Ramón Fernández Palmeral
Los “ruideritos”
Señor Azorín:
Después de nuestra aventura espeleológica en la cueva de Montesinos, como le tenía prometido, la luz sobre las lagunas recibía la tarde con los brazos abiertos del crepúsculo. Pasamos por el hotel, nos aseamos y nos cambiamos la ropa deportiva por otra más acorde con la propia de un paseo por la hidalga ciudad de Villanueva de los Infantes, que es Conjunto Histórico artístico desde 1975. Hacer turismo y mendrugar una merienda cena, este es el destino de lo huéspedes, pero antes de partir pasamos otra vez por Ruidera (no he dicho que dista 260 kilómetros de Alicante y que pertenece a la provincia de Ciudad Real y tiene 610 habitantes en el censo de 1998), para comprar algunos dulces como regalos, y alguna que otra sorpresa local.
Nos acercamos para ver la iglesia, la puerta cerrada al peregrino, le preguntamos a una mujer vestida de luto a la antigua usanza de los pueblos castellanos. ¿Buenas tardes, a qué hora abren la iglesia?, ella respondió que solamente los días de la «cataquesis» y siguió su camino.
Entramos en la panadería, en la misma acera de la iglesia, atraídos por una ventana con cristal más que escaparate vetusto, casi amontonado, donde se anunciaban los «ruideritos» que nos llamó la atención, ya teníamos algo para regalos y sorprender a los amigos. En la puerta había dos mujeres lugareñas y un hombre labrador, hablando pausadamente son todo el tiempo del mundo.
–Póngame medio kilo de «ruideritos» para probarlos, unas mantecadas, unas magdalenas y un poco de carne de membrillo. ¡Tienen buena cara! –agregó mi mujer al dependiente que no hablaba, al momento salió un hombre delgado, moreno y dispuesto a dar todo tipo de explicaciones como un cicerone de la mercadería, parecía ser el propietario porque tenía cara nocturna de panadero. ¿Es Juan, es Antonio, es Diego?
–Sí que son buenos, pero los «ruideritos» ya no son lo que eran antes, porque ahora, la harina viene de Alemania – nos dijo tan fresco el panadero dicharachero y con ganas de hablar.
–¿Cómo se hacen –preguntó mi mujer, a la que le salió su vena confitera porque además hace los bizcochos con almendras mejores del universo habitado.
–Tienen harina de trigo duro, manteca de cerdo ibérico, azúcar de Salobreña, levadura de pan, huevos de gallinas felices y algún secreto más que no puedo revelar –o, pudo decir: no quiero revelar, le pasaba como a Cervantes: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme». Aquí en La Mancha la gente usa lo de acordarse a voluntad.
–¿De Alemania, la harina?, con todos los trigos que hay en Castilla –refunfuñó mi mujer a la vez que tocó los «ruideritos» que estaban un poco secos, según ella.
–Pues sí, señora, hoy en día todo viene de Alemania, los «ruideritos» ya no son lo que eran por culpa de las máquinas de amasar, ante se amasaba en artesa a puño y tenía su punto…
Esto de amasar me recordó un verso de Miguel Hernández el XXII (Panadero) de Perito en lunas (1933), donde escribe los versos Aunque púgil combato, trigo:/ ya cisne de agua Perito en lunas en rolde. Y aquí en estos versos gongorinos y herméticos del oriolano queda escrita la metáfora de la harina que unida al hipérbaton de los huevos más la azúcar convertida en polvo de lunas, salen los amorosos y exquisitos «ruideritos».
Al joven dependiente, presunto sordo-mudo aunque lo entendía todo, el panadero no le daba cuartel, mientras con un lápiz sumó la cuenta sobre un papel, al estilo de las antiguas tiendas de pueblo, como mi tía Salvadora en Frigiliana, que todavía sigue haciendo las cuentas a mano sobre el papel engrasado de envolver los embutidos con unos números grandísimos, porque asegura que las maquinas de calcular se pueden equivocar, pero ella no.
Había también en la panadería de Juan, de Antonio, de Diego, una tienda de ultramarinos, y a la salida, puestas como cebo a las delicadas narices finas, con toda alevosía, había una caja cuadrada de madera con un olor a arencas que quitaba el sentido. «¡Esto sí que es cosa buena, planchaditas con su chorrito de aceite y su pan recién hecho», comenté al panadero, y él reconoció; «pero ya nos son la arencas de antes que venían en herradas». No me enteré qué era una herrada hasta que lo miré en el diccionario, es una especie de cubo de madera o barrica para conservar las arencas. «¿Pero las arencas no vienen de Alemania?», dejé caer la ironía, al panadero dicharachero, moreno, dispuesto, no había forma de sorprenderle porque tenía respuesta a todas las preguntas. Mi mujer me sentenció: «no se te ocurra comprar arencas que tú tienes la tensión alta y colesterol».
Estando en la plática de los arenques de Ruidera, volví a ver a Vicente con sus muletas y sus gafas, le fui a saludar con entusiasmo de antiguo vecino, de quien lleva allí toda la vida, pero pasó de largo sin decirme nada porque ya no me recordaba o no quiso acordarse, porque aquí puedes decidir si acordarte o no acordarte de algo. A mí me gustan los pueblos vetustos y sus gentes con conversación larga, hablar como un andaluz abierto, descosido, y no pasar por mudo, o sin historia. Juan, Antonio, Diego, me contó la historia de Vicente que nosotros ya sabíamos. En la calle y en el mismo lugar seguían las dos mujeres y el hombre labrador, hablando.
–¿Cómo está la carretera para Villanueva de los Infantes?
–La carretera de los Infantes la acristianaron para esto del Centenario y está mejor que los «ruideritos».
Fuente:www.monover.com