El género policíaco se cultiva poco en España. Digamos que los escritores “serios” consideran eso de hurgar en la parte oscura de la psique humana una faena más propia de escribidores husmeantes que de literatos. Antonio Muñoz Molina es –con Javier Marías, Sánchez Dragó, Juan Eslava Galán, Fernando Royuela y Julio Llamazares– uno de nuestros mejores hombres de letras. De hecho, este escritor andaluz resume en su talento un poderío letrístico de primer orden. En su haber están algunas de las mejores novelas que se han escrito en España en los últimos treinta años, y tras el fallecimiento de la triada Delibes, Umbral, Cela, y como decimos, solo un puñado de prosistas puede igualarle en la distinción de ser lo mejor que podemos presentar los españoles allende nuestras fronteras. Su técnica, barroca en algunas de sus obras y conseguida siempre, logra acercar al lector los asuntos cotidianos, revestidos de un aura de excelencia que no solo no desvirtúa la realidad, sino que, como las lupas de gran tamaño, la acrecienta, la acerca al contribuyente y le da un sesgo soportable cuando esa realidad se torna espeluznante. Tal es el caso del libro que nos ocupa hoy: una certera (por realista) descripción de hechos acaecidos en un universo muy cercano al autor y a muchos de sus lectores, nada menos que la concatenación de unos asesinatos de niñas en una pequeña ciudad andaluza de más o menos los años 90 del siglo XX. El policía encargado del caso arrastra sus propios fantasmas, y en sinergia con la mente del asesino recrea y magnifica (para peor) algunos de los pasajes de espanto más logrados de nuestras letras. Otros autores hispanos patinarían en este empeño; algunos resultan demasiado emperifollados en su mundo de academicismos y honores y oropel; otros, directamente, son demasiado malos, escriben de encargo y no siempre bien; y desde luego Plenilunio no es una obra que se pueda redactar siguiendo instrucciones tiránicas de mandarines editoriales. El ritmo es endiablado a pesar del estilo de Molina, un estilo recargado que en otros tendería al emplasto tedioso, y en él, en cambio, sirve para envolver al paisanaje lector en una historia terrorífica por cercana. Aunque en los últimos tiempos Molina parece un tanto exento de ese aura de pesimismo –o negrura– que ha ornado algunas de sus mejores creaciones, justo es reconocer que en este libro alcanzó cotas hoy casi inimaginables en el penoso elenco literario de escritores hispanos, ese gremio venido a menos del que poca cosa esperamos ya, salvo que sean novelas atribuidas a los artistas arriba nombrados. Suerte que Molina no se rinde, y por supuesto que seguiremos comentando su obra en este castigado parlamento. Si alguien lo merece es él.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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