Manuel Valero.- La frontera como línea que delimita el arrabal último de un Estado y el primer suburbio territorial de otro son ciertamente políticas, consecuencia de la derrota de ese Estado por el proceloso océano de la Historia. Las fronteras políticas no se ven desde el mar lunar de la serenidad, cierto, pero desde cualquier punto de la luna lunera, el planeta que la maniata es una idílica esfera azulada que ni siquiera muestra el defecto físico de su achatamiento polar.
Dicen que se ve la quebrada línea de la Gran Muralla que es una frontera en forma de tapia desmesurada cuya construcción sobrevivió a varias dinastías chinas. Es más, desde la cara visible de la luna no se ve el virus letal que corroe el planeta blanquiazul, de tal manera que desde esa perspectiva cuesta creer los rios de sangre que a diario riegan el humus fértil de La Tierra que nos sostiene y mantiene. La idealización de un mundo sin fronteras políticas es una bella esperanza y un deseo encomiable tan hermoso como utópico a fuerza de chocar con la condición humana. Paradójicamente la reactivación de las fronteras políticas debido a los movimientos migratorios causados por la hambruna o la guerra convive con la globalización digital del planeta que es como un territorio desmochado de barreras abatibles.
Pero hay muchas fronteras, miles de fronteras, millones de fronteras, miles de millones de fronteras que delimitan la vida de los seres humanos en convivencia o individualmente y que guardan intramuros una saca de tradiciones e identidades acopiadas a lo largo de los siglos. Un término municipal es una frontera burocrática pero también una advertencia al mozo del pueblo de al lado de que llegando las fiestas cuidadín con requebrar a la moza autóctona sopena de acabar en el pilón. De natural los seres humanos se agrupan entre similares para lograr una suerte de fuerza intimidatoria con miras al vecino. Pero las fronteras políticas con ser odiosas no son las peores, tienen madres, y son las fronteras naturales (mares, ríos, cadenas montañosas, desiertos) que han encerrado culturas en el vaso de ese aislamiento a salvo de la influencia de otras culturas. Cuando han contactado se han producido irremediablemente dos cosas: el comercio y la guerra, y ésta a su vez le ha dado la titularidad del territorio al vencedor. La colonización ha sido el mayor ejemplo de explotación de un país sobre su universo colonial, hasta la más grosera visualización del surgimiento de nuevas fronteras como repartición del mundo, lo cual suele ocurrir después de una época de mamporros a diestro y siniestro, precisamente, sin fronteras.
Pero hay digo, muchas fronteras, a las que nos lleva la deriva natural de nuestra propia naturaleza. La casa de cualquiera, por ejemplo, tiene una línea divisoria que la separa del ámbito público y ese territorio que le corresponde, la república de la casa (que decía un anuncio sueco desconociendo que en este país el miembro circunstancialmente más destacado del hogar suele ser honrado con el tíitulo de rey o reina) está sellado al intruso a cal y canto y sólo se abre, como la muralla de la canción, a los amigos y personas que tienen el salvoconducto de nuestra confianza y afecto, lo cual corrobora a su vez la tendencia innata a la propiedad.
Y sobre todo está la frontera de cada ser humano respecto del otro: la frontera de su propia libertad, de su propia autoestima, de su propia independencia, de su propia intimidad. Las más inviolables de todas, pues, nadie merece ser transgredido en sus fronteras personales. Y no es individualismo sino la necesidad de ser uno mismo/ma con todas sus consecuencias y sin trabas. Por eso un régimen autoritario se hace odioso no por la extensión de sus fronteras y la fortificación militar de sus confines, sino por la violación sistemática del espacio vital de cada individuo, así en su ámbito físico como en el psíquico. Un Estado autoritario es el primer violador de la frontera de todas las fronteras: los derechos humanos.
Lo que ocurre es que usamos peyorativamente el concepto frontera como obstáculo para el ensueño comunal del mundo que sólo sería posible si desaparecieran una por una del gigantesco dédalo de la burocracia global que parceliza el globo en casi 190 estados… en realidad controlados por un puñado de ellos y por un solo sistema, con las excepciones ya sabidas. De tal suerte que la quimera sería un único mundo gobernado por un macroparlamento global (democrático, of course) y un gobierno universal, regido en sus veneros por otro sistema más humano. ¿Quién no se apunta a esto?
Paradójicamente, también, y esto lo decía el mismísimo Marx (Karl) el hombre es naturalmente bueno y todo lo demás no son sino superestructuras alienantes, de modo que la verdadera revolución sería aquella que devolviera al hombre a ese estado natural, pero con el bagaje de la evolución destilado en un nuevo paraíso humano, lejos de la animalidad primigenia, mediante el control del poder y de los medios de producción por la clase más poderosa por numerosa, el proletariado, con el objeto de consolidar los cimientos para la extinción futura del Estado, por innecesario . Y si no hay Estados… no hay fronteras. Lo mismo que defienden los anarquistas pero con método. Este aserto ya lo ensayó Rousseau, pese a que haya quien defienda lo contrario, que el hombre es naturalmente perverso y egoísta y sólo las leyes y el contrato social lo mantiene a raya de sus pasiones.
Un mundo sin fronteras políticas debe ser lo más parecido a un estado celestial pero con los pies en el suelo, y me temo, que con la Historia en la mano, viene a ser como el sueño imposible de nuestro paisano de ficción. Otra cosa es la cooperación entre los Estados, los pueblos, los ciudadanos para evitar los profundos socavones que nos ofrece en la pantalla del ordenador, la tablet, el smart o el cable, este mundo sin fronteras que es la red. Y así vamos, construyendo y levantando fronteras y destruyendo otras. Nada hay bajo el sol que nos aúne en el interior de un solo perímetro fuera del cual no hubiera sino estrellas. Sólo una frontera nos es común a todos, sea cual sea el color de la piel o el nombre nuestros santos, santones o chamanes: la muerte. Inevitable. De ese otro lado, creencias religiosas aparte, nadie ha regresado con una cartografía que aunque rudimentaria nos sirviera al menos para hacernos una idea del otro mundo. ¿Habrá fronteras? Supongo que la que separe a Hitler de la madre Teresa de Calcuta.
Y Jérez, Castellar, Arcos, Aguilar, Vejer y otros tantos pueblos de Frontera, ¿qué tendrán que hacer con su santo termino y nombre? ¿Abrirlo o borrarlo? Hay, de todas formas, otras fronteras insidiosas y personales, que viajan desde la piel a la lengua, desde el sexo a las creencias, que nos limitan en los movimientos. Y es que, al final, ‘todo se complica’ como decía Sempé en uno de sus títulos.
Antes tenía que caer el topónimo Llanos del Caudillo puesto que ·ya no (e)s del Caudillo
Por ejemplo. Pero el referéndum local dijo que no. Incomprensible, pero cierto. Será lo de «sarna con gusto no pica». Si, pero sigue siendo sarna y contagiosa.