Las comunicaciones de La Mancha, si excluimos la provincia de Madrid por más que siempre haya formado una porción geográfica natural de la misma, se han decantado más al este y sudeste que al oeste, a pesar de que, encajada entre el Sistema Central, Sierra Morena y las dos mitades del sistema Ibérico, la mayoría de sus ríos principales, el Tajo y el Guadiana, con todos sus afluentes, se extiendan hacia la vertiente occidental. Por el contrario, el Júcar, remiso al fin y al cabo, se mueve renqueante y sinuoso a duras penas y peñas desde Cuenca hacia el este.
Lo último que vino a La Mancha de poniente es ya muy arcaico y no mueve molino de agua o batán: la cultura del vaso campaniforme, extendida desde las desembocaduras del Tajo y el Sado, tal vez desde el Guadalquivir, hacia el resto de Europa atravesando la Meseta Sur. Muy poco después de ese gran avance la puerta empezó a cerrarse y ya en la Edad Media se fue alzando, con el reino de Portugal, un alto muro que, recorrido intermitente por la yedra de unos ríos que se torcían y estrellaban ante el desafío, ha perdurado contra las melancolías decimonónicas del Iberismo, reforzado además no ya por la paralela vía de la plata, sino por el escaso atractivo comercial del paupérrimo Portugal meridional y por el aislamiento de una región que, situada entre Cáceres y Badajoz y conocida desde fines del XIX como la Siberia extremeña por aislamiento y escasa población, siempre se ha visto esclerotizada por las agrestes y laberínticas estribaciones de los Montes de Toledo sobre la comarca más feraz de La Serena.
En cuanto al sur, rico en recursos mineros y agrícolas y perfectamente comunicado por el valle del Guadalquivir, un tortuoso paso natural muy concreto y casi único (si exceptuamos el muy mal llamado Valle de los Pedroches), Despeñaperros, une (que igual valdría decir separa) La Mancha y Andalucía, mientras que el Corredor de Almansa abre las ricas cuencas de Levante a través de las peñas y el camino de Albacete y Hellín conduce a la huerta de Murcia y al puerto natural de Cartagena, uno de los tres grandes que posee España junto a los de La Coruña y Cádiz.
Castilla-La Mancha era durante el primer milenio antes de Cristo un conjunto mucho más homogéneo de etnias de lo que podría pensarse. Los marcadores genéticos nos asignan un origen paleolítico, y luego la sustancia humana mesetaria fue fundamentalmente fruto de la fusión de celtas e íberos. Nuestra supuesta y temperamental sangre árabe posterior fue escasa; incluso el pueblo italiano, menos homogéneo que el español, tiene más; incluso los castellanos del norte tienen más que los andaluces, porque los moriscos alpujarreños sublevados fueron reasentados allí para evitar rebeliones. ¡Toda una desgracia el ser tan poco moros, cuanto menos morenos!
Así pues, el cruce fue general entre pueblos de origen autóctono y diversas oleadas de emigraciones indoeuropeas y norteafricanas (anteriores a la árabe) demográficamente mucho más numerosas, con pequeños asentamientos púnicos y griegos a lo largo de la costa mediterránea y atlántica sur. Por lo general, manchegos y europeos occidentales somos muy parecidos e indistintos; más extraños serían respecto a todos los finlandeses. La heterogeneidad es mayor conforme se avanza más hacia el este: en las penínsulas itálica y balcánica y, sobre todo, en la anatolia, cuarta del Mediterráneo y más alejada del extremo del subcontinente europeo.
