Ejecutiva local del PSOE en Ciudad Real.- Mientras la mayor parte de los ciudadanos nos miramos el ombligo, organizaciones de carácter humanitario se esfuerzan por paliar la pobreza, y especialmente la pobreza infantil, en nuestro propio país. Se dice pronto, y puede que no le demos la importancia que debiéramos a fuerza de acostumbrarnos a mensajes dramáticos, justificados o no por la crisis económica que nos afecta.
Es posible que muchos de nosotros, desde nuestro particular acomodo, no lleguemos a ser conscientes de las implicaciones que tiene la pobreza infantil en nuestros tiempos y en nuestros pueblos. Puede que, incluso, lo veamos como algo lejano que no nos afecta o que nos afecta poco. No parece haber razones para pensar que la pobreza infantil esté más cerca o sea más dramática de cómo nosotros la sentimos.
Sin embargo, los informes, nacionales o internacionales, al respecto llevan años alertando de ello. El pasado 8 de octubre, Cruz Roja dedicó lo recaudado en el “día de la banderita” a apoyar a la infancia española y estima que con ello ayudará a sesenta y seis mil menores y a sus familias, que no son pocos. Su informe anual sobre vulnerabilidad social, con datos correspondientes a 2013, alerta sobre la mayor fragilidad de la mujer con hijos a su cargo. Indica que el 80% de los niños atendidos por Cruz Roja en 2013 está en riesgo moderado de exclusión; pero la realidad es aún peor para el 20 % restante que está en riesgo alto o extremo.
Es posible que, quienes nos acercamos a los medios de comunicación, no veamos en sus titulares mas que una consecuencia inevitable de que la economía no ha ido por los derroteros que todos hubiéramos querido. Probablemente, lo atribuyamos a una crisis que nos gustaría que fuera más transitoria de lo que es. Es fácil que utilicemos estereotipos relacionados con esta transitoriedad o con la necesaria competitividad económica y profesional para superar la crisis y la exclusión.
Con todo, ponernos en zapatos ajenos, en la situación de las numerosas familias que están al otro lado del umbral de la pobreza, debería llevarnos a reflexiones y actuaciones más enérgicas. Ninguno de esos niños volverá a ser niño. No tendrá una segunda oportunidad para disfrutar de una alimentación adecuada, de una formación integral o de un ocio en condiciones de igualdad.
Vivimos en un país que debería enorgullecerse de haber firmado y ratificado la Convención de los Derechos del Niño, pero no es esa la lucha por la justicia y por la igualdad que nos toca hoy. No somos capaces de que tales derechos sean cada vez más verdad para todos los niños, en la práctica y no solo en las leyes.
Como sociedad madura y solidaria que creemos ser, haríamos bien en analizar las causas y las consecuencias de esta situación. Y en valorarlas para afrontarlas. Como ciudadanos deberíamos exigir responsabilidades a los gestores nacionales, autonómicos y locales que no priman políticas orientadas a garantizar estos derechos básicos de la infancia; levantar nuestra voz para denunciarlo y exigirlo. Si hemos asumido que la Convención de los Derechos del Niño tiene rango de ley, no debemos mirar para otro lado cuando se incumple.
El empobrecimiento de la infancia, al que nos referimos, es más dramático de lo que parece. Implica la privación de los recursos imprescindibles para “su bienestar”, que se traduce en la negación de la alimentación, sanidad, educación, vivienda, seguridad, ocio y protección, entre otros. No cabe duda que el empobrecimiento de los hogares ha incrementado la vulnerabilidad de la infancia. Pero tampoco cabe duda de que, analizada la situación, parece demostrado que no saldremos de esta realidad mediante políticas conservadoras de austeridad y recortes que han manifestado ser una espiral perversa para los más vulnerables.
Contra este empobrecimiento de la infancia solo caben políticas de protección. Porque la felicidad de los niños y de las niñas, su formación, y en definitiva su bienestar no se mide en términos de lo que cuesta o lo que renta.
Vemos, año a año, e informe tras informe, avanzar el umbral de la pobreza. Observamos crecer la desigualdad. Somos conscientes de que la exclusión social, en un país tan desarrollado y europeo como el nuestro, va dejando para muchos de ser un riesgo para convertirse en una dolorosa realidad. Y a pesar de todo permanecemos impasibles.
Debería ser imposible que en este contexto nos siguiéramos mirando el ombligo. Debería ser imposible que leyéramos sin perturbarnos informes como el citado de Cruz Roja o los publicados periódicamente por otras entidades. Pero, a medida que el tiempo pasa, lo que nos parecía imposible sigue siendo una cruda realidad. Y, entre tanto, la pasividad de todos nos convierten en cómplices de una sociedad injusta que ni siquiera es capaz de proteger a sus niños.