Hasta no hace mucho, parecía que la obra del acicalado mancebo Lovecraft en lo que a narrativa se refiere había sido ya por completo ofrecida al público. Los que lo descubrieron hace años se tenían que contentar con releer aquellos viejos volúmenes publicados por Alianza o comprar los muy meritorios tomos que los robustos chavalotes de Valdemar se tiraron el rollo de preparar para el contribuyente. Al loro. Ahora viene lo bueno. Resulta que hace no mucho se llegó por los señores expertos a la conclusión de que determinados cuentos atribuidos a otros escritores de su tiempo no son sino obras del acicalado mancebo Lovecraft firmadas por los que le pagaron para que este las imaginara, les diera forma y las escribiera. En efecto, señores de la basca lectora, el acicalado mancebo Lovecraft las pasaba canutas, pasaba más hambre que un caracol en un espejo, y para salir de esa fastidiosa alternativa se ofreció como negro literario. Escribió lo que otros firmaban. La leche. Por si todo esto no fuera bastante, llegan los robustos chavalotes de Valdemar y publican en este maltratado solar hispano todos esos cuentos. En algunos ─según explican las prescientes notas aclaratorias del maese Jose María Nebreda─ la mano del acicalado mancebo Lovecraft se evidencia de arriba abajo, o sea, que de colaboraciones nada: son cuentos por completo redactados por el acicalado mancebo de Providence. Y así muchos del tomo. Así que aquí hay cuentos de terror, historias de esas de científicos locos que buscan redimir a la humanidad mediante un descubrimiento que te cagas; lo que pasa es que el científico loco tiene malas compañías: un zombi de poco cabello y cejas hirsutas del que se adueñan intenciones un poquillo cabronas; luego hay una historia de maldiciones indias (indias de plumas, no de turbante, de aquellas hay más de una, se ve que al acicalado mancebo Lovecraft le iba el rollo este de las músicas del mundo) que habrán de materializarse en algún asuntillo poco claro de serpientes, fobias y chungueces de las que se ven pocas; hay experimentos con seres humanos que recuerdan al cuento “Herver West: Reanimador”; hay también paisajes oscuros o de una luminosidad enfermiza, lugares donde no quedan rastros de vida o solo de una vida degenerada, roma, mezquina (y también siniestra); el acicalado mancebo Lovecraft hacía las cosas lo mejor que sabía. Y a veces las hacía bastante bien. Aunque el mérito se lo llevaran otros. Qué cosas.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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