Estanislao Z. Navas.- El presente artículo – adelantado en algunas semanas – está dedicado “In memoriam” a todos aquellos que han fallecido recientemente y, muy en particular, a un familiar directo que, por motivos de protección de intimidad, no desvelaré ni identidad ni procedencia. Por supuesto, no excluyo a todos aquellos que aún siguen en el recuerdo, y que tradicionalmente les recordamos de forma especial cada 1 de noviembre, Día de Todos los Santos y el día siguiente 2 de noviembre, Día de Difuntos.
Así pues, qué decir del cese de una vida, de la extinción de las constantes vitales, del duelo que provoca en los que aún viven y que generan multitud de sensaciones y de recuerdos. Todo ello es parte de la existencia, pues lo que tiene un principio también conlleva su propio fin.
Da igual el credo que se profesa, mas en nuestro país la confesión imperante – aunque el Estado sea “aconfesional”, tal y como establece el artículo 16.3 de la Constitución Española de 1978: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”– sea la católica, además de existir más confesiones en función de la diversa procedencia de los habitantes que ocupan el suelo patrio, algunas de ellas con regulación específica al respecto debido a los acuerdos entre el Estado y los representantes respectivos (la judía, la islámica y la evangélica). Así, las confesiones, según su estatuto jurídico en el ordenamiento español, tal como indica el autor don Ibán – Prieto Motilla, en su “Curso de Derecho Eclesiástico” quedaría como sigue:
1) La Iglesia católica, mencionada en la Constitución como confesión presente en la sociedad española y con la que los poderes públicos deben cooperar y que, de hecho, ha suscrito Acuerdos que tienen rangon de tratado internacional (29 de junio de 1976, 3 de enero de 1979,…), así como muchos otros de desarrollo e inferior rango.
2) Confesiones que han suscrito con el Estado un Acuerdo de cooperación promulgado por ley (Ley 24 / 1992, de Federación de Entidades Religiosas Evangélicas; Ley 25 / 1992, de Federación de Comunidades Israelitas de España; Ley 26 / 1992, de Comisión Islámica de España). Entidades que se constituyeron por exigencias de la autoridad política estatal de negociar con una organización lo suficientemente sólida como para representar a un gran número de fieles, tener capacidad de decidir y de cumplir lo pactado. En particular, la primera de las citadas (F.E.R.E.D.E.) no es una confesión en sentido hierológico, sino una federación de las ramas españolas de diversas confesiones cristianas protestantes. Esto es, que se mantieneen la práctica la antigua obligación de <reconversión>.
3) Confesiones a las que se ha reconocido <notorio arraigo> en España (art. 7.1 L.O. L.R.), requisito previo a la suscripción de un Acuerdo de cooperación, aunque actualmente no hay confesiones que estén en dicha situación.
4) Confesiones meramente inscritas (en el Registro de Entidades Religiosas). La inscripción es constitutiva de la personaliad jurídica de las confesiones – como tales – en el ordenamiento español (art. 5 L.O.L.R. y art. 3 R.D. 142 / 1981).
5) Confesiones no inscritas (por voluntad propia o porque les ha sido denegada la inscripción) pero con entes intraconfesionales (asociaciones religiosas) inscritos.
6) Confesiones no inscritas y sin entes internos inscritos. Se sitúan al margen del régimen especial eclesiástico como comunidades, pero puede acaecer que, no obstante, en ocasiones se les reconozca que llevan a cabo actos religiosos.
7) Confesiones no inscritas a las que las autoridades estatales les nieguen naturaleza religiosa (art. 3.2. L.O.L.R. sobre entidades con fines ajenos a los religiosos, como los psíquicos o parapsicológicos, humanísticos o espiritualistas, u otros análogos). Estos grupos actúan totalmente al margen del Derecho; es decir, están sometidos completamente al Derecho común.
En el caso del microcosmos que representa nuestra ciudad, la religiosidad adquiere diversas manifestaciones que se muestran a lo largo de todo el año en sus festividades religiosas, mayoritariamente católicas, aunque no siempre sea o fuera la única confesión que albergaba el suelo ciudarrealeño.
Para ello habría que remontarse siglos atrás y contemplar la existencia de tres barrios que venían definidos por su confesión religiosa: la judería, la morería y el barrio cristiano.
