En las Cartas de Francisco de Quevedo a Sancho de Sandoval (1635-1645) bien editadas y concienzudamente anotadas por Mercedes Sánchez Sánchez para la editorial Calambur en 2009 hay muchas cosas poco conocidas que pueden interesar a mis sufridos lectores. Algunas podían verse ya en el presuntamente completo Epistolario de nuestro conquense cervantista Astrana Marín, pulcro testimonio del positivismo de tu época, que tengo entre mis libros; pero hase visto que este acopio de erudición flaqueaba por los cuatro costados en vista de la primorosa aunque parcial, y no del todo libre de erratas, edición de Sánchez. Refunfuña ella contra el egoísmo de Crosby, remiso a suministrar copias de algunas cartas que él localizó (descubrió algunas y, en el relleno de unas bardas, el borrador del famoso soneto «Retirado a la paz de estos desiertos…», escrito en La Torre). Tales costumbres no deben extrañar: los anticuarios siempre han disfrutado reventando las tripas a los sofaes y hurgando en las narices de las buhardillas tras las preciosas reliquias reunidas en las rendijas o escondrijos del tiempo. Los arqueólogos son también unos guarreras que inspecionan las basuras y mugres de antaño, hasta que dan con esos nidales maravillosos. El último se descubrió hace unos años, en Barcarrota: tras un muro apareció emparedada una biblioteca de libros condenados por la Inquisición y, entre ellos, una edición desconocida del Lazarillo hecha en Medina del Campo.
Pero lo más interesante para los lectores de Miciudadreal son las observaciones que hace el cojo genial sobre su entorno. Quevedo actúa en este epistolario como «relacionero de sucesos», oficio antecesor del actual periodista. Eran estos unos personajes a los que algún noble ausente de la Corte o de sus estados encomendaba escribirle las noticias y chismes que podrían interesarle. Lo hacía con retribución o, por amistad o deuda, sin ella, en cuyo caso se devolvía así algún favor prestado. Quevedo estaba obligado a Sancho de Sandoval al estar emparentado lejanamente con él; además ambos militaban en el proscrito bando nobiliario de los duques de Lerma, Medinaceli y Osuna, y recelaban por ello de cualquier movimiento con que Olivares revolvía la Corte.
Quevedo se sentía vigilado; no en vano pintó Velázquez al Conde-duque en su cuadro ecuestre con mirada de reojo, caracterizándolo bien. Por eso mucho de lo que afirma hay que leerlo entre líneas: conocía que algunas cartas eran interceptadas y pocas veces se muestra franco, solo cuando refiere minucias que no lo pueden comprometer o si se ha asegurado previamente de que la carta es llevada por conducto seguro y persona fiable cuando desgrana sus reflexiones íntimas, esto es, por medio de un propio o mensajero privado. Con frecuencia pide, además, que se quemen sus cartas tras leerlas. Como es lógico, lamenta el secuestro de sus papeles por su destierro, entre ellos sus traducciones de las Controversias de Séneca el Viejo y de noventa de las Cartas a Lucilio de Séneja el Joven, provistas de notas. Se enorgullece de su Marco Bruto, cuya impresión supervisa, redacta una segunda parte y alaba su Hora de todos, que el amigo Pablo Jauralde cree que llama con otro título, Theatro de la historia. Por un famoso romance sabemos que Quevedo venía a la Torre, cuando estaba sano (y no desterrado), a lomos de su jaca, que se llamaba Scoto, nombre que le venía por ser tan fina como Rocinante, ya que al teólogo Duns Scoto se le llamaba el «Doctor Sutil». Pero ya no podía soportar cabalgadas y tenía que venir como podía en coche o calesa por su tuberculosis vertebral o mal de Pott, el mismo que afligió a otro gran pesimista, el poeta Giacomo Leopardi, y que lo llevaría a la tumba:
Salí ya de Madrid con sufragios como de penas. Dirá vyuestra merced que este lenguaje es de fastidio, de harto de la Corte, y de verdad así hablara el mesmo día que llegué. Quedo en esta su casa de vuestra merced molido del peor camino y tiempo que ha padecido nadie. Vine en coche en seis días, caminando, sin dormir ni comer, tan anegado como si hubiera venido nadando.
