Manuel Valero.- Roberto canturreaba mientras conducía, ajeno a la verborrea de la radio. Iba tan feliz que hasta la conducción le parecía de una facilidad asombrosa, como si el coche progresase por el vacío, y todo se apartara a su alrededor. Ortega notó ese cambio de humor cuando su compañero dejó de tararear para gritar una estrofa no por eterna, un tanto descatalogada.
– She Love you, ye, ye, yeee…
Dos días antes había tomado café con un chica tan atractiva como interesante. Al día siguiente fue a llevarle los gladiolos a su madre y por primera vez le habló en voz alta, con la voz baja de la intimidad, pero con una voz física, con palabras inteligibles y sinceras. Le dijo que papá le había dicho que un corazón se recompone con lo mismo que se destroza: con amor. Y se lo dijo, a primeras horas de la tarde, frente al nicho que sólo reproducía el nombre de su madre y las fechas de tránsito por este mundo, sin epitafios rimbombantes, de esos que prometen el recuerdo perpetuo antes del olvido inmediato. El camposanto estaba tranquilo a esa hora, como el vórtice de un huracán. Era una sensación vivificante, quizá un poco apresurada, pero lo que era de todo punto irrefutable es que horas después de conocer a Gloria, el policía llegó a casa con un ramo de flores y feliz. Y esa misma noche cenaron, y regresó a casa de nuevo con la felicidad al acecho.
– She Love you, ye, ye , yeeee…
– ¿Te la sabes entera, amigo?- Ortega le sonrió con el rabillo del ojo
– Cincuenta añitos ya del tema, y mira…You think you lost your love, /When I saw her yesterday/ It’s you she’s thinking of/ And she told me what to say….
– A ver, Robertito, para un momento y cuéntame qué te has metido… Me horroriza ir a ver a ese magnate de Cruz con mi compadre vacilón… No, no me hagas eso, fue tuya la idea.
– Mira-. Roberto abrió la boca, le echó el aliento sin perder la concentración-Ni una gota. El jueves conocí a una chica y estoy contento, así de fácil, nada original…
– ¿Como que no me dijiste nada ayer, cabronazo?
– Era demasiado pronto. Anoche salimos.. Y si hoy no hay novedades iremos al cine. She Love you ye, ye, yeeee…
Ortega sintió la alegría refleja del amigo feliz. Después de meses de compartir el destrozo, de acompañarle, de llevarle a casa borracho como un pellejo de vino, de cuidarlo como si fuera un adolescente contrariado hasta que comenzó de nuevo a andar por su propio pie, merecía la pena contemplarlo de esa manera.
– Cuidado, amigo, dile a esto-, Ortega se señaló el corazón- que no corra demasiado..
– Pues es exactamente lo que tengo, una corazonada. De modo que ancha es Castilla-, exclamó con un golpe de pecho, que no era tal sino una palmada para desperezar el corazón e invitarlo a salir de nuevo al mundo.
– Hay que ver, con lo hermoso que es el corazón y lo miserable que lo hacen esos comunicadores sociales- la reflexión fue de Ortega .
– She Love you, yeyeyeye…
El coche enfiló una de las vías de salida de la ciudad, giró por una d e las orejas de tijera del nudo de comunicaciones, y pusieron rumbo a la zona residencial más exquisita. Tomaron una carretera nacional, y después de un corto tramo, un desvío hacia una ruta menor hasta llegar a un camino a la derecha sellado por una enorme puerta de hierro, mucho más complicada y arabesca que la del chalet de Lobera y su novio. Apenas giraron y se detuvieron, una cámara los enfocó con su giro misterioso. La cita ya la tenían concertada, de modo que cuando fueron identificados la puerta se abrió lentamente con un quejido de herrumbre, y los dos policías se adentraron en una finca desorbitada, tanto, que rodaron casi diez minutos por una dehesa perfectamente cuidada, entre árboles, y un mar de césped milimétricamente a ras salpicado de estatuas clásicas de tamaño real, algunas sobre pedestal, otras emergiendo directamente de la hierba. El camino era de tierra muy compacta que se curvaba en meandros caprichosos y ascendía luego a una suave colina desde la que se contemplaba el esplendor doméstico de los Cruz.
– ¡¡ Santo cielo!! Menudo bungaló-, silbó Ortega, mesándose su rizada cabellera negra.
-Me pregunto cuánto combustible es necesario para calentar eso-, terció Peinado.
Siguieron el camino y tras descender otro buen trecho desembocaron en un ciclópeo jardín francés de laberintos vegetales, a ambos lados de dos campos de césped, en cuyo centro se erguía otra fuente mítica de circunferencia enorme con dos caballos salvajes encabritados escupiendo agua, de la cual partían cinco paseos de graba uno de los cuales moría, o nacía, que los caminos es lo que tienen, en una escalinata regia tomada por el musgo y la humedad. Todo era verde y húmedo alrededor, excepto el gris de las estatuas, el rojizo de los ladrillos de la enorme mansión y la palillería blanca de las ventanas. La parte frontal de la casa estaba tomada por una tromba de plantas trepadoras con las hojas del color del vino tino.
El coche de los policías se detuvo frente a la escalinata. Allí les aguardaba un hombre vestido de mayordomo, muy estirado pero cortés, de nariz aguileña y calva prominente, que se acercó a abrirles la portezuela del coche.
– No se moleste- , dijo Roberto.
– Síganme, por favor, el señor Cruz, les espera.
Y subió solemnemente los escalones, se dirigió a un porche de estilo clásico con evocaciones de película norteamericana, y empuñó el pomo de una puerta acorde con las dimensiones de todo.
– Pasen-, les dijo.