Hubo en la meseta sur un gran mestizaje entre celtas indoeuropeos asentados al este e iberos de origen africano establecidos al oeste, sobre un sustrato de enigmática población autóctona que ha dejado pocos restos fuera de la ya mencionada Cultura de Las Motillas, integrada por unos treinta núcleos catalogados. El resultado fue conocido al fin como celtíberos, denominación que acoge muy distintos grados de mestizaje, conexión y asimilación que es difícil precisar hoy. Lingüísticamente, es posible determinar que se hablaban en la península cuatro lenguas con numerosos dialectos, a veces muy opacos entre sí, y con alfabetos muy distintos de origen latino: el Lusitano, el Tartesio-turdetano, el Celtíbero, de dialectos muy diferenciados, y el vasco. Cuatro lenguas, más o menos como hoy, en que la única que ha subsistido es el vasco, si bien la que más restos ha dejado en la toponimia y el léxico es el celtíbero. Es esta fundamentalmente la que se hablaba en Castilla-La Mancha, dividida en dialectos muy distintos entre sí. Pero la única que tenía una literatura escrita y muy antigua es la tartesio-turdetana, según refiere Estrabón. Y nada ha quedado de ella que sepamos hasta hoy.
Los pueblos manchegos fueron diferenciándose según el dominio de uno cualquiera de los tres elementos que lo integraban: el minoritario y autóctono original, el celta o el ibérico; también, por el grado de aislamiento, relación y comunicación que mantenían con sus vecinos. Del léxico celta y del ibérico han perdurado hasta hoy topónimos, antropónimos y algo de léxico del que prescindiremos porque no interesa a nuestro propósito. Del celta sego– «victoria» y –briga «fortaleza», vinieron Segóbriga y Segontia (Sigüenza); no hay muchos restos del sufijo toponímico celta –dunum, pero sí del gentilicio –(i)ego, no en vano nos llamamos manchegos. Del ibérico, lengua muy relacionada con el vasco, tenemos el antropónimo Indalecio, de la raíz indu-, «fuerte» (como en el apellido Induráin y algunos guerreros celtíberos documentados por la historia, como Indortes), los sufijos toponímicos –en, –ena-; –es, –esa; las raíces toponímicas aran, con el significado de «valle» (Aranjuez, Aranzueque); ur-, urdan– (Urda, Oreto, Urcesa), etcétera.
Las etnias más populosas que ocupaban principalmente la región en época prerromana eran los carpetanos y los oretanos; menos significativos fueron los pueblos del este, lobetanos, edetanos, olcades y bastetanos. La Carpetania abarcaba las provincias de Madrid y Toledo, el pleno centro geográfico de la Península, confinando al sur con la Oretania, que incluía toda Ciudad Real y el otro lado de Sierra Morena, el norte de Jaén. Ambas, Carpetania y Oretania, limitaban al oeste con vacceos y vettones y al noreste con Guadalajara y Cuenca, pobladas entonces por diversas etnias celtíberas poco populosas, algunas muy guerreras, como los belos; más al sur, ya en Albacete, había núcleos oretanos, lobetanos, edetanos, olcades y bastetanos que se relacionaban más bien con los pueblos ibéricos del este mediterráneo a través del corredor de Almansa y el camino hacia Cartagena.<
Las fuentes para la historia antigua de Castilla son en su mayoría griegas y latinas. Entre los geógrafos figuran Avieno, Estrabón, Mela, Plinio el Viejo y Ptolomeo; también se nos han transmitido itinerarios, especie de mapas de carreteras de la época, como los de Antonino o el anónimo de Rávena; la Hitación de Wamba es también valiosa porque contiene material cronológicamente muy anterior; también la arqueología suministra inscripciones procedentes de los Vasos apolinares y las perdidas Tablillas de Astorga; por otra parte hablan y no poco historiadores como Polibio, Hircio, Diodoro Sículo (que nos ha conservado bastante de las obras perdidas de Timeo y Posidonio), Tito Livio, Floro, Plutarco, Apiano y Dion Casio; también hay algo en poetas épicos como Silio Itálico, que nos habla de las bodas de la princesa oretanomanchega Himilce y Aníbal y nos narra algunos episodios de la guerra entre los cartagineses y los oretanos, Lucano, etcétera. Dejaremos por el momento los tochos epigráficos de Hübner y extractaré y resumiré ahora las informaciones que suministran Estrabón, Diodoro Sículo y Apiano, que tengo más al alcance y parecen ser las más convenientes.
