Manuel Valero.- Eso creía yo, que iban a saltar chispas pero las únicas que saltaron fueron las de mi buga al primer acelerón. A los pocos minutos mi jaguar ya andaba clavando la luz de los faros en la calzada, cual animal salvaje. Puse Miss Robinson en el reproductor mientras rodaba con aterciopelada suavidad al castillo del señor marqués.
Las cosas salieron como si el guionista del destino me hubiera puesto en la vía correcta y la locomotora de los acontecimientos rielara a su amor con una facilidad pasmosa. Claro que a eso se unió mi absoluta confianza en mis dotes de ladrón del pueblo y la seguridad de que ese Narciso de Caravaggio (quiero decir el cuadro de Caravaggio, no que a Caravaggio le gustara sobremanera mirarse una y otra vez los perfiles ante el espejo) estaría en mi poder y después de estar en mi poder pasaría de nuevo al poder de los diletantes consumidores de cultura de alto copete. Mi talento y yo, podíamos hacerlo. “Podemos”, me dije y me asaltó un déjà vû descomunal, tanto que tuve la sensación haber inventado algo novedoso a partir de un verbo tan común. Debo decir que me vestí para la ocasión: todo de negro, incluido un pasamontañas, llevaba en una maleta cuerdas de escalador, un artilugio para troquelar cristales, una linterna, una pistola de pega que parecía de verdad y el famoso spry racial a base de gachas putrefactas que liberaba un gas durmiente de una efectividad inapelable.
And here’s to you, Mrs. Robinson,
Jesus loves you more than you will know (Wo wo wo).
Cantaba haciendo alarde de mi inglés de primera entrenado en las entrañas de Londres. Las farolas pasaban raudas a derecha e izquierda, y los árboles y los focos de los coches que circulaban en dirección contraria.
God bless you, please, Mrs. Robinson,
Heaven holds a place for those who pray (Hey hey hey, hey hey).
Así llegué hasta el barrio de los ricos de toda la vida. Aparqué el coche en un lugar discreto y me acerqué con sigilo hasta la casa del de Vigara. Primera acción cuando salté el seto: una rociada de spry manchego a dos mastines como caballos que lanzaron un ladrido en forma de llantina y se quedaron roques por una hora. Segunda acción: otra rociada a un guardia de seguridad que dormitaba en una garita llena de pequeños monitores de televisión que no lograron detectar mi negrura. “Joder, o esto es más fácil que en las pelis o soy un genio de verdad”, me dije. Y ya tenia toda la casa para mi. Ni un ruido, ni un sobresalto, nada. Sólo la calma nocturna, un cielo estrellado, apenas viento y un ladrido de perro o de perra a lo lejos que no era el de los mastines. Me fui hacia la fachada y escalé hasta uno de los balcones cercanos a la esquina del edificio. Saqué mi máquina de troquelar e hice un círculo perfecto por el que metí la mano (siempre se me dio bien meter mano, pero muy mal meter la mano que son dos cosas muy diferentes, como supongo que saben), activé el picaporte, abrí la puerta y me introduje en el interior. Dentro me sentí el dueño de la casa. No me importaba que me descubrieran. Los perros y el guarda estaban soñando con una vendimia copiosa y con Pedro Almodóvar que era el sueño recurrente que provocaba el gas autóctono. De modo que avancé con seguridad pero sin alardes. Me restregué la cara con dos uñas de fósforo y con la linterna en modo obscuridad total subí por unas escaleras de imperio en cuyos escalones había una alfombra tan tupida que los pies se hundían hasta los tobillos, en realidad había alfombras por todas partes. Llegué a una puerta, la abrí y allí estaba el mayordomo durmiendo como una momia con su gorro de dormir y todo. “Joder, yo creía que esto ya no se llevaba”, me dije. Sin más dilación lo desperté como si fuera su madre. “Holaaaaa”, le dije. Abrió los ojos, al ver una cosa negra con intermitencias de luz en la cara lanzó un ay mi madre que se quedó en un ay porque le conminé a que guardara silencio con mi dedo índice sobre mi boca. “¿Pero qué hago si no me ve?”. Me enfoqué con la linterna. «!Ay»! volvió a decir, sordamente. Sonó el móvil. Le dije al mayordomo que esperara. No hubiera hecho falta porque Bautista estaba petrificado como si hubiera visto un fantasma y no había visto a ningún fantasma, ¿vale?, me había visto a mí. Era Anita. «No, no puedo ahora, estoy trabajando” “¿A estas horas?” “Si”. “Anda ven, no tengo nada puesto, sólo los calcetines de colegiala que tanto te gustan” «¿Estás en pelotas sólo con los calcetines?” “Sí”. “Dame una hora” “Vale, mi amor”. “Eh, señor, despierte, no tenga cuidado, no le voy a hacer nada”, le dije a Bautista. Tuve que darle dos pequeñas ostias con mucho cariño para regresarlo del pavor. “No, no me haga nada, señor, cosa, fantasma, espectro, o lo que sea”. “No tenga cuidadooo, soy de Villatobas. A ver, que a lo mejor me he equivocado de casa. ¿Tienen ustedes por un casual un Caravaggio que desapareció hace una semana de la exposición?” “Sí, señor, lo tenemos, está en el salón principal. El señor marqués estaba encaprichado con él y se le había metido en la cabeza poseer un cuadro robado.¡Ha comprado tantos!” “Santo Dios esto es más fácil que votar a Podemos. ¿Podemos? De qué me suena. Pues bien se va a levantar sin hacer nada malo que está muy feo, me va a despertar al señor de la Viagra… quiero decir Vigara, y me los voy a reunir a los dos en el salón”.
Dicho y hecho. Ya en el salón los senté a los dos en un sofá tan grande como el Bernabéu. El mayordomo todavía estaba lívido, el señor marqués entusiasmado. “Oh, Bautista, ¿cuanto tiempo hace que no entran ladrones en casa? Ya empezaba a aburrirme”, dijo mirándose las uñas. “A ver señor marqués, ¿dónde tiene usted el Narciso?” “Por favor, joven, compórtese” “Disculpas…el cuadro”. «Enfoque la linterna hacia la pared de la derecha». Lo hice. Allí estaba, colgadito con el mismo marco. Me quedaba media hora. “Pues me lo van a dar, me va a firmar usted un cheque por 90.000 euros por el susto que le dado a los amantes de la pintura y que me los cobraré yo por mis servicios a la sociedad y me van a explicar cómo lo hicieron porque vamos a desandarlo todo para volver al punto de partida por el mismo caminito” “Está bien”, dijo el marqués. “Bautista, ¿quieres preparar algo de beber? ¿Qué desea caballero oscuro? Cómo me moló esto.
“Té, café, brandy, un gin tonic con cardamomos…” “¿Tienen Amaretto di Saronno?” “Por supuesto”. Encendimos las luces y nos sentamos a tomar una copa, yo los apuntaba ya con la pistola de pega pero con tanta indolencia que al gesticular con la mano en la que la lleva me apuntaba a mi mismo sin darme cuenta. Otro día les cuento la resolución final de este cuento.