Publica Gonzalo Ungidos, en el diario El Mundo del 12 de octubre, un texto caliente sobre el último trabajo, con censura editorial mediante, de Gregorio Morán ‘El cura y los mandarines’. Cuyo texto completo es ‘Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España, 1962-1996’. El texto transcribe muchos detalles de la construcción de la intelectualidad oficiosa en la Transición española y aún antes, en los prolegómenos de los XXV años de Paz. Detalles anotados con nombres propios y con trayectoria político-sentimental incluida, que quizás explique el afán censor del editor.
Y allí salen y son retratados esos artífices variados: desde Anson, a Cebrián, desde Muñoz Molina a Castilla del Pino. Y sobre todo, por su preeminencia, Víctor García de la Concha. Al cual ubica entre una legión de ‘mandarines’ que “forman un retablo poco presentable de la intelligentsia española desde los 60 hasta la caída del felipismo”.
La fiereza de sus afirmaciones le lleva a Morán a señalar que algunos de ellos, “entraron donde entraron solo por dinero y cuando se llenaron los bolsillos se olvidaron de la revolución. En los 60, iban de intelectuales revolucionarios que firmaron una declaración a favor de la lucha armada y se iban a hacer maniobras a la sierra de Guadarrama, para ellos los del PCE éramos revisionistas y los del PSOE socialtraidores. Todos aquellos incendiarios fueron víctimas de un cambio de paradigma y en los 70 se habían vuelto conservadores. Se dieron de baja de la revolución”.
Y en ese panorama de los llamados ‘logreros’ por Morán, sitúa al futuro duque de Alba, Jesús Aguirre. Cuya reciente biografía de Manuel Vicent, ‘Aguirre el magnífico’ irritó a la Casa de Alba, pero no, o no tanto, al mandarinato cultural. Aguirre que, viaja a Alemania con su orden jesuita para doctorarse en Teología y volver en olor de santidad como capellán de la Universidad de Madrid, sucediendo al musicólogo padre Sopena. Coronando la faena con la dirección de Editorial Taurus en 1969, en donde introduce a la llamada ‘Escuela de Francfurt’; ya se sabe Adorno, Benjamin y Horkeimer. En 1977 es nombrado Director General de Música. Ungidos construye una corte aguirriana o aguirrista, que puede que la hubiera como señala Vicente. Por ello se retoma Liria como “un retablo en el que pululan relumbrones como Benet, Pradera, Gil de Biedma, Castellet o Cela, santones a los que apea de la peana a fuerza de datos contundentes y anécdotas hilarantes”.
Un poco de todo, en esa corte rara, corte aguirriana o aguirrista, donde coexisten gentes que no podían ni aguantarse ni verse, como Benet y Cela; solitarios como Gil de Biedma y catalanes de paso como Castellet, al cual imputa un papelón de colaborador con la embajada de los USA. Huele mas a ajuste de cuentas de alguien –el periodista de El Mundo– con algunos satélites de ‘El País’; aunque algunos satélites iniciales del periódico hayan cambiado a modo y manera, como cuenta Morán. Ungidos que se lamenta líneas atrás del vacío que la Real Academia le hizo al ‘gran Francisco Umbral’ (sic), elude que la presencia de Aguirre en la misma, fue verificada a propuesta de Dámaso Alonso, Lázaro Carreter y Rafael Lapesa.
Pero el escalpelo continúa ahora a manos de Morán: “Cuando llegó a La Moncloa, Felipe González se puso a comprar intelectuales, los compró prácticamente a todos con iniciativas tan chuscas como una exposición de abanicos en la que pagó 50.000 del ala por cada texto de tres líneas que acompañaba a cada abanico”. Compra barata, las ‘50.000 del ala’, para tan altos dignatarios del ‘Aparato cultural’. Ocurre que se construye una afirmación, con verdades a medias y así resulta descacharrante.
Es cierto el afán de control del medio cultural de González, transparentado a través de las cenas famosas de la Bodeguilla, donde desfilaron buena parte de los ejércitos culturales del momento. No sé si como peaje al poder de la cultura, o como muestra de una normalidad ‘a la francesa’, donde estos encuentros entre el Poder y la Corte intelectual no eran raros en esos años.
No es menos cierta la presencia de muchos de ellos en una rara muestra de 1984, producida por la Fundación Banco Exterior, a la sazón presidido por Fernández Ordoñez, a punto de integrarse en el Gobierno al año siguiente como Ministro de Exteriores. Y esa es una extrañeza no levantada ni por Morán ni por Ungidos: ¿Qué hace un banco público organizando una muestra rara sobre abanicos y pidiendo colaboración a la embajada japonesa? Exposición denominada ciertamente ‘Otros abanicos’, comisariada por Natacha Seseña, amiga de buena parte de ‘Los comprados’. Y quizás esta condición explique su presencia en el catálogo, junto a una abultada nómina de pintores diversos.
Claro que en él desfilan otros autores, cuya obsecuencia monclovita parece rara. Gentes tales como Vázquez Montalbán, como José Luís Sampedro o como Ángel González; poco proclives al halago fácil y con posiciones harto críticas para el entramado del poder, no creo que se dejaran comprar por 50.000 pesetas. De igual forma que entre la ‘corte abanicada’ aparece el académico ausente, Francisco Umbral y el inevitable Camilo José Cela.
Y es que si el abanico, como se cuenta en algunos textos del citado catálogo, sirve para dar aire en momentos calurosos, también es –o mejor, fue – capaz de comunicar códigos secretos y mensajes imposibles. También resulta un lugar común, la teoría del ventilador. Esto es, el hecho de producir aire para levantar todos los papeles de la mesa; de tal suerte que todo se confunda y equivoque. Por eso, en la práctica política partidaria, es una técnica muy extendida la de salpicar a todos, a fuerza de mover el aire. Pues eso, resulta de esa afirmación de Gregorio Morán, no digo que del conjunto del trabajo. Aplicar el ventilador para mover el abanico.
Periferia sentimental
José Rivero