Felipe Medina Santos
Francisco José Alcaraz es el presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). A Alcaraz le duele mucho la vida. Hizo un nido caliente con su pena y albergó el dolor de muchos que llegaron manchados por la violencia asesina.
España llenó los balcones de banderas, de tricornios tronchados, de rosas civiles. Y alfombró la pena de las calles para llevar en andas una custodia laica de claveles.
De una parte, los muertos. Enfrente, los verdugos. En medio, una sociedad con espasmos vertebrales, con la conciencia siempre provisional. Todos necesitamos terminar con esta angustia, PORQUE TODOS SOMOS VICTIMAS. Y Alcaraz debería ser consciente de esa universalidad de la sangre, del dolor, de la muerte. Todos estamos enterrados. Todos estamos mutilados. Todos somos huérfanos. Porque a todos nos llegó el odio que explota en racimo y se expande matando.
Si Alcaraz asumiera la premisa anterior hasta las últimas consecuencias, llegaría a la conclusión de que no es legítimo hablar en nombre de las víctimas haciendo caso omiso, de forma consciente, de la totalidad. Y la AVT no encuadra la totalidad. Todos debemos situarnos en la humildad de ser sólo lo que somos. Comprendo que es duro, pero es así. No se puede exigir en nombre de unos cuantos, por respetables que sean, comprensión, diálogo, comunicación, sin tener en cuenta que hay que reclamarlo para todos porque todos sufrimos. La confianza otorgada por el Parlamento, que representa a un país-víctima, no puede ser negada por Alcaraz en nombre de la asociación que preside. Y esas víctimas, que gozan del inmenso cariño de todos, no pueden condicionar decisiones que tal vez exoneren a este país de la angustia permanente del terror.
Por otra parte, es lícita la vocación política. Y Alcaraz tiene derecho a ejercerla. Es comprensible aspirar a puestos de decisión. Pero esto se gana en las urnas, en limpia competencia, con los votos de los vivos, pero sin la concurrencia de los muertos. Desearía habar de «mis muertos» para exigir que nadie reniegue de ellos,pero reclamando, al mismo tiempo, que nadie monopolice su “holocausto”.
Los demócratas debemos hacer lo imposible para acabar con el terrorismo. Alcaraz, y detrás de él el Partido Popular, hacen hincapié en que un Estado de Derecho no puede dialogar con los terroristas. ¿Acaso la palabra está excluida del estado de derecho? ¿No será, por el contrario, la principal herramienta del quehacer humano dentro de la democracia? Un estado de derecho descansa, es verdad, en la justicia, en la acción policial, en una legislación coherente y en otras muchas cosas. Pero debajo de todo eso, como sustrato nutriente, está la palabra. Y quien la excluye añora regímenes donde ella no tuvo ciudadanía, donde se la persiguió como a un inmigrante sin papeles. O la palabra está vigente o su ausencia nos ilegaliza a todos.
Alguien en este país debe examinar su concepción de la democracia, del estado de derecho y darle, de una vez por todas, la bienvenida a la palabra.