Corazón mío. Capítulo 64

Manuel Valero.- La ciudad respira al son de sus moradores  bajo la neblina húmeda de la madrugada. En  la noche profunda todos duermen, o padecen la vigilia involuntaria del insomnio, o descubren nuevos mundos en los libros que se abren con mansedumbre en las quietas horas nocturnas, o se dejan hacer en brazos del amor, o se amansan yendo de la cama al frigorífico para corazonmiocalmar la ansiedad o  estudian los fárragos intransitables de los textos de oposiciones, o se llora en silencio la ausencia de un ser querido en soledad, o se desespera la madre ante el gimoteo intempestivo del bebé recién amamantado. Cada hogar es una celda de intimidad. Los edificios también apagan los ojos con los que vigilan la terquedad urbana de los noctámbulos. Hay también en la bulliciosa vida de ciudad un momento en el abismo nocturno en el que todo parece amansarse. Incluso los automóviles que ruedan por las avenidas parecen hacerlo con un ruido sordo. El silencio hace audibles los chasquidos de los semáforos y los anuncios luminosos. Algunos también se han consumido y aletargan los neones para tenerlos listos al apuntar la noche siguiente. La ciudad nocturna respira con una cadencia somnolienta y a medida que las horas penetran en la sima del sueño parece detenerse en el marasmo ciego del reposo profundo. A vista de pájaro parece un bosque de luces mortecina con un temblor de cansancio. El manto negro de la noche lo cubre todo. A vista de pájaro la ciudad es un juego de siluetas desdentadas con haces de luz intermitentes: una se enciende, aquella se apaga, hasta que poco a poco llega la inmovilidad definitiva, y ya queda quieta hasta que imperceptiblemente, las almas que respiran en el vientre aceldado de los edificios inician un desperezamiento cansino sin punto de retorno, y de pronto el bullicio reaparece de nuevo sobre el gris del asfalto, las aceras de las calles, el abrir de las puertas de las tiendas. El sol, si aparece, inicia el lienzo del nuevo día con trazos dulces y amarillos. Como si no hubiera pasado nada, como si nada fuera a ocurrir en la jornada que se despliega como una flor , como si cuanto hubiera pasado en todas y cada una de las vidas anónimas se olvidase de repente para dejar hueco a nuevas incidencias.

Roberto no puede dormir. Mira el techo de su habitación con fijación demente. La cabeza de Gloria asciende y desciende conforme los movimientos de su respiración. Está profundamente dormida. Y ese sueño inocente de quien nada teme lo reconforta y anima, pero no consigue despejar de su cabeza los pensamientos que se entreveran como hilos de una malla. Reproduce todo desde la noche lejana de septiembre en la que el gran Tony fue asesinado hasta la mañana cercana del secuestro frustrado de su novia. Entonces respira con tanta excitación que la cabeza de Gloria se mueve como si la hubiera posado sobre la grupa de un caballo de tíovivo. Refunfuña adormilada y luego  se da la vuelta para seguir durmiendo. Se siente vigilado y eso lo ofusca hasta el furor. La insospechada insolencia del asesino lo mantiene insomne. ¿Qué pretendían con el rapto de Gloria? ¿Chantajear a la policía? ¿Tener una baza con la que manejar el tablero de ajedrez a gusto de la mano oculta que puso en pie todo aquel sin sentido? Las horas pasan sin estruendo, pero a Roberto no le parecen lentas porque no tiene noción del tiempo atrapado en una concentración absoluta. Piensa, repasa,  reproduce en su mente todos y cada uno de los momentos del más asombroso caso al que se enfrentaba como policía. Y había tenido unos cuantos de delicado y peligroso desembrollo.  Había trabajado en operaciones contra el narcotráfico, en acciones contra el terrorismo, en la investigación de otros crímenes que hacían las delicias de la crónica negra. No todo era tan cadencioso como se cuenta en las películas, era mucho más pausado, tedioso la mayoría de las veces, en ocasiones abrupto y acelerado, pero nada como aquello, nada como un asesino que había determinado sus víctimas del mundo mediático de los programas del corazón a cubierto de una organización secreta que se había cobrado dos vidas, que tenía una más en su ruleta cuya suerte dependía de una operación de limpieza moral. Absurdo. El mal reivindicando moralidad. Y para colmo habían intentado tomar a Gloria como rehén, habían tenido la osadía de secuestrar a la novia de uno de los polis que con más ahínco se había entregado a resolver el enigma del justiciero del corazón. O justicieros. Las horas pasaban. Y los días. Así estuvo hasta que amaneció y fue cuando se quedó dormido profundamente con una sonrisa diabólica en la comisura de los labios, como si en sueños hubiera dado con la llave que abría todas las puertas del misterio, como si tuviera al alcance de la mano el cuello del asesino antes de que el calendario pasase la hoja de diciembre y abriese el libro de un nuevo año.

Gloria lo despertó. Tuvo que agitarlo con brusquedad. Cuando abrió los ojos tenía el desayuno delante de sus narices y a Gloria sentada junto a él, más hermosa aún que el día anterior y que todos los días anteriores a partir de cuando la conoció, y le hizo olvidar como por ensalmo el dolor de su matrimonio fallido.

-Venga, holgazán, ya son las siete de la mañana-, le dijo Gloria entre mimos, como una gata traviesa.

Mientras se desperezaba, Roberto le hizo una promesa sorprendente.

-Hoy pienso hacerte un regalo…

-¿Sí? ¿Y qué me vas a regalar?-, sonrió Gloria dando un pequeño salto sobre la cama que casi derrama el desayuno de la bandeja.

-Un gato

-¿Un gato?

-No, mejor una gata que son más ariscas

-¿Y por qué?

-Porque me da la gana y porque no me conformo con una

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