Quevedo se muestra «con humor negro y melancólico», aunque le «son medicina la soledad y el ocio», y la caza ocasional, no obstante hallarse «con suma flaqueza y sitiado de achaques desapacibles», «entre libros y andrajos y cachivaches», deseoso de compañía, porque, afirma, «¿qué he podido atesorar sino muerte y hallarme con el cuerpo inhabitable, a quien ya soy huésped molesto?». Padece especialmente los inviernos:
Yo, señor, por la rabia del invierno, que es terrible, con hielos y nieve, sin apartarme de la chimenea me quemo y no me caliento, y como mi salud es muy poca y los achaques molestos y porfiados, verdaderamente parece que solo vivo para verme muerto.
Buscando buena conversación huye del aislamiento en la Torre, enfermo entre vecinos recelosos por los diez mil ducados que le deben, a Villanueva de los Infantes, hospedándose unas veces en casa del correo mayor (el famoso humanista Bartolomé Ximénez Patón, de quien hace poco se ha logrado redescubrir algo del manuscrito perdido de los Comentarios de erudición) y otras en el Convento de los dominicos, donde se halla más a gusto, porque detesta los comadreos, cotilleos y conjuras de Villanueva: «Aquel lugar es el campo de Agramante: árdese de jueces y encuentros entre el juez de la Cruzada y el de la Mesta. El vicario y el gobernador son una disensión y batalla perenne, hierven en chismes: yo salí de él huyendo», aunque Madrid no está mejor: «A Madrid, según están hoy las cosas, no se ha de ir a discurrir, sino a adivinar». Los comadreos manchegos (o, como escribe Quevedo, «mancheños») lo irritan especialmente, porque los inspiran pasiones tan bajas como el latrocinio, algo que, junto a los abusos, era citado entre los escritores de esta época (y bastante después, por ejemplo Eugenio Larruga o Francisco Gregorio de Salas en el XVIII) para caracterizar a esta comunidad:
Aquí envió el Consejo [de Castilla] por cura [remedio, pero también sacerdote] a Fierabrás [un famoso y ficticio ladrón sacrílego que aparece en el Quijote como inventor del famoso bálsamo], porque las cosas que en esta villa han sucedido con él no son creíbles. Lo más honesto es ser amancebado público, con todo el escándalo y aparato de rufián, cuchilladas, resistencias y pistoletazos, encubridor de ladrones y de hurtos, inducidor de testigos falsos y otras tales curiosidades; en razón de esto está descomulgado todo el Ayuntamiento y la mitad del pueblo de [esto es, por] participantes [cómplices], y anda en [la chancillería de] Granada el auxilio de la fuerza y, como en todos los demás lugares ahora se oyen sermones y misereres, aquí anatemas, Sodomas y Gomorras. A esto se ha llegado: a haberse descubierto por el tormento que se dio a un regidor, el más antiguo, por ladrón, otros tres ladrones, cuatreros y escaladores de casas que todos eran alcaldes y regidores y hurtaban con las varas. Han acudido el cura que los ampara a Granada por una parte; ellos, a Madrid, al remedio y a pedir al Consejo castigue este cura y le quite de esta villa que tiene hoy con facciones de pueblo luterano. Tal es el estado de este destierro mío.