Conocida es la existencia de un barrio judío o judería y del fonsario o cementerio de los judíos como ya nos relataba don Luis Delgado Merchán, el cual precisaba que “era indubitable su existencia, pues en la donación hecha por Enrique III en 1393 a Gonzalo de Soto, su Maestresala, de la sinagoga mayor que aquí tenían, donde fue después convento de Santo Domingo, se menciona el coto del fonsario juntamente con otras heredades que poseían en el término de esta capital. Y bastaba saber la importancia y crecimiento que en ella tuvo el pueblo hebreo durante la segunda mitad del siglo XIII y casi todo el XIV, y el respeto y veneración con que guardaban sus restos los hijos de Judá, para poder certificar del hecho”, mas dicho autor no precisa su ubicación exacta aunque señala que gracias a “un documento curiosísimo, hallado entre los muchos que contiene el archivo de la Delegación de Hacienda por el ilustrado e infatigable archivero Sr. Tolsada, ha venido a descubrir lo que con tanto empeño había yo en balde pescudado. Merced a él puede fijarse hoy, a los 510 años de haberse cerrado el cementerio de los judíos de Ciudad Real, el sitio en que estuvo instalado y las dimensiones que tenía su terreno, siendo probable que si se practican, como pienso, algunas excavaciones, se dé todavía con los sepulcros de piedra en que aquellos solían enterrarse.
Se trata del traslado de una escritura de venta de dicho terreno, sacado judicialmente del original, en el que están incorporadas una carta y una sobrecarta de merced, hechas por la reina doña Beatriz, dueña del señorío de Villa Real por voluntad de su esposo Juan I de Castilla, en los años de 1412 y 1413, a Juan Alfonso, escribano del rey y criado de la reina, vecino de dicha Villa Real, cuyo traslado va signado por el escribano del rey y su notario público D. Fernando Alonso de Coca; su fecha dos días del mes de Agosto de 1452.
De los antecedentes históricos recogidos por mi y los que se desprenden del mencionado documento, resulta demostrado que al ocurrir los atropellos y matanzas de los judíos de España en 1391, reinando Enrique III el Doliente, llevados a cabo en nuestra hoy capital con sanguinaria crueldad, huyeron de ella muchos para salvar sus vidas convirtiéndose los demás, y principalmente los más ricos, aunque de manera simulada, a la religión cristiana.
Dos años después de aquel acontecimiento, aparece la donación de la sinagoga mayor y del fonsario al ya referido Gonzalo de Soto; tres más tarde, o sea en 1396, consta por escritura que éste los enajenó a Juan Rodríguez, tesorero del rey en Toledo y vecino de Villa Real; el cual a su vez hizo merced de dichas propiedades al convento de Dominicos de Sevilla, otorgando escritura al P. Prior del mismo en Enero de 1399, a condición de que se fundara en el lugar ocupado por la sinagoga judaica un monasterio de la Orden de Santo Domingo, como se verificó”
A ello, el citado autor continúa señalando que “trece años después aparece donado por la reina doña Beatriz al citado Juan Alfonso en remuneración de algunos servicios prestados por éste, según se dice en las cartas de merced de que dejo hecha referencia. Es indudable que perteneciendo a su señorío particular no respetó la cesión anteriormente hecha, y dispuso de él como soberana dueña, y esto se deduce del texto literal de la segunda carta o sobrecarta expedida un año después de la primera a petición de agraciado, en virtud de que algunos moradores de Villa Real se disputaban la pacífica posesión de dicho fonsario.
La reina dice en ella al Consejo, Corregidor, Alcaldes, Alguaciles, etc., de Villa Real, que no le pongan embargo al dicho Juan Alfonso impidiéndole la tenencia y disfrute de aquel terreno, del que le había hecho merced en su primera carta fechada en Valladolid, 10 de Agosto de 1412, <la que de derecho enteramente le yo pude fases porque pertenesce a my e al my Señorio e le yo pude dar e faser de merced al dicho Joan Alfonso>, amenazándoles, si lo contrario hiciesen, con la pena que el derecho usual marcaba en aquella época. Esta segunda carta lleva la fecha de 23 de Mayo de 1413, y fue expedida por doña Beatriz en la ciudad de Toro.”
