Primero entró Roberto que enfiló la estancia con su arma, con cautela, girando la cabeza como un periscopio, después Ortega con la misma actitud. Ambos medían el paso, con los cinco sentidos puestos en la inspección y en el gatillo. La vivienda estaba en el desorden que deja una residencia despreocupada. A tenor de las primeras impresiones, se diría incluso que la casa ofrecía el aspecto de haber albergado en su seno a una persona atenta a las tareas domésticas, no hasta el grado de la limpieza extrema pero tampoco la casa era una covacha infecta. Posiblemente, la mayoría de las casas de la ciudad ofrecerían un aspecto similar si la policía irrumpiese de pronto.
Roberto se encontraba en el centro del salón. Con un gesto de la mano le pidió a Ortega que encendiera la luz. La persiana de la única ventana que daba a la calle estaba a medio echar y la puerta que accedía a la azotea obstruía la luz del exterior por el efecto de unos visillos artesanales. Con la luz encendida, los dos policías evolucionaron mejor en su exploración. Había un par de cuadros sin historia en la pared, uno de ellos representaba a un payaso que se reía a carcajadas ante otro que lloraba desconsoladamente, el otro cuadro era un paisaje de Corot. Peinado dedujo que este segundo elemento de adorno estaba allí antes de que el inquilino ocupase la casa; el primero en cambio era una secuela de la personalidad del hombre que andaban buscando. Sobre la mesa y el sofá, un par de revistas, un cuaderno de anillas abierto con una serie de operaciones matemáticas. El resto de material editado se enroscaba como es debido en un revistero. El cubresofá, una funda de tela rústica de color amarillo, estaba vencido hacia un lado… Los demás enseres eran perfectamente eludibles en un inventario de originalidades. Frente al sofá la televisión.
Peinado avanzó con cautela mirando ahora dos puertas que con la de la terraza eran las únicas que había en el apartamento. En realidad, de una ellas sólo había el hueco, sin hoja. Daba a la cocina. La otra puerta, al dormitorio. Ortega se acercó hasta la cocina. Nadie. Así se lo hizo saber a su compañero con una sacudida de cabeza de derecha a izquierda. Roberto, por su parte, se encaminó hacia la puerta que cerraba el dormitorio. Era el último reducto dentro del apartamento que aún quedaba sin explorar. Muy despacio, Roberto se acercó hasta la puerta, una puerta pintada de azul, sobre la que colgaba un muñeco de serrín que representaba un Charlot. Le dijo a Ortega que estuviera listo. El compañero entendió el gesto y con otro movimiento de cabeza le dio la conformidad. Entonces Roberto, abrió la puerta con brusquedad, se echó a un lado y Ortega de un salto se plantó en el interior apuntado a todos los ángulos posibles Tampoco había nadie.
-.Ni un alma-, dijo Ortega.
-Vayamos a la terraza, y con cuidado, amigo. La liebre puede saltar en cualquier momento-, añadió Peinado, señalando con un movimiento de cejas la puerta de la terraza cuya parte acristalada estaba cubierta con unos visillos de lona que tenía remiendos cuadrados de varios colores, como un adorno.
Roberto sintió un pálpito extraño, como si se encontrara en el quicio de una gran revelación. Algo importante iba a ocurrir en el momento preciso en que su amigo Ortega abriera la puerta de la terraza, y él saltara como un felino convenientemente alerta con el arma dispuesta para repeler cualquier movimiento. Eso fue lo que le enseñaban en la Academia cuando se preparaba para policía, pero los alumnos solían bromear: si detrás de una esquina, oculto tras un mueble aparece el malo con una escopeta de cañón grueso disparando a diestro y siniestro, estaban vendidos. Bueno, era lo que había que hacer, aquello era lo correcto, maniobrabilidad académica, protocolo profesional, al acecho, bien alerta, nervios templados y reflejos a punto de saltar. Lo demás era cuestión de suerte, pero a la suerte también se la encara con la preparación debida.
Roberto le dijo sí con la cabeza a Ortega para que abriera la puerta. El pomo no giró. Estaba cerrada. Roberto miró a Ortega que ya sabía lo que tenía que hacer. Apartó el visillo, rompió el cristal con el codo y manipuló el pasaporte desde el exterior. Empujó y abrió con suavidad. Roberto salió primero y corrió hasta una especie de mecedora que había en medio de la terraza a unos metros del compartimento que el inquilino del ático solía utilizar como taller. Desde allí miró a Ortega y éste corrió de un tirón hasta que su bota golpeó con fuerza una puerta desencajada cuyo descuadramiento hacía precisamente de anclaje, ya que no tenía llave. Allí tampoco había nadie, pero lo que vio fue un prontuario sorprendente que colocaba de una vez unas cuantas piezas del rompecabezas del caso de Tony Lobera.