Puertollano. Ahora que cierran ‘El Chiringuito’, recuerdo que una noche de hace años, muchos años, tomando café en el que entonces era llamado Havana, cuando aún existía y mientras esperaba a J; fui consciente como no recuerdo haberlo sido otras veces, del valor de posición del Paseo de San Gregorio en la ciudad. Aunque estaba rodeado por estúpidas edificaciones que dificultaban la comprensión de lo que quiere pervivir a través del tiempo. Pervivencia en ese Paseo arbolado, de una formidable vaguada natural antiquísima, que conectaba los terrenos lagunares del Norte -hacia el Tirteafuera- con los baldíos sureños del Ojailén, que cuentan incluso con la Llanada de Las Viñas y con un declive propicio para la minería, la ganadería y la conquista sureña.
Ese paso del Norte al Sur a través de una garganta rocosa o de un puerto pedregoso, que estrangula sierras y cerros, tales como la Sierra Alta al este y los cerros de San Sebastián y de San Agustín al Oeste, conforman una traza singular y limpísima, por la que discurrieron aguas y aguadores, escorrentías y viajes menores, reatas y traficantes, carretas y carreteros, arreos y jamelgos en su tránsito hacia Andújar, Los Pedroches o Cardeña, manejando cotas próximas a los 650 metros. Sobre ese desfiladero inmemorial se alzarían limpias las peñas erizadas y tersas, que marca aún cotas superiores, como las del Cerro de Santa Ana, en la cercanía de los 900 metros o las de La Hoya Grande –en el lado opuesto del desfiladero –y sobre cotas ya próximas a los 927 metros.
Esas imágenes de lo entreabierto –como un libro flanqueado por sus tapas duras o pastas endurecidas, como un amago de tienda de campaña elemental e invertida –se me antojaba la visión desde el lomo arbolado del Paseo en el que me encontraba sentado. Ocurría que sabiendo donde estaban el lomo, la portada y la contraportada, ignoraba donde demonios estaban las hojas del libro en cuestión. Y me sentí perdido ante ese libro blanco de la memoria. O ante ese libro negro, inmemorial y no escrito. Incluso esa imagen de lo plegado propio del trabajo del encuadernador, ha dado pie a Juan Luís Trillo en el ‘Post Scriptum’ del trabajo de Ángel Martínez García-Posada ‘Sueños y polvo’, para decir que “el tiempo es una hoja que se pliega por el presente y hace coincidir futuro con pasado”. Es decir El Paseo como presente y sus laterales, a izquierda y derecha, ya cerros ya edificios desmesurados, como pasado y como futuro. Un futuro y un pasado que son sólo eso ‘Sueños y polvo’.
Hoy de ese Havana transmutado y hoy desaparecido como el polvo de todos los sueños, sólo queda una novela de Manolo Valero, algunos artículos periodísticos y un negocio que ha cambiado la v por la b, en las proximidades del Paseo, tratando de españolizar el nombre.
***
Viso del Marqués. No sabía hasta hace poco, en que leí una entrevista con el artista Fernando Sánchez Castillo, que el vagón del tren de la famosa entrevista sostenida el 23 de octubre de 1940, en Hendaya, entre Franco e Hitler, dormía en una finca de caza del Viso del Marqués. ¡Qué imagen tan sorprendente! Tampoco lo había preguntado; ni nadie había informado del evento taimado que guardaba ese cazadero de perdices. Sabíamos del otro cazadero próximo y querido por la escopeta del dictador, en las lomas de La Encomienda. Incluso recuerdo aún, algunos viajes en tren, llegando de Sevilla, en algún día de caza invernal, con las vías custodiadas por ingentes números de la Guardia Civil. Disciplinados y silenciosos, retando al frío mañanero. Para revelar el movimiento insensible y el eco de voces bajas, que llegaban desde el fondo de las edificaciones que construyera Julián Laguna para el Instituto Nacional de Colonización, sobre la llamada Encomienda de Mudela.
