En Desciende, Moisés la pesadillesca experiencia de leer a Faulkner deviene en trance casi diabólico. Porque a su deliberado estilo, confuso y perverso a un tiempo, se le une el afán de contar varias historias enlazadas por levísimos nexos comunes. Eso es exactamente lo que sucede con Desciende, Moisés. El maestro Faulkner riza el rizo de lo abstruso contando no una, sino cinco peripecias independientes que se entrecruzan como vehículos conducidos por borrachos. Historias de esclavos, de cazadores (se incluye aquí la novela corta El oso, publicada como obra independiente por la Editorial Anagrama), de jugadores de cartas que apuestan la libertad o la compra de negros; también, claro, están los negros que intentan vivir como pueden tras la liberación, tras la abolición de la esclavitud en el Sur; surgen las anécdotas de hombres rudos, cansados por una vida de penurias y de privaciones, que solo encuentran en el alcohol (para colmo, ilegal en más de una ocasión) el regate que le pueden dar a las desdichas: no evitándolas, sino alienándose para no vivirlas demasiado lúcidamente, para que esas desdichas no los lleven al suicidio: ahí, la borrachera es lícita por vital. La historia de los hombres que buscan un tesoro también está aquí, y la de los mismos hombres que venden alcohol ilegal y que destilan whisky para beber hasta cegarse (literalmente). Faulkner nos adentra en el caos por medio de una literatura poderosa y pluscuamperfecta. Leerlo al americano es hacer un pacto con la verdad: el pacto consiste en que Faulkner nos entrega una revelación siempre que estemos dispuestos a pagar el precio exigido. El trato es bien sencillo (pero oneroso): uno se compromete a dedicar a sus novelas el tiempo decuplicado que le habríamos concedido a una novela convencional (por no hablar de los diez minutos que se necesitan para aquilatar el escaso fuste de los superventas de moda acerca de dominancia y sumisión de a tres céntimos el cuarto), o sea, que prepárense para horas, días y semanas de labor de espionaje en las páginas de Desciende, Moisés. Aquí no le regalan nada a nadie, caballeros, ¿qué se habían creído? Para espigar un argumento o, verbigracia, la notificación de una feliz casualidad, hemos de armarnos de unas hojas en blanco y un bolígrafo con el que anotar las pistas que el genio va sembrando en sus párrafos. Creemos que lo más asombroso de todo esto es que las estructuras sintácticas de Faulkner son de lo más corriente. Aisladas, no hay una sola frase que no nos parezca convencional, casi vulgar. (La prosa de Faulkner es como un cuadro que solo adquiere su verdadera faz cuando se lo mira de lejos.) Esas frases, en apariencia banales, unidas se convierten en una intrincada red, en una narración de una complejidad pasmosa que acobarda al lector no avisado. El estipendio, como decimos, es alto; la recompensa, empero, hace que el esfuerzo merezca la pena.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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Escalar los 8.000 siempre exige esfuerzos de remonta. Y Faulkner lo sabia.