Dice don José-Carlos Mainer, que estuvo en el tribunal de mi tesis doctoral, en la Breve historia de la literatura española que compuso con Carlos Alvar y Rosa Navarro, que «no sabemos todavía a ciencia cierta qué significa esa misteriosa frase grabada en el Capricho 43 al lado del pintor [Goya], que aparece dormido derribado sobre un fuste, mientras sobre él planean agoreros pájaros: El sueño de la razón produce monstruos. ¿Quiso hablarnos de la vanidad de la razón ilustrada? ¿Quiso prevenirnos de la amenaza latente de los enemigos de toda racionalidad?»
No debe mostrarse el erudito tan trascendente; la solución al enigma se encuentra en las circunstancias de su tiempo. Voy a contestar a las dudas del maestro citándole primero el Arte poética o Epistula ad Pisones de Horacio. Después de describir el famoso hircocervo, un animal imposible confeccionado con pedazos de otros de especies diferentes para suscitar la risa y ejemplificar cómo las partes pueden disonar del conjunto en cualquier obra de arte, explica los sueños de poetas y pintores de esta manera:
Spectatum admissi, risum teneatis, amici?
Credite, Pisones, isti tabulae fore librum
Persimilem, cuius, velut aegri somnia, vanae
Fingentur species: ut nec pes nec caput uni
Reddatur formae. Pictoribus atque poëtis
Quidlibet audendi semper fuit aequa potestas.
En la traducción de Tomás de Iriarte de 1777, que sin duda debía conocer, el texto se traduce así:
Decidme, amigos, ¿al mirar tal cuadro
os fuera dable contener la risa?
Pues en todo, oh Pisones, le semeja
el libro que de imágenes absurdas
cual delirio de enfermo se compone
sin que unidad ni conveniencia guarden
el principio y el fin. Mas, ¿no fue siempre
(se dirá acaso) a vates y pintores
la más alta licencia concedida?
El propio Iriarte traduce el comienzo de la Epístola bien específicamente: «Si un pintor por Capricho a humano rostro / la cerviz añadiese de caballo…» En una época en que las fábulas y la fisiognomía (por el tratado del pintor Charles Lebrun) estaban a la orden del día, mirar a las personas como animales y a los animales como personas era algo bastante corriente. Y la tradición es muy antigua: no nace tanto de los bestiarios medievales como de la mismísima Teología, donde se ha mirado siempre al hombre como a un ser intermedio entre los animales y los ángeles: el «ángel fieramente humano» que era la dama para Góngora y dio título a un libro de Blas de Otero (1950) cifraba en un solo endecasílabo esa relación. El hombre es envididado por los demonios, animalizados como instintos en los poemas de San Juan de la Cruz y en las tópicas Tentaciones de San Antonio del arte del Prerrenacimiento, porque está más cerca de Dios; igualmente, el hombre envidia a los ángeles por el mismo motivo: porque están más cerca de Dios; los ángeles miran con tanta desconfianza a los hombres como estos a los demonios, porque los pueden tentar y corromper con su libre albedrío tanto como los animalizados demonios a los hombres con sus instintos.
Goya, en el ecuador de los Caprichos que separa la sátira de la brujería, está sencillamente presentándose como un pintor que pasa de la sátira de los vicios y costumbres a la libertad creativa: utiliza una poética clasicista que lo autorice, paradójicamente, para salirse de las normas: «Siempre se dio a los vates y a los pintores la más alta licencia». Los Caprichos fueron impresos en 1799, pero ya en 1792 había presentado un discurso en la Academia de San Fernando en que se afirmaba en el derecho de los pintores a ser libres: un manifiesto prerromántico: «La opresión, la obligación servil de hacer estudiar y seguir a todos el mismo camino, es un obstáculo para los jóvenes que profesarán un arte tan difícil». Abandona el academicismo de Mengs y otros modelos anteriores, deja los cartones para tapices y se consagra a los pequeños cuadritos mientras se gana la vida, muy bien por cierto, con los retratos, mientras piensa en cómo retratar cosas más oscuras. Por demás, podía complacerse con la excusa de que sus imaginaciones fueran aegri somnia: «sueños de enfermo», pues él mismo lo estuvo al año siguiente de su discurso, en 1793; seguramente por el saturnismo que suele acometer a los pintores intoxicados con el plomo de sus colores (o una enfermedad venérea: la prostitución encubierta será uno de los temas más frecuentemente satirizados en estos Caprichos: no en vano un par de fábulas de Samaniego ya prevenían contra estos males). Goya quedó casi completamente sordo y empezó a interesarse por la brujería solo como imaginería: en las comedias de magia, las más representadas en su tiempo al mismo tiempo que las más aborrecidas por los representantes de la Ilustración como últimas muestras del teatro desarreglado y popular, como Marta la Romarantina, tenía campo sobrado para soñar viendo autómatas y pájaros que rodeaban a los magos (como en la famosa escena de Marta, retirada en su aposento, donde se ve con el falso genio Garzón), esta vez deformados burlescamente en forma de búhos señores de la noche, frente a la luz de la Razón que iluminaba sus tapices y atraía las mariposas, huyendo de la luz y buscando aquello que todo pintor romántico busca: lo que no puede encontrarse.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
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No sólo Goya. Los desvarios de la Razón y de la Representación, también producen Friedrich, Fuselli o Boecklin.
Te olvidas de Piranesi y de William Blake…
Acabo de leer un ensayo de Tafuri sobre Piranesi, que es pese a todo un ilustrado del setecientos romano. Todavía no ha llegado la batida del Romanticismo.