Y también:
“El motivo de haber ido este documento á parar al Archivo de la Administración de Hacienda tiene una explicación sencilla, como la tiene el traspaso á dicho Archivo de otros documentos pertenecientes á las párroquias y conventos de Ciudad-Real, que sin duda alguna en las revueltas ocurridas al llevarse á cabo la exclaustración por los años 34 y 35 del pasado siglo (siglo XIX), fueron recogidos en aquellas oficinas por referirse á fundaciones y propiedades de todas clases. La escritura en cuestión tenía su sitio, á no dudarlo, en el convento de Santo Domingo de esta ciudad ; en busca del cual hice no pocas indagaciones á los dominicos de Ocaña, á cuyo convento fueron á parar algunas cosas del nuestro, pero de allí se me dijo que nada había de lo que yo pescudaba. En el de aquí se conservaban, …, entre otros papeles la escritura de donación de la sinagoga judáica otorgada por Juan Rodríguez de Villa Real á la Orden, y la de cesión que hizo el Ayuntamiento, á favor de la misma, de la calle de Barrera, que es la hoy llamada del Compás de Santo Domingo; y es de suponer que incluido en la primera el Coto del Fonsario, en él estaría cuando la exclaustración la recientemente hallada.”
De este texto se extrae, siguiendo los términos apuntados por don José Golderos, que:
“La reina Doña Beatriz donaba, en el año 1412, el cementerio hebreo a Juan Alfonso, su criado y escribano del rey «quien lo vendía al siguiente año a las cofradías de «Todos los santos», «San Juan de los Viejos» y «San Miguel de Septiembre», las tres formadas por judíos conversos o «marranos» de Villa Real, que aquí como en todas partes, procuraban con ahínco dar muestras de verdaderos cristianos, aun que en el fondo les repugnara profundamente. La escritura de venta del fonsario se otorgó en Villa Real el 10 de octubre de 1413, por valor de 1.500 maravedís. El lugar lo ocupó dicho «fonsario» en las afueras de la ciudad «al Oriente del barrio judío, entre los caminos de la Mata y Calatrava».
Además, la ubicación a que se hace referencia parece ser el actual puente del ferrocarril, en su cruce con la carretera de Carrión, y nuevamente según Golderos “a comienzos del año 1953 fueron hallados los restos de una necrópolis en una cantera de cal en explotación llamada de «Cañizares», cercana al viejo camino de los «Mártires», que conducía directamente a las ruinas de Calatrava la Vieja, y no muy lejos del citado fonsario judío. Se encontraron debajo de una delgada capa de tierra varias vasijas u orzas de barro conteniendo restos de cadáveres incinerados, posiblemente de origen ibérico.”
Así, en el mundo hebraico, cabe decir que el fallecimiento iba acompañado de una serie de rituales que tienen como fin el honrar la memoria de la persona difunta y llevar consuelo a sus deudos. La idiosincrasia judaica lleva consigo y a la par un intenso amor por la vida y muestra un gran respeto por la muerte.
En el funeral judío, las personas afectadas a los ritos del duelo son el padre, la madre, el hijo, la hija, la hermana y el cónyuge. Para la religión judía, cualquier de estos deudos se llaman Onen y están eximidos de las obligaciones religiosas, como de recitar oraciones en la mañana y la noche o colocarse tefilim (o filacterias; par de estuchitos cúbicos de cuero que contienen cuatro pasajes alusivos de la Torá ( Éxodo 13: 1-10 y 11-16. Deuteronomio 6:49 y 11: 13.21) escritos sobre pergamino que se prolongan en unas correas con las que se fijan en el brazo izquierdo y en la cabeza. Es preceptivo para varones de trece años cumplidos ponerse los tefilín durante el servicio de la mañana en días no festivos), a fin de que pueda hacer los arreglos referentes al funeral. Luego del entierro el enlutado se denomina “Avel”.
Para la costumbre judía, asistir a un funeral y acompañar los restos mortales hasta el cementerio es una de las mayores mitzvot del judaísmo.
En un ritual funerario judío, es de suma importancia que el entierro sea realizado lo antes posible, preferentemente el mismo día. La postergación solo es permitida si el objetivo es honrar al fallecido; aguardar la llegada de parientes cercanos que residan en otro lugar; por Shabat (sábado, una de cuyas principales observancias es la del descanso, estando prohibido encender fuego, realizar cualquier trabajo, etc.; su inicio en el hogar lo marca la ceremonia de encendido de velas o candiles), Iom Tov o a fin de realizarlo en la tierra de Israel.
