Manuel Valero.- Hace 25 años que cayó el Muro de Berlín. Os ofrezco como personal remembranza el epílogo de mi novela «Entre las balas». Uno de los protagonistas muere cómodamente en casa viendo por la televisión la inimaginable noticia. El epílogo, claro, cierra, todo el argumento anterior. Es mi homenaje a la onomástica:
La televisión parpadeaba con miles de personas, banderas, bocinazos, botellas, miles de puños que no golpeaban sino que se agarraban con fuerza a la alegría colectiva, euforia desatada, incredulidad histórica, gritos, caras de pasmo, nombres que se voceaban buscándose en aquel otro río de la libertad, y abrazos, abrazos por doquier, entre conocidos y extraños, entre policías y civiles, entre soldados y policías, entre agentes y periodistas. Toda la humanidad posible se fundía en un abrazo aquella noche de fraternidad humana, espontánea, real….
(………….)
Las imágenes de la televisión se reflejaban en los gruesos cristales del hombre que la miraba con sacramental atención. Ya lo había comentado en cuanto empezó lo de Polonia. Ese estrambótico liderzuelo de bigotes rusos, iba a acarrear más de un problema al Gobierno polaco. No se sintió tan extraño como cuando murió Franco y se celebraron las primeras elecciones democráticas. La victoria de sus correligionarios en 1982 fue avisada con mucha más antelación que la apertura de fronteras en la Alemania del frío. Miró un almanaque de despacho, de hojas generosamente impresas con el día del mes: 10 de noviembre de 1989, viernes.
Seguía mirando la televisión en penumbra, su rostro lo decía todo, su rostro que parecía colorearse y decolorarse según los reflejos de aquella libertad atónita en las voluminosas gafas con que miraba el mundo, como mira el mundo un octogenario que se cree a salvo del espanto. Para Franciso Riaza, Don Francisco Riaza, todo quedaba ya a media distancia, entre el olvido y la decepción, entre la costumbre y el asombro. A su edad ya sólo le faltaba comprobar que lo que con el tiempo se ofreció a todos los hombres como un paraíso en la tierra sin yugos de clase, ni misterios religiosos, el hombre en su propio estado, desalienado de todo poder externo a él mismo, se derrumbaba. Riaza lo sabía mucho antes de eso. La sociedad igualitaria, la sociedad socialista, comunista, ¡qué diferencia existe! ¿unas minucias de método? desnaturalizaba la esencia misma del ser humano. El comunismo era atrayente porque perseguía una quimera. No aparecían la represión, ni la muerte, ni el cautiverio. Y Riaza sabía algo de cautiverio, porque esa experiencia no llega a diluirse nunca en las trampas del olvido, pese a que se muestre condescendiente con el perdón. El había sido un exiliado interior pero no le gustaba engañarse a sí mismo; decidió quedarse, sí, arriesgándose a un incierto destino pero aceptó el riesgo y rechazó la huida. Lo demás no fue sino una lucha diaria por la supervivencia hasta que poco a poco todo fue remansándose y ellos adaptándose.
Encarnita murió en el 86. “Ese hombre tiene cara de bueno”, le decía. La mancha de la cabeza quiere decir que es más bueno todavía. Eran impresiones de vieja, pese a una lucidez evidente. Cuando el mandatario ruso Gorbachov desencuadernó los cimientos de la URSS con el anuncio de reformas asombrosas que prácticamente desmontaban el sistema, Encarnita le dijo a su marido: “Se hacen el haraquiri como hicieron los de Franco”.
Superaron la gris posguerra, se adaptaron a la paz, Riaza exonerado regresó a la vida civil con su título de ingeniero. En su expediente figuraba su pasado, pero también que había servido impecablemente como soldado cautivo de España y sobre todo que no se le conocía ningún crimen. En la década de los 50, cuando el país se descubrió al mar barato, al turismo rubio y explotó esa extraña diferencia de ser una alegre anomalía en el sur de Europa, la ONU saludó al pequeño dictador. El teniente Riaza gozó de un importante cargo en el mismo aeropuerto que lo retuvo preso, hasta que pasó al propio Ministerio en su ramal técnico y de obra civil. Tuvieron dos hijos más que acompañaron a Andrea, Luis y Carlos, y Andrea lo había coronado por primera vez con su graduación de abuelo, y Manuel, ah, Manuel, lo volvió a coronar en el plazo de pocos meses, orgulloso de sí mismo al frente de su propia flotilla de camiones.
