José Antonio Casado.- ¿Es una de las funciones del buen periodismo cuantificar los gastos e ingresos que pueden suponer las medias que proponen los programas electorales, explicar a los lectores las dificultades políticas y legales de su aplicación y detectar las posibles incongruencias?
El objetivo es demasiado ambicioso, pero tal vez sí; aunque con unos medios de comunicación que apenas tienen para sobrevivir y de los que el poder político aparta de mil maneras a los periodistas que tienen mayor bagaje histórico, en provincias ese ideal es pura utopía.
Y, sin embargo, debería existir un archivo oficial de datos gestionado por personas ajenas al mundo de la política, para que el ciudadano pudiera consultarlo y entender qué está pasando ante sus propios ojos sin que se sienta engañado cada hora que pasa. Los políticos usan las cifras como si fueran chicle. Las estiran y encogen a su antojo, hasta el punto de que el elector llega a dudar si dos y dos son cuatro. Sirva como ejemplo las listas de espera en los hospitales.
Aunque es poco, hay ya un Indice que la mayor parte de los vecinos no conoce y que, por lo tanto, no consulta; es el Indice de Transparencia de los Ayuntamientos, que examina la información que estos hacen pública en relación con un total de ochenta indicadores repartidos en seis áreas. Tiene una metodología sencilla. Se otorga un punto si la información del indicador está publicada en la página web del ayuntamiento y cero puntos si no lo está. En este índice, Ciudad Real, con quince puntos, ocupa el último lugar sobre 110. En el área de presupuestos, ocho ayuntamientos, entre ellos el de Ciudad Real, no facilitan información contable y presupuestaria, los ingresos y las deudas municipales.
Tal vez no sea el caso, pero ya se sabe que la corrupción cabalga a lomos de la incapacidad de control de la ciudadanía, que deriva de la opacidad de las administraciones locales. Estas hacen lo posible para no ser escrutadas por sus administrados. En la capital de la provincia, según se puede leer en el último libro de Baltasar Garzón, “El fango”, de donde he sacado los datos del párrafo anterior, la transparencia no es el valor más cotizado. Tampoco lo es en la comunidad autónoma, una de las cinco que carecen de la Ley de Transparencia.
Si esto es agua pasada (que no lo es), para el futuro, más allá de ideologías, de posiciones de izquierda y derecha, al elector le debería interesar una cuestión previa: que los programas no le engañen, que los partidos no le mientan con el fin de obtener su voto de manera fraudulenta. Que haya un compromiso de los partidos de que no van a utilizar las cifras a su antojo. Porque la ocultación que han usado hasta ahora ha traído como consecuencia la desconfianza. No es sorprendente, por tanto, que en una prolongada situación de crisis económica, política y moral, hayan surgido movimientos sociales con el fin de erosionar las bases que han sostenido durante décadas a los partidos mayoritarios, corroídos en sus cimientos por una corrupción a la que no supieron, ni quisieron, poner freno. Se comprende también que el que ostenta el poder conseguido con la ley electoral vigente, no tenga el menor interés en cambiarla, por muy injusta que sea.
A los electores que no estén dispuestos a hacer suyos los diagnósticos de Podemos o Ciudadanos –o a los lectores que no compartan las últimas líneas del párrafo anterior- pero que quieran tener una idea aproximada de la hondura de la corrupción que ha cabalgado sobre la falta de transparencia, les aconsejaría la lectura de “Todo lo que era sólido”, de Antonio Muños Molina; “La urna rota” de Politikon, un colectivo de sociólogos jóvenes; “Corrupción y política. Los costes de la democracia”, de Javier Pradera; y el ya citado “El fango” de Baltasar Garzón.
Puede que la tarea sea un poco menos grata y apasionante que asistir a los mítines, encuentros, visitas, declaraciones, performances ridículas y numeritos varios que ofrecen los políticos en campaña; pero merece la pena hacer un esfuerzo y dar un repaso a los temas de la corrupción y la transparencia de la mano de estos escritores, periodistas, sociólogos o jueces. Estos autores están ejerciendo o han ejercido con solvencia el papel del intelectual en la vida pública española de hoy; al estilo de lo que hicieran en el siglo pasado un Ortega y Gasset o Azaña, sin alcanzar ninguno de ellos semejante relevancia.
Otra intelectual de nuestros días, la filósofa Adela Cortina, escribía hace poco un artículo en el que decía que “existe un amplio consenso sobre lo que queremos, que se cifra en un Estado Social de Justicia: erradicar la pobreza, reducir el desempleo, mantener las pensiones, evitar el éxodo obligado de los jóvenes, liderar soluciones justas a la tragedia de la inmigración, recuperar una sanidad que ha sido ejemplar, fomentar la educación de calidad, ayudar a construir un Europa de los ciudadanos, abierta y social. Para lograrlo contamos, entre otras cosas, con un país sin partidos extremistas ni xenófobos, con una sociedad civil que está asumiendo su corresponsabilidad en la cosa pública, con una envidiable solidaridad en materias como la donación de órganos o de sangre, con profesionales bien preparados, con un sistema sanitario excepcional, con una solidaridad familiar que está supliendo lo que otros deberían hacer”. Pero, además, también contamos con partidos políticos nuevos que quieren acabar con la opacidad y su consecuencia, la corrupción.
El artículo de Cortina me recordó una vieja frase de Unamuno: “Hay una enorme fuerza acumulada, una fuerza que muchos de los llamados directores de la opinión desconocen; hay una gran masa de gente que ni habla, ni escribe, sino que escucha y lee, y que espera el advenimiento de una vida nueva. Hay que esperar que esa fuerza se desencadene y se muestre a flor de suelo”. Las elecciones que están a la vuelta de la esquina son la ocasión propicia para que nazca una vida diferente marcada por la transparencia. Llevamos demasiados años sumidos en el oprobio, la deshonra y la afrenta de la opacidad.
Magnífico: los últimos de todos en transparencia. Es como para sentirse orgulloso, ¿no? Ya propuse crear un museo de la corrupción, podíamos hacer una colecta o crear una sociedad para fundar tan útil institución.