Allí en un terrizal de la dehesa viseña, dormía el vagón su sueño de maderas y tapicerías mohosas, su sueño de ecos de conversaciones perdidas y de fogonazos de tungsteno para iluminar la antorcha de los fotógrafos. Un carromato ferroviario, testigo de unas conversaciones militares sinuosas y difíciles; al tiempo que las llamas crecían en Europa. Unas conversaciones con pocos participantes, sólo Serrano Suñer y Von Ribbentrop, junto a los intérpretes oficiales, Gross y el Baron de las Torres; ni siquiera Paul Schmidt traductor oficial de Hitler. Una charla a bordo del vagón Erika, en una Europa pisoteada por las relucientes botas alemanas de la Wehrmacht. Botas enceradas y brillantes que transcurrieron y pisaron por las alfombras rojas tendidas en el andén de Hendaya. Franco, Hitler y el vagón del sueño. De un carromato que ahora quieren recuperar y rehabilitar. Será por la recuperación de la memoria. Perdiendo el cazadero la alargada sombra del vagón mohoso y polvoriento que durante estos años, ha sido cobijo de alimañas, sombra para los erizos y cagadero de palomas torcaces y escondrijo de alacranes. Un sitio extraño y lejano de los talleres centrales de RENFE o de Adif. Un sitio extraño y lejano del lugar material del encuentro afamado. Un sitio lejano como pocos, para esta historia inconclusa.
Tan extraño y afamado como el Palacio del Marqués de Santa Cruz. Un Palacio italiano, genovés si se quiere, en la paramera de La Mancha y en las estribaciones de Sierra Morena y equidistante de los grandes puertos; un Palacio del Almirante de aquella Armada que respiraba gestas heroicas y que vino a dar con esa razón extraña y casi quijotesca, de trasladar los mármoles italianos y los estucos amalfitanos a un rincón provincial del secano irredento. Como ocurre con el Archivo de la Marina, oculto en el mar de cereales y en las olas calmas de los viñedos. Como si El Viso del Marqués jugara una extraña partida de damas, sobre el tablero de su escudo municipal. Que ya se sabe que viene del Valle navarro de Batzan, originaria patria del Almirante. Y cuyos antecesores liberaron a un rey navarro de las manos de muerte de otro monarca francés, tras el juego de una partida de damas; que dio en liberar al cautivo. Y dio origen a esa utilización del damero blanco y negro en las armas de los Bazanes y luego en los escudos del Viso.
Tampoco sabía, o no recordaba haberlo leído, otro acontecimiento viseño que nos relata Emilio Romero en su novela de 1957 ‘La paz empieza nunca’, que empieza y se desarrolla igualmente en El Viso del Marqués. Como el ocurrido en la noche del 11 de diciembre de 1504. El cortejo fúnebre de la reina Isabel de Castilla, avanza hacia el Sur, camino del descanso mortuorio de Granada, en donde se estarían rematando los trabajos últimos de la Capilla Real como cripta funeraria de los Reyes Católicos. Ese cortejo que avanza y viene desde el Castillo de La Mota, tiene un largo recorrido ante sí; y tiene un frío invierno sobre las espaldas enormes de las dos Mesetas y sobre las faldas de las dos Castillas: la del Norte o Vieja, y la del Sur o Nueva. Necesita el cortejo por ello, fraccionar el recorrido y ajustar sus paradas. Para reponer fuerzas, de los andantes de la comitiva, y para prevenirse del frío seco que asalta la transparencia de las noches heladas. Ese cortejo y esa comitiva, reposó y repararon fuerzas y provisiones, en la iglesia húmeda y umbría del Viso, mientras fuera ululaba el aire que venía empujando desde las crestas vecinas de Sierra Morena hasta los adentros de La Mancha. ¿Don Fernando de Aragón?, ¿Doña Juana?, ¿nobles y aristócratas?, ¿vasallos y súbditos?, ¿algunos obispos, clérigos y predicadores?, ¿fuerzas de guarnición y soldados uniformados? Dentro de la iglesia un silencio mineral, sólo roto por bisbiseo orante de los monjes y por el crujir de los hachones de cera que daban poca luz al féretro real que albergaba la enmudecida nave eclesial. Como parte de otro sueño.
Periferia sentimental
José Rivero