O sea, más o menos como ahora en cuanto a corrupción. «Lidiar con tramposos cosa es que yo me ejercito aquí, porque a plazos y a cumplidos no cobro sino enfermedades de las voces y cóleras que me ocasionan los deudores»; «mi achaque carga sobre cojera envejecida y sobre ella muchos años que he vivido sin quietud, con esta herida que se me abrió el invierno… con esto, que estorba, y cuentas largas y cobranzas casi imposibles estoy amarrado a este hospital lastimosísimo». El propio mayordomo de Quevedo «que tenía más había de catorce años» le «robó todo cuanto tenía y se me fue al otro mundo con dieciséis mil reales». La economía estaba fatal a causa de lo que antaño llamaban mohatra y actualmente especulación. Observa descorazonado que los nuevos impuestos de Olivares hacen a los ya pobres vecinos de La Mancha tener que vender las tejas y sufrir goteras, «tan pobres que no llovía Dios sobre cosa suya», dejando en cueros las paredes. Ansioso de gobierno ideal, asqueado de «nicolaítas» (maquiavelistas) y receloso de taciteros, lector y anotador de la Utopía de Tomás Moro, Quevedo había importunado a otro caballero de Santiago residente en La Mancha, en Montiel, muy amigo suyo, Jerónimo Antonio de Medinilla y Porres, para que lo tradujera al castellano, lo que en efecto hizo; este libro llevó dos prólogos elogiosos del mismo Quevedo y de Bartolomé Ximénez Patón. Por demás, le vienen algunos regalos que agradece debidamente: ciruelas pasas, garbanzos de Fuentesaúco, aceite, melones, aceitunas, higos, granadas, nueces y orejones. Toma rapé y chocolate, quema pastillas de olor y echa al vino aguado piedra bezoar, en cuyo poder curativo tiene gran fe; ordena construir un pozo de nieve y cultiva un huertecillo en La Torre:
Yo trato de hacer un huertecillo en mi casa por sacar de mal estado un corral. A esta causa pido por limosna a vuestra merced un par de posturas [tallos] de laurel, de unas peras que dice don Alonso se hacen ahí muy grandes, de olivo bueno, de peras bergamotas, y de ciruelas de fraile […] olvidóseme suplicar a V. M. unas posturas de durazno.
La vida pueblerina es todo rumores sobre si baja el Turco, si llega la flota y jugar al chito y a la taba, porque la baraja es cosa de ricos, como lo que él hace: contar un sin fin de gacetas sobre las guerras con franceses, portugueses y catalanes. Y hablar del tiempo; como anciano y reumático se queja mucho del frío y de las lluvias, tantas que llegan a «escupir ranas» y a no «enjugarse los caminos», porque «el tiempo está loco y borracho de agua». Asiste Quevedo al espectáculo de ver pasar por ahí unos jaguares enjaulados que traen al palacio real, obsequio de un virrey del Perú (emulando el episodio leonino del Don Quijote), cuando, ¡al fin!, llegó la flota. Se enorgullece legítimamente de su Marco Bruto, cuya segunda parte prepara. Puede decirse que las llagas reumáticas o abscesos supurantes del pecho que lo atormentaron desde 1638 fueron la causa final de su muerte; esta enfermedad le vino por el frío que padeció cuando estuvo preso, prácticamente en camisa, como le cogieron, en el monasterio de San Marcos de León; en sus últimos meses se hallaba tan débil y le temblaba tanto la mano que ya no podía escribir y tenía que dictar a un secretario; «he pisado más los umbrales de la muerte que de la vida», escribe; sus tan odiados médicos le sangraban sin piedad debilitándolo más todavía, pese a lo cual mejoró y proyectó viajes a Granada y Toledo. Veía en su propio cuerpo los males de España: «Los sucesos de la guerra me parecen a los de mi convalecencia, salgo de un mal y entro en otro» y, tras escribir «hay cosas que solo son un nombre y una figura» murió en compañía de su sobrino y heredero, Pedro de Alderete, quien concluiría a su favor los interminables pleitos sobre las rentas de la Torre.
Pero en una de las cartas aparece el personaje de un timador manchego al que Quevedo no puede por menos que nombrar con una velada admiración. Este embustero, quien quizá era sastre o algo semejante, viajaba por toda La Mancha con una maleta llena de hábitos de todas las Órdenes Militares y entró en una venta preguntado por su «amigo» Francisco de Quevedo e intentó obtener un adelanto monetario de cien reales en cebada por parte del ventero, prevalecido en esta amistad; pero el ventero, quien debía ser alguien tan zurrado como el que aparece en el Quijote, graduado en truhanerías, no picó; sin embargo, el pícaro consiguió al fin.los cien reales en Villacarrillo, donde se encontró con unos vecinos de la Torre de Juan Abad y Cózar que comieron el anzuelo a cambio de una carta que firmó como don Diego Quevedo, «hermano» del famoso don Francisco, a quien ponía por garantía del préstamo, que tendría que devolver en cebada un tal don Jacinto de Villanueva del Arzobispo; este personaje existía, pero, claro está, no tenía ni idea de todo esto.
