“La música y el agua, dos sinfonías que el horizonte enlaza, dos almas anhelosas de encontrarse en las que el hombre reconoce la fragilidad y levedad de su identidad y su existencia”. Un día, la ciudad de Miami se despertó con la noticia de la misteriosa aparición de un piano de cola sobre un banco de arena que emergía sobre el mar en medio de la bahía de Biscayne.
Algunos buscadores de noticias sensacionales y distintos oportunistas quisieron aparecer ante la opinión pública como los autores de este extraño suceso, sin duda para hacerse famosos, pero ninguno logró convencer a las autoridades. Tras unas jornadas de incertidumbre al fin supieron la identidad de quien había depositado el piano sobre el mar. Yo les cuento quien fue y porque lo hizo.
Cierto día un niño lleno de curiosidad abrió la puerta del desván allá en la casa que sus padres mantenían en un pueblo de la costa americana y a través de la tenue penumbra que dejaba entrever el tragaluz, pudo ver un piano que allí arrinconado, lloraba en silencio su soledad. Depositado en el olvido, el rey de los instrumentos lacado en blanco, veía pasar los días sin que nadie recordara su existencia. Solo muy de tarde en tarde la madre, afamada pianista, recalaba en esa casa y desempolvaba las teclas que calladas y ansiosas de sonar, la aguardaban.
Las teclas amarillentas, algo canosas ya, agarrotadas por la ausencia de unas manos que las acariciasen y les devolvieran su razón de ser, permanecían tan juntas y prietas como aisladas, tan quietas y silenciosas que ni ellas mismas recordaban ya el sentido que tenía su existencia. El niño, viendo el estado de abandono en que se encontraba se acercó intrigado, levantó la tapa para quitar las telarañas y el polvo grisáceo que lo cubría y con su dubitativa mano apretó una de las teclas que agradecida, entonando su nota, lo miró. Conmovido, quiso ver mejor a quien así le hablaba y presuroso fue a abrir el ventanal que daba al mar.
El sonido de las olas inundó entonces el desván y la música que el oleaje depositaba en la cercana orilla llegó a los oídos del olvidado piano. Con la luz llenando la estancia y el sonido invadiendo las teclas, el piano cobró vida. Y el niño no lo dudó un instante. Llamó a unos amigos, esperaron a que el mar se calmara y lenta e ilusionadamente transportaron el piano hasta la orilla del mar. Las olas cadenciosas y rítmicas salpicaban las teclas con sus gotas cada vez más vivas y chispeantes al compás de la marea; fue entonces cuando el piano musitó emocionado una habanera, inundando de sonido aquella playa. Y fue entonces cuando piano y mar así abrazados entonaron la más bonita sinfonía de agua y luz que en Miami se recuerda.