Cuando se llega al cementerio se realiza la Tahará (baño ritual), en el caso de que el cuerpo aún no haya sido lavado y purificado. Luego se colocan los Tajrijim (mortajas blancas) y para el hombre, además, se coloca el Talit (manto de oración) que usó en vida. Las mortajas señalan la igualdad absoluta que existe entre todos los seres humanos en el momento de la muerte.
La obligación de enterrar a los muertos en la tierra tiene su origen en la Biblia (“… pues polvo eres y al polvo volverás”, Génesis 2:19). Por este motivo, la ley judía prohíbe los entierros en mausoleos y las cremaciones.
A la salida del cementerio, en cualquier ocasión, se procede al lavado de manos ritual (Netilat ladaim). De este modo se aleja simbólicaemente la impureza creada por el contacto con la muerte.
Tras el entierro llega el duelo, y la ley judía estipula tres períodos sucesivos de luto, que disminuyen gradualmente su intensidad: Shivá (período de luto mayor que deben guardar los parientes cercanos durante los siete días que siguen al enterramiento), Shloshim (los treinta días después de la muerte), y Avelut (los doce meses hebreos desde una muerte).
De forma más somera, podríamos hablar del Islam, señalando que la muerte constituye una parte más de la vida terrenal, ya que todo lo que se sabe del futuro de un hombre desde el día que nace es que alguna vez morirá, no se sabe en qué lugar, a qué edad o cómo.
A ello cabe sumar que, en el mundo musulmán, el ser humano se lleva de esta vida nada más que sus obras, y sólo será beneficiado después de muerto por tres cosas:
- Una descendencia digna que reza por su alma;
- La caridad que haya hecho y que siga beneficiando a los hombres (obras como la aquel que fundara una escuela, un hospital, etc.); y
- El conocimiento que haya impartido a otros otros, que estos lo apliquen y a la vez lo transmitan.
En suma, “haz para este mundo como si en él fueras a vivir en él siempre y por el otro como si fueras a morir mañana”.
Sin embargo, dado el arraigo que existe en España y en nuestra ciudad la religión católica, nos centraremos a partir de ahora en la misma.
De este modo, la muerte entendida por un católico tiene su onomástica el día dos de noviembre de cada año, aunque esté presente su realidad en cada día o momento de nuestra vida.
Para los católicos, la muerte es parte de la vida, no suponiendo una ruptura importante pues albergan la esperanza en que la vida que Jesús les otorgó fue un sacrificio en pos de que tuviesen una vida eterna. Es decir, la creencia de la resurrección de Jesús y de nuestra propia resurrección en él.
¿Cómo un católico afronta la muerte? Con serenidad, con confianza. Se fijan en Jesús cuando vio que su muerte se aproximaba y tratamos de tener sus mismas actitudes y su confianza en el Padre Dios. Hay que aprender a aceptar la muerte como algo que forma parte de la vida. Esto se logra poco a poco, fiándonos de Dios, poniendo en Él nuestra confianza. Los cristianos saben que todo no acaba con la muerte. Sabemos que el amor es más fuerte que la muerte.
Cuando muere una persona que queremos, nuestro amor hacia ella permanece intacto y, aunque pasen los años, el amor no muere nunca.
La vida eterna no es igual a esta vida. Cada persona que muere vivirá en la vida eterna lo que ha elegido previamente en esta vida. Jesús da la salvación (la vida eterna), pero no obliga a aceptarla. Eres tú quien tiene que aceptarlo en tu vida de una manera voluntaria, amorosa.
En la vida eterna, una vez muertos, los católicos creen que hay tres posibilidades para el ser humano. Tu «yo personal», lo que llamamos «el alma», pasará a una de estas tres opciones: cielo, purgatorio e infierno.
Los católicos creen que una persona cuando muere queda sometido a un juicio inmediato del Señor, que decidirá definitivamente su suerte.
Para los cristianos, el cielo es la vida definitiva junto a Dios, para siempre, para toda la eternidad. Mientras están en esta vida caemos y nos alejamos de Dios con frecuencia. El cielo es el estar con Dios para toda la eternidad. En el cielo serán totalmente felices y de una manera definitiva, una felicidad absoluta.
Al cielo llega inmediatamente una persona que acaba de morir en gracia y amistad con Dios.
