Chema T. Fabero.- Javier Krahe ha muerto. Hace apenas unos meses que asistí en Ciudad Real a otro concierto suyo (el séptimo en el haber de quien esto escribe) acompañado para la grata ocasión de mi grandísimo amigo Ramón, Moncho, y ha sido precisamente él quien esta mañana me ha dado la noticia. Y el pésame. Sí, el pésame, las condolencias.
Porque del mismo modo que ahora yo pretendo acompañar en el sentimiento a quienes de repente se sienten huérfanos del cantautor madrileño, espero que aquellos que me conocen tengan a bien hacer lo propio conmigo. Tan egoísta se siente uno cuando le ciegan el horizonte con una jodida tapia de fúnebre ladrillo.
De no ser así, ¿qué mejor explicación tendría esta mañana de domingo? Lloro, y porque lloro por mí, por todas las nuevas canciones que me quedaban por escucharle y aprender de memoria, por todos los magníficos ratos que habrían de venir y que la vida me roba con su muerte (quizás también alguna charla sobre ajedrez), lloro de un modo egoístamente humano.
Sé que más de mil entenderán esta mezcla de congoja atragantada y de sombra bufona que este momento me inspira: lloro lágrimas como garbanzos, lloro puro ahogo y potasio y magnesio, ridículo tal vez sin miedo tal vez al ridículo, por el “alma sonora que a veces sonríe y a veces sonllora”, a moco tendido, sin ambages, imbécil de mí, convencido (si bien solamente a medias) de que “no todo va a ser follar”.