Estrabón, cuya obra leí hace años en la traducción, copiosamente anotada, que hizo el benemérito arqueólogo manchego -de Villanueva de los Infantes- Antonio García y Bellido (1903-1972) para Espasa-Calpe, se refiere a la región sobre todo en el libro III, pero yo lo citaré por la traducción, más actualizada, de Gredos. En cuanto a lo que podemos deducir de la primitiva literatura de estos pueblos, tenemos al menos los testimonios de danzas y cantos de guerra, según refieren Silio Itálico III, 346-349, Diodoro Sículo, V, 34, 4 y Apiano; es más, Valerio Máximo (III, 2, 21) y Tito Livio (pap. Oxiyrh. 164) refieren un hermoso episodio protagonizado por el caudillo celtíbero Pirreso en el año 142 a. de C.:
«Quinto Ocio, habiendo marchado a Hispania como legado del cónsul Quinto Metelo y luchando a sus órdenes contra los Celtíberos, cuando se enteró que estaba retado a un duelo por un joven de este pueblo -estaba entonces puesta la mesa, a punto de comer-, dejó la comida y ordenó que se sacasen fuera de la muralla sus armas y caballo con todo secreto para que Metelo no se lo prohibiese; y, persiguiendo a aquel celtíbero que con gran insolencia había cabalgado a su encuentro, le dio muerte y, blandiendo los despojos de su cadáver, entró en su campamento en medio de una gran ovación. Este mismo hizo sucumbir ante sí a Pirreso, sobresaliente en nobleza y valor entre todos los Celtíberos, quien lo había retado a un certamen. Pero no se ruborizó aquel joven de ardoroso pecho de entregarle su espada y su ságulo a la vista de ambos ejércitos, porque Ocio pidió que se uniesen los dos por la ley del hospicio cuando se restableciese la paz entre los Celtíberos y los romanos» (Val. Max., III, 2, 21)
La aristocracia guerrera celtíbera prefería suicidarse a perder o entregar las armas y con frecuencia llevaban un veneno oculto para tal fin, pero ese desastrado fin podía evitarse con un acuerdo de devotio o servidumbre militar al caudillo que había vencido. El duelo personal servía también para evitar, como en otros pueblos primitivos y se ve en los poemas homéricos, contiendas mayores. Los que trabajaban como mercenarios pedían parte del botín: una túnica, una espada y un caballo por cada soldado que hubiesen muerto (App. Iber 42). Los íberos valoraban infantilmente las armas resplandecientes y decoradas, y Sertorio se ganó a muchos indígenas con este tipo de regalos revestidos de plata y oro (Plut., Sert. 14). Ya por entonces tenía fama de excelente entre los repúblicos romanos el acero de las espadas toledanas, como atestigua el poeta Gracio Falisco en su Cynegeticum. Por demás, la tecnología armamentística celtíbera era tan apreciada que, de hecho, los romanos les copiaron el diseño de la característica espada corta de dos filos, la falcata.
La Oretania tenía su ciudad homónima, en Oreto, que Estrabón llama Oria y se hallaba en el término de la actual Granátula, donde todavía pueden contemplarse sus ruinas. La etimología del lugar tal vez pueda relacionarse con el vascoibérico urdan, «cerdo» o «jabalí», (Urdangarín tendría bastante que decir sobre ello) algo que podemos encontrar en otros topónimos cercanos como Urda, justo en la raya de Toledo, y, quizá, Orgaz o Urcesa, aunque tal vez venga de ur, agua. Urcesa sería, pues, «casa del agua», si seguimos la lista de morfemas toponímicos ibéricos que ha reconstruido Juan Luis Román del Cerro a partir de su estudio del texto de La ofrenda de los pueblos, (1990) una obra memorable que muchos se empeñan en ignorar a pesar de su rigurosa deducción a partir de sólidos referentes geográficos y estadísticos; otra cosa serían las pretendidas deducciones mixtificatorias de Alonso, capaz de generalizar con el vasco hasta encontrarle conexiones con el mismísimo hebreo.