El infierno, por el contrario, es la condenación eterna. Es cuando una persona rechaza conscientemente en su vida terrenal a Dios. Dios invita a salvarse, invita al cielo, pero los seres humanos son libres para elegir. Si rechazan a Dios, si no lo tienen en cuenta en nuestra vida, están autocondenándose.
La Iglesia católica nunca ha dicho que haya alguien condenado, aunque sí ha dicho que las almas de quienes mueren en pecado mortal son llevadas inmediatamente al infierno, donde son atormentadas con penas inacabables.
Los católicos no creen en el destino. No creen que la vida de cada persona «esté ya escrita». Cada ser humano es libre de elegir el estado que quiere para su vida.
Los católicos creen que para ir al «estado de infierno» (recuerda que el infierno no es tampoco «un sitio» al que vamos después de morir…) la persona tiene que tener una voluntaria aversión a Dios (un pecado mortal) y persistir en ese pecado hasta el final.
Y, en cuanto al Purgatorio, es un estado, tampoco es un «lugar» o espacio físico.
La Iglesia siguiendo el consejo de la Escritura siempre rezó por los difuntos. Creen que los que mueren en gracia y amistad con Dios sin estar, sin embargo, plenamente purificados o con algún resto de pecado, sufrirán una purificación antes de llegar a Dios.
En cuanto al lugar donde descansan aquellos que llegaron al final de su existencia, el cementerio, en el caso de los católicos y más concretamente en Ciudad Real, cabe señalar que no siempre para todo el mundo fue un lugar común en el que se enterraban sus restos.
A lo largo de la historia, las culturas, tradiciones y etapas históricas han visto modificarse la forma y el lugar del enterramiento.
El cristianismo traía consigo la necesidad de la inhumanidad cerca de lugares sagrados o personajes santos, surgiendo las catacumbas. Sin embargo, la oficialidad que la religión cristiana adopta bajo el cobijo del Emperador Constantino en el 323 no hace ya necesario el enterramiento subterráneo. Así surgirían las primeras basílicas paleocristianas en superficie y aflorarían los cementerios en el exterior.
Sin embargo, la forma de enterramiento sí muestra el origen del difunto, ya que la relevancia social y económica se pone de manifiesto a la hora de ocupar los espacios más privilegiados en el interior de los edificios religiosos (capillas privadas, criptas o bóvedas excavadas en muros y suelos) como ocurre con las clases más elevadas (nobles y aristócratas), los personajes más favorecidos o pertenecientes a hermandades o cofradías, e incluso ocupando la nave central como era el caso de las categorías eclesiásticas y las familias reales. Para el resto de población el recinto sagrado estaba lejos de su alcances, “dando con sus huesos” fuera del mismo en los terrenos adyacentes a la iglesia, donde quedaban ubicadas los cementerios parroquiales o “de feligresía”. Dichos lugares, reservados a las capas medias, se ordenaban a modo de claustros, y en el centro del pario se ubicaban las tumbas mayoritariamente anónimas y las fosas comunes que eran recicladas sin ningún miramiento para dejar el terreno libre a sucesivos enterramientos.
Las epidemias acaecidas en diversas localidad pusieron de manifiesto el evidente riesgo que suponía para la salud pública los enterramientos en el interior de las poblaciones, de ahí que bajo el reinado de Carlos III se emitirá la Real Cédula de 3 de Abril de 1787 que promulga la construcción de cementerios públicos extramuros de las ciudades. Sin embargo, dados la negligencia de las autoridades y la escasez de fondos para acometer la construcción de dichos recintos, esta disposición fue más teórica que práctica, adentrándonos en el siglo XIX con una sucesión de otras reales órdenes y ya en 1833 con la Real Orden de 2 de Junio por la que se decreta que donde no existan, deberán ser sufragados los costes de su construcción “a costa de los fondos de las fábricas de las iglesias, que son los primeros obligados a ello”. Dicha medida sería reencargada en el 13 de febrero de 1834 por los pretextos utilizados por las poblaciones para la paralización de dichas construcciones.
Estas dos últimas disposiciones también constituirán la base de la que partirá la toma de conciencia de construir un cementerio católico en Ciudad Real, pues hasta ese momento los enterramientos venían a darse en los diferentes templos de la ciudad y alrededor de los mismos. Entonces se elegirá su ubicación al norte de la ciudad y próximo a la Puerta de Toledo.