-Lo mejor que os ha podido pasar es que perdiérais la guerra –le escribió Malraux, en 1972 tres años antes de morir –De ese modo habéis ganado la leyenda y las leyendas son difíciles de borrar.
Le contestó a vuelta de correos, interesándose sobre todo por esa enigmática frase. A vuelta de correo tuvo la mejor explicación. “Entre dos mostruos, el que sobrevive es el peor”. Pero fue una explicación a lo Malraux. Daba igual, Riaza entendía. Al otro lado del Muro, el mismo muro que miraba esa noche desmoronarse, el hombre no era libre. Simplemente.
Malraux, rebelde, místico, honrado, fantasioso, soldado, revolucionario, periodista, escritor y político sí lo fue. “La única manera posible de libertad corresponde al hombre solo, la libertad colectiva es quebradiza como un capricho”. Tenía sus libros y recortes de prensa de aquel hombre pertinaz. Y la única foto de la Escuadra: Malraux, Damián y él…Damián…
Damián vegetaba en su casa atendido por un regimiento de enfermeros desde que empezaron a abandonarlo los recuerdos y se convirtió en olvido en vida incapaz de retener el segundo anterior a su pasado. ¿Cómo lo supo? El viejo Riaza sí recordaba. Fue un sábado de enero de 1976, no sabía ajustar la fecha con exactitud. El estaba en el salón sentado cómodamente y escuchando la Sexta de Beethoven que siempre le ponía de buen humor mientras se fumaba una pipa. Desde que había dejado los cigarrillos sólo fumaba en pipa los fines de semana y en casa. Cosas de viejos. Encarnita entró en el salón por la obertura que había entre las dos hojas de la puerta corredera. Lo encontró dirigiendo la melodía con la punta de su pipa.
-Hay alguien que quiere verte –le dijo.
-¿Quién es, Encarnita?
-Es mejor que lo sepas por ella misma…
Encarnita desplegó la puerta del salón y apareció una mujer menuda, elegante, soportando bien el paso de los años. Su vestido era discreto pero elegante. Se quitó las gafas apenas Encarnita abrió la puerta. Riaza se quedó absorto. Juraría que aquella cara le era familiar, sí…
-Hola, Riaza. Soy Anette, la esposa de Damián Bueno. He venido de Nueva Cork expresamente para cumplir un deseo…
-¿Tú, Anette? ¡Damián Bueno! No…no logro entenderlo. A ver… tú… pero él, él desapareció. Nos despedimos en diciembre o enero del 36 ó el 37 en Madrid y nadie consiguió localizarle. Ni en las listas de las bajas, los heridos, los presos…nada… ¡Y tú su esposa! Dios mío. Y uno creía que ya lo tenía todo amortizado con esa época infame.
El señor Riaza de pie frente a ella la invitó a pasar y a sentarse en una butaca del salón. Le ofreció lago de beber que Anette rehusó.
-Tenga –le dijo y le dio un sobre- Aquí tiene una extensa carta del señor Wood, quiero decir, de Damián. Cuando la lea lo entenderá todo. Mi marido me ordenó, me imploró, que lo hiciera cuando él ya no estuviera aquí…
-¿Ha muerto? –preguntó el señor Riaza.
-Su cuerpo sigue vivo pero su mente es una parrilla donde se derrite todo. Alzehimer, no recuerda nada. Ni siquiera a sí mismo, es como si hubiera buscado esa salida para perdonarse. Todo le sobrevino a raíz del ataque…
-¿Del ataque?