Estrabón y Diodoro Sículo coinciden en que la meseta sur era un territorio poco articulado por el escaso dominio que en él tenían muchos e insignificantes régulos (reyezuelos o caciques), harto inseguro por el frecuente bandidaje, del cual incluso es muy posible que provinieran bastantes de ellos, periódicamente depuestos por guerras y disputas intestinas. Resulta así que el fenómeno del bandolerismo, que veremos resurgir periódicamente en la historia y la literatura de la región, se encontraba ya asentado en los Montes de Toledo y en Sierra Morena antes de la presencia medieval de los Golfines y otros encartados y brigantes ya del XVIII y XIX, como en otras regiones donde siempre ha sido desigual la distribución de la riqueza, dando lugar incluso a la aparición de asociaciones criminales organizadas como la Garduña toledana en el siglo XIV, generalmente orientadas a abusar de castas marginadas de la sociedad y con harta frecuencia antisemitas o antimoriscas, al mismo tiempo que contra ellas se formaban organizaciones policiales paralelas y más o menos corruptas, como las Hermandades. Un famoso poeta del siglo XVIII, el extremeño Francisco Gregorio de Salas (1729-1808) ya caracterizaba a La Mancha como lugar de injusticia, abuso y corrupción, y a los manchegos como amigos de lo ajeno (del Albacete murciano venía lo de «murciano», por ladrón, y no nos vamos a extender tampoco sobre la leyenda de Malagón, prodigada por la literatura clásica y la picaresca, que intenta exculpar de esa fama a un pueblo concreto, cuando la infamia era general contra los manchegos):
El que llega a caminar
por La Mancha sin falencia (esto es, sin estafa),
le enseñan con gran frecuencia
la horca antes que el lugar.
No gustan de trabajar,
es gente de poca espera,
arman pronto una quimera
y nunca de hambre se mueren,
pues son dueños cuando quieren
de lo que tiene cualquiera
La toponimia de las principales ciudades y pueblos de La Mancha establece qué culturas han dejado más huella geográfica en el lenguaje actual. Empero, es este terreno peligroso, inseguro y resbaladizo donde los haya, y lo que tendría que primar para establecer juicios fiables sería, ante todo, una preparación filológica excepcional que, por supuesto, disto mucho de poseer, así como una documentación arqueológica rigurosa y criterios no meramente comparatistas, sino estadísticos muy ponderados, para no terminar en mixtificaciones quiméricas como las de J. L. García Alonso, que llega generalizando con el vasco hasta el mismísimo arameo. Mucho han indagado y cavilado sobre el tema Manuel Corchado Soriano y, entre los últimos, Chavarría, por no mencionar la animosa e hipercrítica tropa de Celtiberia.net.
Administrativa y románica es la denominación de Villa Real / Ciudad Real; muy antigua e indoeuropea la de Toledo, pero completamente árabes las de Madrid, Guadalajara, Cuenca y Albacete. Juan Antonio Chavarría Vargas, en Antropónimos árabes en la provincia de Ciudad Real, nos habla de que nuestro pequeño montecillo, La Atalaya, fue conocido antes como Atalaya de Abén Cales, (también llamado Abén Cares, Cáliz o Cádiz, y en realidad Ibn Qadis) último alcaide almohade de Calatrava, y nos menciona entre los topónimos arábigos Calatrava, Hojalora, Alcázar, Torres de Joray, Almadén, Alhambra, Almodóvar, Mestanza, Mata de Mencáliz (Castellar de Santiago), Aznarón y Chillón. El río Adoro, hoy conocido como Azuer, fue bautizado por haber sido ahogado en sus aguas el señor almorávide de Córdoba Al Zubayr. La lista podría alargarse indefinidamente y podríamos agregar nosotros otros muchos, como Ajofrín, Mazarambroz o Almonacid, por ejemplo. Hay también topónimos medio mozárabes, de los que informa Menéndez Pidal, como Daimiel (quizá de *Laminium vetulus) o Mocejón, o que lo son enteramente, como Montiel.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
No sabía yo que teníamos fama de amigos de lo ajeno, joder Romera que cosas nos descubres. Un crack
«El muy mal llamado Valle de los Pedroches». ¿Por qué el desajuste del mal nombre? No lo capto.
Porque no es un valle. Tal vez lo llamaron así para atraer viajeros; es solo un itinerario bastante abrupto y siseante.