Para sufragar su construcción se acordaría la división del coste del mismo en: 2/3 por parte del vecindario de la ciudad, y 1/3 por parte de los fondos de las fábricas de las iglesias de la misma. Así queda reflejado en una inscripción grabada sobre una lápida ubicada a la entrada del cementerio (ver foto, a pesar de la difícil legibilidad de dicha inscripción).
El modelo de cementerio existente en nuestra ciudad tiene ascendencias anglosajonas a modo de cementerio-parque o cementerio jardín, puesto que los túmulos, nichos, lápidas y panteones parecen distribuirse aleatoriamente buscando la sombra del arbolado, y la jurisdicción mixta eclesiástico-civil sería quien lo administraría, correspondiendo la custodia a las autoridades eclesiásticas.
Así, según señala don Emilio Martín Aguirre, la preeminencia católica sobre el interés municipal y la consideración de sagrada del área de enterramiento aleja a todos los no incluidos en la comunidad de creyentes, esto es, los que señala el Código de Derecho Canónico de 27 de mayo de 1917 como alejados de sepultura eclesiástica (apóstatas, integrantes de sectas heréticas o cismáticas, masones y similares, excomulgados, suicidas, duelistas y pecadores públicos). Este hecho había quedado reflejado hasta la llegada de la democracia en la existencia de dos partes bien diferenciadas en el cementerio de Ciudad Real, estando separadas por un muro: por un lado, la llamada tierra sagrada donde se enterraban los muertos conforme a la confesión católica, y por otro lado, la no sagrada en la que eran enterrados los que morían por alguno de los casos anteriormente referidos. Esto es, había dos cementerios en uno: el católico y el civil.
Sin embargo, a pesar de que los enterramientos en este cementerio comenzaban en 1834, el primer libro de enterramientos conservado en el Archivo Municipal comienza el 1 de enero de 1863, donde aparece como finado en primer lugar José Rojo Gandía en un nicho por el que pagaron 160 reales de vellón sus familiares.
Desde la fundación del cementerio, aparte de la casa del guarda, existía una pequeña capilla que estaba a cargo del capellán del cementerio, que era nombrado mediante concurso de méritos por el Ayuntamiento. Éste, además de oficiar la Santa Misa todos los domingos, debía estar revestido de sobrepelliz a la recepción y enterramiento de los cadáveres para el rezo de un responso. En aquel entonces los cadáveres eran acompañados por el clero parroquial de la iglesia en la que se oficiaba el entierro hasta el cementerio. En esta pequeña capilla existía un óleo del siglo XVII de un crucificado, salvado de la Guerra Civil Española, y que hasta la construcción de la actual capilla en 1982 estuvo en la misma. Actualmente se puede contemplar en el Museo Diocesano, donde está depositado por el Ayuntamiento.
La celebración de la Santa Misa en el cementerio desde su construcción siempre se hizo a cargo del capellán del mismo hasta el pasado 1 de enero del presente año, que el sacerdote que ocupó este cargo durante los últimos cuarenta años, D. Antonio Vera Núñez, se jubiló, desmantelándose la capilla y no se sabe el proyecto que tiene para la misma el Ayuntamiento. Éste, en agradecimiento a la labor desarrollada por el capellán, acordó el 27 de octubre de 2008 poner el nombre al paseo de los jardines que dan acceso al cementerio con el nombre “Paseo del Capellán Antonio Vera”.
En cuanto a la vegetación del camposanto la especie que destaca es el ciprés, por tratarse de un árbol de hoja perenne, por su longevidad y por sus cualidades aromáticas. Hay que tener en cuenta que el color preeminente en la vegetación de los cementerios, es el verde por sus efectos psicoterapéuticos y simbólico al ser el verde el emblema de la regeneración primaveral y por ello simboliza la inmortalidad del alma.
A lo largo de los 130 años de vida con los que cuenta el cementerio municipal, éste ha sido ampliado en diferentes años. De forma reciente y ante la escasez de espacio para los nichos tuvo lugar a principios del año 2009 con 5.000 metros cuadrados, y parece que será la última, ya que el consistorio pretende construir un nuevo cementerio en la carretera de Las Casas.