El embustero es el más superlativo que se ha visto. Él lleva una maleta atestada de hábitos de Santiago, Calatrava y Alcántara, Avis, Montesa, Christus, de San Esteban de Florencia, de San Miguel de Francia, de San Juan de la Nunciata, de Saboya y de San Antón, y en cada lugar es diferente caballero, diferente nombre y apellido y pariente, con diferentes cargos y ocasiones de viaje. Los criados siempre van adelante u a negocio, y él siempre solo. En todos los lugares va vendiendo trigo y cebada a la tasa, que libra en los que deja atrás seis o ocho leguas, porque haya tiempo para desparecerse.
Síguese a su descripción la historia. Aquí llegó solo en su mula, con su fardo de hábitos y puesto uno de Alcántara. Dijo era hermano de la señora gobernadora de Villanueva; llamábase don Pedro Sarmiento, que iba con unas pruebas a Córdoba. Preguntó por sus criados; dijéronle no habían llegado. -No es eso, dijo, lo dije había de pasar a la venta, y estarán allá; mas yo no pienso cansarme; aguarden los pícaros. Mandó al huésped [en aquella época significaba «hospedero»] diese recado a su mula. Fajose la cara con una bigotera, preguntó si estaba yo en el lugar, dijéronle que sí y dijo: «Es gran caballero. Harto se holgara de verme, mas, huésped: ¡chito!, y perdone el amigo hasta la vuelta, que vendré con mi gente. Preguntó: «¿A cómo pesa la cebada?» Dijo el mesonero que a quince reales, y no se hallaba. Y él luegoÇ: «Algo le ha de valer ser yo su huésped. Si quiere treinta fanegas yo le daré libranza de ellas en Villanueva. Darme ha cien reales y lo demás al que le dará mi cebada a la tasa». El mesonero es prieto y respondió: «Más necesidad tengo de que vuestra merced me pague la que comerá la mula y la cama que de otra cosa». Con esto pagó y se fue.
En Villacarrillo, en el mesón topó unos hombres de aquí y de Cózar. Preguntoles de dónde eran; dijeron: «De La Torre». Y replicó: Allí está mi hermano, don Francisco de Quevedo: allá he de ir desde aquí». Convidoles con cebada a la tasa si le daban cien reales. Diéronselos, y dioles una libranza en un don Jacinto de Villanueva del Arzbispo, y una carta para mí; fueron a Villanueva del Arzobispo y el don Jacinto los desengañó. Trujérnome mi carta; el sobreescrito «a don Francisco de Quevedo Villegas, mi hermano, etc.». La carta, precisosísima, y firmabs «don Diego de Quevedo Villegas». Queda vuestra merced informado de las andanzas del pringón.
En la misma carta se dan detalles de otro personaje manchego, una santera robacapas, tan hábil que nadie podía acusarla de robo al esconderlo en una ermita y declarar que lo pusieron allí unos terceros que no hubo modo de localizar. Además ejercía de alcahueta arreglando encuentros amorosos entre pastores, mozas y pícaros, y vende el aceite de esas lámparas cuyo contenido tenían fama de beberse las lechuzas.
Fuera de tanto pícaro, Quevedo es también un moralista y educador y nos da buenos consejos: «Estudie, que es ejercicio necesario para saber quién es y quién son los demás» y «Vuestra merced tenga por entretenimiento el leer y escribir, de que siempre se coge buen fruto y por lo menos se estima el día y se pone precio al tiempo, que en otras cosas se pasa de balde a no volver». Con esto, y con aludir a los diversos escándalos de la Corte y al sentido fallecimiendo del Duque de Lerma, termino mi resumen, no sin señalar que, gracias a una de estas cartas, averiguamos que nació el día de las llagas de San Francisco, 17 de septiembre, por el cual le pusieron el nombre de pila.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
[Los comentarios serán moderados por el autor de la sección]
vidente natural buena
Los pícaros manchegos reales descritos por Quevedo – MiCiudadReal.es