Manuel Valero.- Como suele pasar, en la infancia las cosas que nos ocurren parecen al principio acontecimientos extraordinarios que olvidamos a los pocos días, sin saber que se quedan en reposo para aparecer intermitentemente a lo largo de nuestra vida. Así que como cualquier otro niño feliz y despreocupado, eliminé de mi memoria aquella mi primera hazaña de ladrón bueno, y me concentré en la vitalidad de lo inmediato que sustenta a todos los niños. Pero años después ocurrió algo que me hizo recapacitar y que me mantuvo en la duda de si lo mío era un alarde vanidoso que me llevaba a emular a los protas de las películas, o si en realidad era el destino que volvía a poner sus zapatos a la puerta de mi vida para que los calzara y siguiera sus derroteros. Por aquellos años, yo ya tenía diecisiete y aunque esté feo reconocerlo gozaba de un parecido atractivo para la chicas a las que entretenía con pequeños trucos que aprendí de una caja de juegos que me regalaron mis padres para mi cumpleaños. De esa afición por la ilusión manual pasé a hacer auténticas birguerías con la baraja. No, no jugaba. Era que cada naipe parecía bailar un vals cadencioso y elegante entre mis manos. Me adiestré con la baraja de mi padre y después de aprender un par de trucos me entrené concienzudamente hasta conseguir un virtuosismo capaz de competir con el barajo prodigioso de los grandes tahúres. Así que con mis habilidades de mago, mi porte, mi locuacidad y mis conocimientos de la música del momento, ya saben cantantes, grupos, cosas así, no había chica que se me resistiese. No quiero pasar por alto otro detalle: mi capacidad de inventiva. Tal era que me inventaba historias extraordinarias sólo por ver el embeleso reflejado en la cara de las chavalas y su incapacidad para decirme que “no” cuando las sacaba a bailar. Les decía que Paul McCartney murió a los dos años exitosos de Los Beatles y que el actual era un clon operado de cirugía por imperio de la industria discográfica para no perder el chollo o que Elvis era en realidad una chica. No fallaba.
Pero volvamos a lo que nos ocupa. Aquella tarde fuimos a la casa de un amigo de la pandilla a pasar la tarde del sábado. Teníamos de todo, discos, chicas, tabaco y sobre todo…tocadiscos. Y una botella de ginebra que se llevó uno de la pandilla de la tienda de sus padres para adulterar la cocacola y los refrescos inocuos de la juventud. El anfitrión tenía la mejor colección de discos que cualquier joven podía imaginar, y entre ellos, un incunable de los Beach Boys con la particularidad, según decía él, de que había en el mundo apenas unos cientos de copias porque en la cubierta del disco aparecía la palabra Beach con V y fue retirado por eso. Decía ufano, tanto que llegaba incluso a hacerme la competencia, que le darían fácilmente, cien mil pelas por él. ¡¡Cien mil!! Un fortunón. Pues bien, cuando andábamos concentrados en nuestro dulce baile de lentitud, con las tulipas cubiertas con telas de colores para darle al ámbito un toque de discoteca doméstica observé, al tiempo que le buscaba el cielo de la boca a la chica con la que bailaba las Good Vibrations, precisamente, que otro miembro del grupo se hacía el remolón por la mesa donde estaban los discos amontonados, rebuscó el ejemplar de los “Veach Boys”, se lo introdujo con disimulo debajo de la camisa y se fue sin decir ni mú. Yo tampoco dije nada. Pero al final de la tarde cuando el anfitrión colocó los discos descubrió que le faltaba la joya de las cien mil pelas. Tampoco dije nada, pero recordé con pristina claridad mi hazaña del ciego robado, y como por arte de magia y en lo que dura un instante, diseñé mi plan. Les resumo para no cansarles por hoy: convencí al ladrón de los “Veach” a irnos a estudiar a su casa, y entre conversación y conversación (lo que menos hacíamos era estudiar) yo revisaba su habitación como haría un halcón peregrino en su vuelo cazador. Una caja muy sugerente sobre del armario de su habitación me pareció irresistiblemente sugerente. Me dio un vuelco el corazón.En esa estábamos cuando sonó el timbre de la puerta. Su casa era de dos pisos y su habitación estaba en el segundo. Fue a abrir. Y como lanzado por una descomunal catapulta me abalancé sobre la caja, rebusqué… et voilá, ¡allí estaba el incunable de los “Veach Boys”. Lo rescaté y lo oculté, como él mismo hizo, debajo de la camisa con medio disco dentro de la cintura del pantalón. Bajé las escaleras. Todavía andaba él en la puerta hablando con unos empleados municipales tratando de explicarles que él no sabía nada y que sus padres no estaban. Tenían que hacer algo, según les escuché, con los cables eléctricos de la fachada. Yo fingí que tenía que hacer un encargo de mi padre que se me había olvidado y salí a escape. Dos sábados después volvimos a la casa del amigo del guateque. Yo fui el primero en presentarme. Y en la dulce soledad del justiciero, en el salón donde soliamos hacer los bailes de adolescentes, sin testigos, con calma, sereno, le restituí el disco dejándolo inocentemente mezclado entre los demás. Cuando llegaron todos, nos pusimos a decir tonterías, a bailar y a bromear con las chicas. Entonces el anfitrión lo descubrió y lanzó un aleluya que se escuchó hasta en la Patagonia. Pero lo mejor no fue eso sino la cara del ladrón malo de las hipotéticas 100.000 pesetas de los “Veach”, que no hizo otra cosa que menear la cabeza de un lado a otro, idiotizado, durante toda la tarde sin explicarse qué demonios era lo que en realidad había pasado.
Aquella noche regresé a casa con paso lento, reflexivo y feliz. Y fue bajo una preciosa luna llena que despejé las dudas y tomé la decisión de estudiar Económicas, pues no abandonaría los estudios, pero que también sería de manera inevitable un ladrón de ladrones, o sea un ladrón bueno, allí donde se me presentara la ocasión. Y ocasiones, lo que se dice, ocasiones no me faltaron como verán.