Ocupando la alcaldía de Ciudad Real, Lorenzo Sélas Céspedes, en el mes de agosto de 1986, la Comisión de Gobierno acordó trasladar la Cruz de los Caídos desde los jardines del Prado –ubicación que ocupaba desde 1947- al cementerio y levantar un templete para la música en su lugar. El proyecto de la nueva ubicación, fue redactado por el arquitecto Diego Peris, que contemplaba la instalación de la cruz delante de la verja derecha entrando al cementerio, con la creación de una zona ajardinada junto a ella. El proyecto del traslado de la Cruz a los Caídos al cementerio, para la conmemoración de la fiesta de Todos los Santos del 1 de noviembre de 1986, ya se encontraba en su nuevo emplazamiento, lugar que ocupa desde entonces.
Como dato curioso decir que las verjas de entrada del recinto, eran las antiguas del Seminario Diocesano que estaba en la calle Alarcos.
Por último, decir que el cementerio guarda entre sus muros sepulturas con leyenda como la de Apolonia, que es una maravillosa losa de piedra, en la que reposa la imagen de una mujer joven que cubre su cuerpo desnudo con un velo de gasa transparente, tras el que se adivina la forma de una mujer excepcional. También hay hijos ilustres de la ciudad como Ángel Andrade ante cuya tumba todos los años el colegio público que lleva su nombre realiza un homenaje. La que nos recuerda guerras que nunca tuvieron que existir, como los fusilados en la posguerra de la Guerra Civil Española en las mismas tapias del cementerio; y de sacerdotes ilustres, como el Párroco de San Pedro y después Canónigo de la Catedral, Emiliano Morales, que tanto hizo por nuestra Semana Santa.
El Cementerio de Nuestra Señora del Prado de Ciudad Real guarda también esculturas de gran valor artístico e histórico.
No obstante, cabe señalar que el cementerio no está exento de ciertas polémicas en los últimos tiempos como aquélla que indicaban la necesaria construcción de más nichos o la aprobación del nuevo reglamento del cementerio municipal que quedó adaptado a la Normativa de Sanidad Mortuoria de la Junta de Comunidades, recogiéndose modificándose producidas desde 1974, destacando sobremanera la cuestión de la concesión que ha pasado de ser sepulturas “a perpetuidad” (esto es, 99 años) a tener una concesión de 75 años.
D. E. P.
Buenoooooo…un compendio de historia, fenomenología religiosa, teología…filosofía,arqueología…lo tuyo Estanislao…se resume en dos palabras: im-presionante.
¡La leche!Estanislao…como que me lo he leído otra vez…no creas que todo esto se asimila leyéndolo de un tirón.
Bien compañero, no pido para ti el «Planeta» por lo cuestionado que está últimamente pero algo habrá que hacer contigo para seguirte animando y por supuesto agradeciendo tus impagables colaboraciones con «este nuestro diario, MiCR».
Fermín ya me ha «robado» el resumen de lo que podría yo decir, así que me reitero: «Chapó».
Por cierto, y dada la temática de tu artículo recomiendo, con cierto humor, el libro de Nieves Concostrina: «Y en polvo te convertirás».
Con el consabido riesgo de quedar un tanto «arrabalero» ante un escrito de calidad fuera de lo común diré que, como ateo practicante, no piso el cementerio si no es para decir adiós a alguien querido y, por suerte, hace mucho que no visito «el patio de las malvas».
Tocaré madera para seguir así el máximo tiempo posible.
Pero hay algo de lo que no dejo pasar JAMÁS la oportunidad: comprar unos huesos de santo y darme al placer del azúcar hasta límites insospechados. Total, una vez al año…paso al agnosticismo más placentero.
De «arrabalero» nada, compañero Blisterr; un poco de humor no viene mal y además viendo como se ponen los cuerpos con ese invento de Halloween, pues nada más que añadir…
Gracias a todos por las alabanzas, pues bien es cierto que no son totalmente merecidas. Sólo el ánimo de lectores como vosotros me da más alas para seguir relatando los pasajes más transcedentes de la ciudad. A ti, Fermín, más aún, pues son loas que me dan más ánimos al ser materia de la que tú eres aún más conocedor. A ti, compañero Luis, sencillamente GRACIAS. Y a ti , blisterr, por unirte a este par de GIGANTES en tus alabanzas.
¡MIL GRACIAS!
No seas modesto, simplemente mereces las alabanzas por tu trabajo y…a veces uno necesita esos apoyos para sobrevivir en este mundo compulsivo y de crisis, perdón, de robos…
Merci beaucoup! Thank you very much! Luis
Simplemente, gracias Estanislao.