó alhajas tan incalculables como La Alhambra, el patio cordobés, o la judería de Sevilla. Desde el Descubrimiento, ese mundo nos venía de América, igualmente nos llegaba por el sur, dejándonos otra vez el Renacimiento en Sevilla y el Barroco en Andalucía. Por el castillo cerrado del Campo de Montiel, se pasaba de largo, ni siquiera se veía.
Desde que Cervantes nos miró, comenzó a verse el potencial de valores que atesora este pedazo de influencias manchegas y andaluzas, con identidad propia.
En nuestra época, el mundo viene del norte. Por eso Despeñaperros es la gran Puerta de Andalucía, y por supuesto que sí, como una Puerta del Paraíso, abre de para en par la belleza de un paisaje que por contraste con la aridez que lo antecede resulta doblemente hermoso. Por allí se va la mayoría. Siguen sin vernos. Pocos saben que también por el Campo de Montiel se accede a ese paraiso patrimonial y natural que es Andalucía, y a la vez, desde ella, se entra en el maravilloso microcosmos cargado de belleza natural y riqueza patrimonial del Campo de Montiel.
Hoy el mundo nos llega del norte y del lejano oriente. No sé que nos traerá, mucho me temo que nos quitará. Esta pobre tierra, indefensa de guerreros, con los castillos muertos hace siglos, la juventud emigrada y la vejez despoblando el territorio, se entrega como país rendido al más poderoso invasor.
La mayor y mejor riqueza de esta tierra hermosa, culta y rara, proviene de sí misma, no de sus codiciadas tierras raras. Nos están empezando a matar por las espalda, traicionados por nuestros mismos vecinos. Aquellos que viven de la rara suerte de haberse vendio al partido, la ambición trepadora y la multinacional.
Hoy visitaba Almagro con el placer y el orgullo de contemplar lo más digno y presentable de lo manchego, y eso que no está en La Mancha. Hoy paseaba con el coche el bello paisaje del Campo de Calatrava y me sorprendía gratamente haber visto en varias de sus localidades el anuncio de la comarca como Parque Cultural. Me preguntaba que pasa en Campo de Montiel, poseyendo el paisaje rural más genuíno del Quijote, formando parte de la obra cumbre de las letras castellanas y conteniendo una sustanciosa riqueza patrimonial, además de una Reserva de la Biosfera en Ruidera; que parece no importar a quienes debieran velar por la salud y la felicidad de todos, el cuidado de algo tan importante por su autenticidad y rareza, y sin embargo, lo infravaloran y venden a quienes sin cuidado ni control, lo matarán desangrando su subsuelo, contaminando su aire y envenenando su agua. Y nada menos que a los pies del monte sagrado y emblema de la comarca la Cabeza del Buey.
Hoy Don Quijote irrumpiría en Toledo con la lanza en astillero, pero parece ser que permanece preso en la cueva de Argamasilla como otro invento convenido.
Mejor no pensar en quienes parece que sólo piensan en sí mismos. Supongo que a cada cerdo le llega su San Martín. Mejor me siento aquí mirando, tranquilo y solo como Quevedo, en la quietud de estos desiertos. Mejor sentir como Manrique y su recurrente lema.
Pasear de Torre de Juan Abad o desde Villamanrique a Montizón, es una de las excursiones más sugerentes de esta tierra, el trayecto acompañado del agradable paisaje rural tan bien naturalizado con lo agreste de las sierras, se colma con la aparición de la mole esculpida con forma de castillo en un trozo de montaña, poque así parece el castillo de Motizón. Tan compacto como una escultura de una pieza, tan del sitio que es un peñón despiezado construído bloque a bloque con un pedazo de Sierra Morena. Describirlo merece un libro, y su entorno otro más. Mejor vivirlo. Saltarse la valla con el terror erizándote la piel sabiendo que trás cada roca, trás cada mata puede aparecer un toro, no se lo recomiendo a nadie.
Estúpidamente encantado por la atracción del lugar, me pudo más el deseo de contemplarlo desde ese punto de vista prohibido que el cuidado por la propia vida. Realmente acojonado, deseando en aquel momento haber tenido ojos capaces de mirar en trescientos sesenta grados, disfrutaba apresurado aquel paraje maravilloso coronado por un castillo en el aire, descubriendo como el rastreador del ejército enemigo, la forma de conquistarlo. Quedando rendido ante la sorpresa que sólo es posible a quien se arriesga.
Por suerte no vi, o mejor dicho, no me vieron los toros. La fortuna me abrió el desfiladero más bello del Campo de Montiel. El postigo que abre sus murallas a La Bética y parece mantenerlas cerradas para todos aquellos que ni quieren ni les interesa molestarse en rentabilizar de modo sostenible y más beneficioso y generoso para todos, los incalculables recursos de esta hermosa tierra.
Asegurándome no morir por despiste, me coloqué en lo alto de las grandes rocas desprendidas que los pies del castillo, junto a las centenarias acacias africanas, componen una de las vistas más romáticas del lugar; decidiendo contribuir a la defensa de la fortaleza literaria del Campo de Montiel, publicando este artículo con la esencia del lema de Manrique: «Ni miento ni me arrepiento».