Director: Tony Kaye. En estos tiempos inciertos en que las aulas del solar celtíbero se han convertido en la casa de tócame Roque –esto es que a la que el docente se descuida se puede llevar un ostión de pronóstico sin derecho a apelación alguna ante instancias superiores–, no viene mal echar un vistazo a cómo se lo montan los profesores de al otro lado del charco atlántico.
Queda claro que es esta una profesión –la docente, decimos– que no reserva muchas recompensas para aquellos que carecen de vocación. También resulta claro que la vocación puede naufragar en un mar de amenazas, desengaños y alcoholismo, y eso tirando por lo bajo. La historia de un profesor de un instituto marginal se ha contado ya en el cine clásico americano, así que abordar la cuestión con materia novedosa se presupone asunto difícil, si no imposible. Y de hecho, el director de esta meritoria cinta olvida la cuestión de la originalidad –un concepto sobrevalorado en nuestra cultura adolescente que ensalza la supuesta excelsitud de lo nuevo y lo último– y no hace otra cosa que contar la misma historia con otros personajes. Y lo hace muy bien, por cierto. La interpretación del actor protagonista –conocido en la industria cinematográfica de masas y aceptado por un público que jamás vería esta película si estuviera interpretada por un actor anónimo (aunque con igual o superior talento)– ha hecho posible la anomalía artística de que una producción concebida con un bajo presupuesto, rodada en ambientes más bien tirando a normalillos por no decir cutres, y que cuenta unas vivencias de soledad, frustración y grisura que, seguro, han de incomodar al espectador pasivo de banal bolsa de palomitas, haya obtenido, no obstante, la aprobación si no unánime sí al menos suficiente de ese público que, como decimos, insiste en torrarse los sesos con la papilla buenrollista de qué majos somos todos y cómo nos gustan los finales felices. En esta película la realidad se presenta recia y fatigosa, estridente en las vísceras, porque lo que vemos en la pantalla se parece, precisamente, a eso, a la realidad que hay en la calle o más bien en las aulas. A los chavales no hay manera de meterlos en vereda. Ellos tienen sus intereses, y los adultos otros muy distintos. La instancia educativa –o sea, el maestrazgo– lo que quiere es llegar a clase, dar la lección, volver a casa y cobrar el sueldo a fin de mes; y todo ello, a ser posible, sin traer ninguna pierna rota por una pelea con un chaval afectado del síndrome de abstinencia. Por otro lado, los chavales tienen sus propios problemas, porque si el profesor es una persona, ellos son treinta, y cada uno de su padre y de su madre. Por eso, pararle los pies al matón del aula no implica que la alumna tímida y acomplejada que se sienta en la última fila vaya a ver un amanecer distinto del triste despertar de cada día. El profesor hace lo que puede, los alumnos también, y entre todos faenan en este valle de lágrimas que delimitan los cuatro tabiques del aula, la pizarra y los treinta pupitres. Que el porvenir reparta suerte, porque falta les va a hacer a los profesores de este lado del planeta. Y a sus alumnos también, por cierto.
Cineteca
Emilio Morote Esquivel
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La mejor película sobre profesores acabados (a mi juicio, que es juicio de profesor) es »La versión Browning», sobre la pieza teatral homónima de Terence Rattigan, dirigida por Antony Asquith en 1951; la versión en color posterior es una mierda, por favor no la vean. Pero la de Asquith es peor que deprimente, de verdad, una cumbre de la agonía, sobre todo para el que conoce el paño. Este enlace puede dar una vaga idea de ella:
http://elgabinetedeldoctormabuse.com/2013/03/30/la-version-browning-the-browning-version-1951-de-anthony-asquith/
Por desgracia, ya es prácticamente IMPOSIBLE que puedan reponerla en alguna televisión. Así son estos tiempos que dicen mejores.
Unos tiempos sin raíces, y, por tanto, escuálidos, sin vida.