-Sí, hace dos años regresábamos a casa de una excursión y el chófer paró en una gasolinera. Mientras repostaba, mi marido entró en la tienda a ver revistas, cosas, no sé, para entretenerse. Y de pronto entraron dos muchachos blancos, eran…eran…unos niños, Oh Dios mío…
Riaza se le acercó y puso la mano diezmada sobre el brazo de la mujer. Anette observó la herida cicatrizada de Riaza. Prosiguió:
-Mi marido estaba en ese momento en el baño, no se enteró de lo que estaba sucediendo en la tienda hasta que la puerta del retrete se abrió de golpe, de par en par, y apareció uno de los muchachos con una pistola en la mano. Lo encañonó, le puso el cañón en la boca, en la sién, en la nariz, en los ojos…y…mi marido…
-Sigue, por favor, Anette…
-Mi marido inexplicablemente no reaccionó, se quedó bloqueado como si fuera un niño de tres años, asustado e indeciso. Le imploró al chico que lo encañonaba que no lo matase… El chico lo encontró gracioso. Un hombre fuerte, elegante, rico, enroscado en el retrete como un…Oh, cada vez que lo recuerdo…Eso fue lo que le mató…
-Explicate…
-El muchacho, según me contó antes de que empezara la enfermedad, no hizo caso a sus rogativas y poniendo la pistola en la cabeza disparó…
-¿Disparó? Por eso quedó…
-No, viejo amigo, fue todo más absurdo. El chico disparó pero de la pistola no salió ninguna bala mortal sino un ridículo hilillo de agua. Habían asaltado la gasolinera con pistolas de pega. Ese estúpido, enano y repugnante hilillo de agua fue como un veneno que acabó con mi marido postrado en una silla sin memoria.
-¿Cómo es posible que una cosa así pueda ocurrir?
-No soportaba su vida, decía que la tenía prestada por un joven falangista. Se obsesionó. Pese a las apariencias yo creo que mi marido nunca superó la decisión que tomó hace muchos años. En fin, en esa carta, está todo con detalle, pero te ruego, que no la leas hasta que me vaya…
Antes de marcharse, Anette se abalanzó a los brazos de Riaza.
-Oh, viejo amigo, no he podido darle hijos, es todo…tan…absurdo…
La luz mortecina de la tarde difuminaba la estancia. Cuando se fue la mujer, el anciano Riaza no encendió la luz. Se dirigió hasta el ventanal del salón. La vio entrar en la parte trasera de una coche y creyó adivinar una despedida triste por el movimiento lánguido de su mano…
Al amanecer del día 10 de noviembre de 1989, la televisión encendida aún repetía sin cesar las imágenes de aquel muro que separó una ciudad como separó en dos el mundo loco. Riaza estaba como dormido, con una expresión de infantil alegría en sus ojos. La cabeza inclinada sobre una de las orejeras del butacón y las manos sobre las piernas, la pipa se le había caído al suelo y desparramado un poco de tabaco. En las puertas de la eternidad lo esperaba Malraux:
“Y bien, amigo mío, ya ves que no hay quien doblegue la condición humana. Nazis y comunistas han seguido el mismo camino de la Historia de la que han salido por la trastienda. De haber ganado la guerra los comunistas, hoy serían ellos quienes estarían devolviendo la democracia al pueblo, ellos hubieran sido los odiados, pero perdieron la guerra, que fue lo mejor que pudo sucederles, Riaza, porque ganaron la simpatía. Creo que el futuro de los hombres será un poco más espiritual. El siglo XXI será el siglo de las religiones o no sera”.
El texto es el primer borrador, tal y como salió la primera vez. De ahí algunas erratas, y otros asuntos que los escritores llamamos la doma del texto en bruto con sucesivas reescrituras. Quienes tengáis el libro o lo hayáis leído podéis comprobarlo. Y si quereis comprobarlo a partir de ahora, oye, estupendo.
Por desgracia, querido Manolo, en este país hay más «damianes» que «riazas». Un placer volver a leer este texto, y recordar un libro (Malraux, entre las balas) muy recomendable.
Resaltar, cómo no, un par de citas:
“Entre dos mostruos, el que sobrevive es el peor”
“La única manera posible de libertad corresponde al hombre solo, la libertad colectiva es quebradiza como un capricho”
Y por supuesto, todo el párrafo final. Aunque si no recuerdo mal, en la versión definitiva Malraux dice que «el siglo XXI será del espíritu, o no será».
Igual, Valero, deberías mandar una copia dedicada a Pablo Iglesias…
Gracias Wen