La Selección española tendrá que agradecer a la proclamación del Rey que haya sido abducida por la calma del vórtice de la actualidad. A estas horas, el hundimiento sería el monotema sino fuera por que una reina consorte ha suplantado al Reina sin suerte cuya actuación estelar era la impagable guinda del gran espectáculo. Cuando el gran naufragio esta aún haciendo glu-glú por el sumidero, el país sigue por la tele el estreno a todo color del nacimiento de un nuevo felipismo. España siempre ha sido felipista pongamos como nos pongamos. El año Cero del hundimiento lento del PSOE arrancó cuando el afectado Felipe González abandonó el timón. Ya se sabe que los hiperliderazgos son como los eucaliptos, que no dejan brotar nada a su alrededor, y si no que se lo digan a José María Barreda. Otros estudiosos sitúan la insoportabe levedad del socialismo patrio, paradójicamente, en la victoria amarga del 14-M de 2004, en unas fechas en las que el recuento de cadáveres y heridos coincidió con el de votos. Dijo el filósofo que las victorias a veces, no dejan de ser un primer paso hacia la decadencia. Eso dicen…
Fue bajo la segunda época socialista, la de Zapatero, que la España del peloto entró en los anales arrumbando de momento a un segundo plano la España del pelotazo bien administrada por los anales circuitos de las alcantarillas. Somos un país de emociones. Si no fuera por la siesta redentora que casi todo lo apacigua andaríamos a la greña faca en mano, o quizá dándole al cerebro en lugar de al corazón, pero para eso tendría que hacer más frío, vaya usted a saber.
En las últimas décadas ha habido tres revoluciones pacíficas. Una, espontánea e implacable por su monstruidad masiva que fue la respuesta del pueblo (aquí sí) al asesinato por la banda ETA de Miguel Angel Blanco, la otra cuando once compatriotas metieron la pelota en una portería más veces que todos sus rivales y la tercera cuando la peña hizo camping en el Kilómetro Cero de todas las Españas. La primera fue tan espontánea que ni siquiera los resortes del Estado pudieron canalizarla para sí. De haberlo hecho hubiéramos asistido a un horizonte inabarcable de banderas nacionales. En su lugar, las manos blancas del personal nevaron sobre el asfalto hasta donde se curvaba el horizonte. Era tal el hartazgo de sangre que más de uno soñó con una normalización que acabara para siempre con la huella de Caín y el malditismo del nacionalismo tribal. Mandaba el PP y eso no ocurrió. Ni lo uno ni lo otro. El banderío vino después, desde el sur profundo del Africa de Mandela. Y entonces sí, aunque no fue el pueblo todo, que el pueblo todo es irreconciliable en su totalidad, surgieron enseñas de la identidad nacional por mor del fútbol que es algo más que un deporte, es como un remedo de la guerra y más allá, una apoteosis froidiana, en la que se zurran viriles gladiadores cuya meta final es el desvirgamiento público de la vagina de la mujer del enemigo. La tercera revolución surgió en visperas de unas elecciones municipales entre asambleas y tiendas de campaña, fuegos nocturnos, juegos malabares, amor casi libre y no sé si con flowes in the hair . Parecía un sifonazo en un vaso, que se llena de súbito y luego apenas sube un dedo del culo. Hasta que llegó Pablo Iglesias, otra coincidencia, y recogió la cosecha, la puso en el silo del descontento general y le dio marchamo de partido elegible. Porque pudieron y quisieron. La dos primeras revoluciones acabaron en fracaso: devorando a sus hijos. La tercera, sin que sirva de precedente improcedente lo de Tercera, está aún por escribir.
La Historia es caprichosa, ya digo. Y así hace coincidir la bajamar de la Roja futbolera con la pleamar de la rojigualda monárquica. Quienes compraron la bandera para ondearla al viento de las victorias balompédicas, pudieron aprovecharla para hacerlo con el nacimiento del segundo felipismo. Cuestión de práctica, pues no hay nada más ridiculo que comprarse algo que se vuelve inservible por su repentina ridiculez contextual: como los anuncios de la Roja que tras la debacle espanta a los clientes. Es verdad que el fútbol une tanto que hasta los jóvenes comunistas llamaban a su sede a ver los partidos, eso sí, previamente pertrechados con la semiótica republicana que es de izquierdas, sin caer en la cuenta que en Brasil había gente que se manifestaba por menos samba y más traballar. Luego están aquellos a quienes la música militar nunco los supo levantar. Pero esto es otra historia.
Manuel Valero
Llegan las revoluciones. Pasan. Vuelven. Y al final estamos en el mismo sitio: sin saber donde estamos.
Un saludo, maestro.
Es que la revolución perfecta, al ser un giro de 360 grados retorna al principio del movimiento. Dicho lo de movimiento, sin coña.
«En una revolución, como en una novela, la parte más difícil de inventar es el final».(A. Tocqueville).
Pues en esas….siempre hemos estado.